Ana es militante del Partido por la Victoria del Pueblo, integra la Mesa Permanente contra la Impunidad, así como la Asociación de Ex Pres@s Polític@s del Uruguay (CRYSOL). A su vez, es una de las 28 mujeres que participa del grupo Denuncia con el cometido de acusar los abusos sexuales realizados durante la pasada dictadura militar uruguaya. Esta es su historia.
El 20 de Julio de 1972 un grupo de militares la secuestró de su casa por su vínculo con la Organización Popular Revolucionaria 33 Orientales (OPR33). Allí dejaron montada una ratonera gracias a la cual fueron detenidos al otro día el diariero -se lo mostraron luego de apalearlo-, su madre, una tía, el esposo de ésta y el hijo de ambos. A partir de ese momento Ana, con 20 años de edad, estuvo desaparecida por nueve meses y presa por seis largos años.
Primero la llevaron al 4º de Caballería, luego al 9º, después a la Escuela de Armas y Servicios y por último al Penal de Punta de Rieles: en el medio tuvo una larga estadía en el Hospital Militar debido a un tratamiento que le aplicaron porque supuestamente padecía el Mal de Koch o Pot (tuberculosis en los huesos), enfermedad diagnosticada por el médico Nelson Marabotto pero que en realidad nunca tuvo. Una de las secuelas de dicho tratamiento fue una polineuritis medicamentosa con la cual convive hasta el día de hoy.
Ana acudió desde un principio al llamado que se hizo para denunciar la violencia sexual que sufrió durante el terrorismo de Estado. Tiene la fuerte convicción de que es hora de que se conozcan las atrocidades que vivieron. “Denunciamos por un compromiso moral. Yo no quiero que ésto vuelva a pasar, hay gente que vive en el limbo y no tiene ni idea de que todo ésto sucedió. También pensamos en las mujeres que siguen siendo violadas en todos los ámbitos sociales. Pretendemos que estos delitos no se sigan callando”. Mientras abraza a su nieto de tres años me mira y dice: “Pensando en ellos también, que nunca les vaya a pasar lo que vivimos nosotros”.
Violencia sexual: herramienta para torturar
El grupo denuncia que la violencia sexual fue aplicada sistemáticamente a mujeres y hombres durante todo el proceso de dictadura. La utilizaron como una herramienta para “denigrar y destruir al ser humano”.
A Ana le cuesta mucho decirme que la violaron, que fue en tres oportunidades. Todos podemos pensar que es uno de los hechos más horribles y asqueantes de su vida pero nunca vamos a poder entenderla cabalmente, y ella lo sabe. Así lo escribió en el texto de su denuncia: “Fui llevada por el Sargento Gómez a dialogar con (Gilberto) Vázquez. (…) Comenzó a tocarme y el terror se apoderó de mi ser entero. Siempre había pensado que si alguna vez estaría expuesta a eso, me defendería, lo patearía, mordería, pero no lo hice, quedé inmóvil. Recuerdo su cara déspota cuando me mandó devolver al calabozo, el tono burlón de Gómez cuando me llevaba. Desde esa noche algo se murió en mí, me sentí sucia, maldije mi género, no lograba entender por qué no me había defendido, era la peor tortura. Dos noches después se repitió la pesadilla, esa vez intenté defenderme, zafarme, le gritaba, pero no logré detenerlo”. (…) “Luego me llevaron al 4º de caballería, careos, plantones y Vázquez nuevamente, me despertaba asco, pero debo reconocer que le temía realmente. Cuando me llevaban rumbo a Punta de Rieles me preguntó socarronamente si se me había pasado el miedo, a lo que yo le contesté: ‘lo peor lo viví aquí hace unos meses’. Se burló de mí y me dijo: ‘No existieron violaciones, fue todo hormonal’. Me sentí muy mal, y me seguí torturando”.
Ana contó que no sólo abusaban de ellas sino que las molestaban: “En el noveno se quedaban nuestras bombachas como trofeo, las colgaban. A veces venían de noche y te levantaban las sábanas mientras dormías”. Lo mismo pasaba cuando las interrogaban, si no hablaban las amenazaban con llevarlas al “cuarto de las papas”. Así le llamaban los torturadores a cualquier cuarto cerrado que les permitiera abusar de sus víctimas.
El Talón de Aquiles
Los militares estudiaron para torturar, estaban preparados para ello. Sabían lo que le dolía más a cada uno, tanto en el plano físico como psíquico. El punto débil de Ana era la maternidad. Un año antes de caer presa falleció su primera hija con pocos años de vida. Se llamaba Daniela. Gilberto Vázquez se aprovechó de este hecho traumático, la amenazaba con llevarla al cementerio donde estaba enterrada su hija y abrirle el cajón, para lograr que hablara.
Usaban la maternidad en su contra todo el tiempo, tan es así que cuando se enfermó los médicos le dijeron que iba a quedar estéril. “Yo quería morirme, y algo les creí porque había leído sobre la enfermedad y sabía que era posible. Eran macabros”.
Una vez liberada, como la mayoría de los ex presos políticos, Ana siguió ligada a la represión. Quedó en libertad vigilada y debía firmar todas las semanas para comprobar su presencia en el país. El día en que debía dar a luz a su cuarta hija tenía programada una cesárea a las 16 horas. “Fui a la una a firmar y pensé que a las tres ya podía irme para el Casmu. ¿Puedes creer que me tuvieron de plantón hasta las cuatro? Estaba con mi hijo mayor que en ese momento era chico y estaba insoportable y se hizo pichí encima porque no podíamos ir al baño. Cuando vino el teniente le dije: ustedes son locos. Me dejaron ir. Cuando llego al sanatorio mi marido y la doctora estaban en un ataque”.
Para quienes luchaban contra la “subversión” que un militante fuera mujer era un “doble pecado”, lo cual se lo hacían sentir permanentemente a las presas. “Para ellos te habías rebelado frente a las leyes de la sociedad, en las cuales las mujeres están para tener hijos y cocinar. Nosotras habíamos optado por otra cosa. Nos decían: vos te lo buscaste, o te hacían sentir que te habían usado, a mí me lo decían permanentemente”, contó Ana.
Después del infierno…
El abuso, la represión y el maltrato dejaron secuelas físicas y psíquicas en las víctimas. Si bien Ana ha hecho terapia, 30 años después de lo sucedido no ha logrado abrirse, dejar de sentir culpa, inclusive llorar. “Me han pasado cosas horribles, se murieron mis padres, mi hijo tuvo un accidente espantoso y alguna lágrima se dispara pero no lloro”. Tampoco le contó a su familia cómo fue abusada. Ella piensa que sus hijos lo saben, pero nunca se lo preguntaron. “Nunca lo pude hablar con ninguna de mis dos parejas. Lo intenté muchas veces y no pude. Y con mi segundo esposo, que estuvo preso, hablábamos de la tortura física, pero de esto otro no. En un momento mi marido me llegó a decir: la guerrillera mató a la ternura. Porque yo me trababa, había una parte de mí que no quería saber nada con tener relaciones, me acordaba de Gilberto Vázquez y chau. Recién se lo pude contar a una psicóloga por primera vez en el 2009”.
“Lo que me pasó lo viví durante toda mi existencia como una culpa”. Ana, como la mayoría de las víctimas de violación, se reprocha el no haber tenido fuerzas suficientes como para defenderse. Durante los años de cárcel junto a sus compañeras, nunca lo contó. La estigmatización y el pudor con respecto a lo sucedido les impedía hablarlo. Las ganas de salir adelante y el no aferrarse al pasado también jugaron un rol importante. “Hoy me doy cuenta, gracias a la terapia, que yo no podía hacer nada en ese momento; de todas maneras hay una parte que no quiero dejar salir y todavía me hace sentir mal. Es como que lo guardé, lo cerré con mil llaves y las tiré”. Ana asegura que la culpa persiste hasta el día de hoy.
La denuncia
Con la Ley de Caducidad todavía vigente y la discusión de la prescriptibilidad de los delitos realizados durante la dictadura, muchas mujeres que tenían planeado denunciar dejaron el grupo por miedo a que sus esfuerzos y la exposición que iban a sufrir no sirvan de nada. Ana confirmó que temen ser revictimizadas una vez presentada la denuncia. “Nuestra expectativa es que sirva. La única batalla que se pierde es la que no se lucha. Además, ¿Qué ejemplo le dejamos a las nuevas generaciones sino peleamos por esto? No es justo”. También dejó en claro que si son llamadas a careos, lo van a evaluar, son conscientes de que puede pasar pero no quieren enfrentarse a eso. “A veces pienso que si lo veo (Gilberto Vázquez) lo golpeo por todos los años que me hizo sentir que una parte de mi era sucia. Él está preso pero nunca lo denunciaron por esto. Hay compañeras que les asusta eso, no los quieren ver”.
Es la primera vez que Ana se enfrenta a lo que le sucedió. Quiere gritarlo a los cuatro vientos pero todavía hay miedos que la frenan. Afirma que contarlo es como volver a vivirlo, por eso se vuelve tan difícil, por eso tantas compañeras no quieren ni pueden hablarlo, menos denunciarlo.
Florencia Pagola