RECOMENZAR EN LA PENSIÓN
Al llegar a Yi 1675, tocamos timbre y golpeamos la añejada puerta principal, pero detrás de ella sólo nos respondió un profundo silencio. Caminando en círculos frente a la puerta, Monteverde intentaba comunicarse por teléfono con quienes estaban en el interior, pero sin tener éxito. Nuestra resignación se vio sorprendida por la llegada de Teresa, una trabajadora social de la pensión, encargada, junto a todo un equipo de profesionales, de brindar un servicio alternativo para aquellas personas en situación de calle. Llamó a su compañera que se encontraba en el interior para así conseguir ingresar.
Vistiendo un delantal repleto de manchas y con sus manos blancas de harina, Beatriz abrió la puerta, y el olorcito a pizza que nos abrazó apenas pusimos un pie en la escalera de entrada, no dejaba dudas de lo que allí sucedía. Subimos unos cuantos escalones a oscuras y desembocamos en una pequeña sala de estar a donde dan las puertas de gran parte de las habitaciones. Bajo una luz que de tan tenue apenas permitía ver, se ubica un gran sillón viejo y una televisión en la que se distinguían las voces de los conductores del noticiero. Pero aún no veía a ninguno de los actuales 17 residentes de la pensión, quienes deben ser aprobados por el personal de la División Políticas Sociales de la IM para ingresar. Además tienen que abonar $50 cada día para así poder quedarse, hacer su comida, y colaborar con los gastos comunes.
Solo después de atravesar la penumbra de la sala, se comenzaron a oír risas y gritos que provenían desde el fondo de un ancho pasillo de paredes maltratadas por la humedad. Beatriz y los muchachos estaban muy concentrados en la cocina amasando y preparando la cena, y fue así que comprendimos el motivo por el que no escuchaban nuestros llamados. Algunos recién terminaban de darse una ducha, y recibían reprimendas de Monteverde: “Tienen que secar el piso cuando salen, si no cuando otra persona entra a usar el baño está todo mojado. Si ustedes no colaboran, es muy difícil”. De tanto en tanto, otros retornaban cargados con sus bolsos, cansados de sus diferentes actividades laborales, requisito que se les exige para permanecer allí y que, junto con la adquisición de hábitos y la integración social, les permite crear un proyecto de vida a futuro. Hablaban unos encima de otros, cada uno con ansias de contar su historia.
La mayor parte del tiempo estaba con la cabeza baja y la mirada inquieta, pero Allen, un joven de 29 años, fue el primero en acercarse y comenzar a hablar. Hace dos meses que está en la pensión, y según dijo, “comencé de nuevo”. Antes de llegar a allí la esquizofrenia lo obligó a pasar siete años de su vida internado en el Hospital Vilardebó. Trabaja con su madre en un almacén familiar, y repite a cada momento lo mucho que sufrió y sufre el maltrato psicológico de su padre. Cada vez que lo menciona, los ojos se le llenan de lágrimas.
“La droga me arruinó la vida. Quedé en la calle y perdí a mi familia”, me decía Pedro mientras se sentaba en la silla blanca de enfrente con unos papeles que no quería soltar por ningún motivo. La adicción lo ha arrastrado por una gran variedad de trabajos, pero su oficio es tapicero en sillones de cuero, y además es técnico de mantenimiento eléctrico. Pero hoy en día, le permite sustentarse y pensar en su futuro el trabajo que desempeña en el Puerto de Montevideo. Con una amplia sonrisa en el rostro me explicó: “Recién vengo de abrirme una cuenta en el banco y estaba leyendo estos papeles que son las bases”. Hace tres meses que está en la pensión y sólo piensa en cómo va a ser su nueva vida cuando se vaya. “Quiero sustentarme la carrera de psicología y especializarme en adicciones”.
Volví a la cocina para avisar que me iba, pero un señor barbudo y canoso de alrededor de 60 años se acercó diciendo “conmigo todavía no hablaste”. Se sentó en el lugar que Pedro había dejado, y haciendo un montón de ademanes las palabras empezaron a salir tan rápido de su boca como se movían sus manos, y era muy difícil lograr comprenderlo. Por momentos esas palabras eran susurros, que acompañados por el rostro arrugado de Pepe evidenciaban lo difícil que había sido para él llegar a donde hoy se encuentra. Su diabetes no le permitió ejercer su profesión de chofer, y ahora se gana la vida abriendo puertas en las paradas de taxis. Con una postura increpante me cuenta lo dificultoso que fue pasar de refugio en refugio con su enfermedad, “tenía que irme cuando amanecía, salía de ahí y caminaba dos pasos y tenía que parar porque no aguantaba, o si no me quedaba todo el día en la puerta”.
Dentro de la pensión la convivencia resulta a veces muy complicada, en ocasiones no comparten la comida que es para todos, o la esconden dentro de los roperos. Para este hombre eso no ha sido excepción, agacha la cabeza y en voz baja comenta que a él no le interesa la comida, pero siíla acción de sus compañeros. Todas las mañanas se levanta temprano y sale a comprar bizcochos para que todos tengan en el desayuno. “Pago y no les pido nada. Pero muchas veces les dejo la bolsa y cuando voy a desayunar no me dejaron nada. Y bueno, el gil soy yo”.
Romina Fierro