Quizás el aspecto más impactante de la denuncia que 28 ex presas políticas realizaron el viernes 28 ante un juez penal es la convicción de que la violación y el abuso sexual fue masivo y sistemático a lo largo de toda la dictadura. La agresión sexual en todas sus formas fue, como las prácticas de tortura, una herramienta para destruir al prisionero, para doblegar la voluntad, para lacerar el cuerpo y el espíritu.

Nunca hasta ahora se había presentado una denuncia colectiva sobre estas prácticas comunes en los centros clandestinos de detención. Ya no es posible argumentar -como en su momento se dijo de los asesinatos y las desapariciones forzadas- que se trató de un exceso puntual, de un episodio aislado. El informe elaborado por Sala de Redacción, los testimonios de las víctimas, las opiniones de psicológos, revelan el horror y la degradación de este costado todavía no asumido del terrorismo de Estado.

 

HAY QUE DENUNCIAR


Jorge Silveira

Manuel Cordero


Gilberto Vázquez

José Gavazzo

 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
¿Qué haría usted si mañana volviendo a su casa un hombre la mete en un auto y la viola? Probablemente al reunirse con su familia les cuente lo ocurrido y juntos vayan a hacer una denuncia. Seguramente se sentirá  ultrajada, humillada, dolida, impotente, por lo que le acaba de pasar, pero entenderá que realizar la denuncia es la única vía para que el hombre que la atacó pague por lo que hizo y no abuse a otras mujeres.
Ese es un razonamiento lógico al que seguramente muchos adhieran. Es una reacción acorde a las circunstancias. Imagínese ahora que el funcionario que le toma la denuncia es el mismo señor que la violó, y el juez que decidirá en la causa también tiene el mismo rostro de quien la violó. Y todo el sistema legal y político descansa en la moral de quien la violó.
En esas circunstancias puede entenderse que las víctimas de violaciones y abuso sexual durante la dictadura tuvieran miedo de denunciar a sus violadores, que también eran sus torturadores, sus carceleros, sus verdugos.
A 26 años del restablecimiento de la democracia y la liberación de los presos políticos aun hay cosas que no sabemos. Hay personas que siguen impunes por delitos cometidos hace más de treinta años. A partir del coraje de algunas mujeres se explicitan nuevos crímenes.
Son 28 ex presas de la dictadura, de varios sectores políticos, que estuvieran detenidas en diferentes momentos pero que sufrieron lo mismo: violencia sexual, otra cara del plan sistemático que operó en las dictaduras del Cono Sur. Denuncian a militares, policías, médicos y funcionarios del Hospital Militar, más de 150 acusados en total.
Por violencia sexual se entiende la desnudez impuesta, la tortura en los genitales, manoseo constante, amenazas de violación y violaciones consumadas. Según indica la denuncia presentada “la violación sistemática de los derechos humanos de las detenidas, con particular énfasis en su condición de mujeres, se traduce indudablemente en violencia de género ejercida por agentes del Estado sin que las detenidas pudieran recurrir a ningún tipo de autoridad en su defensa”.
Es triste decir que las violaciones no eran lo más grave, en el afán de destrucción de los detenidos y de los grupos sociales y políticos; las torturas sexuales se realizaban cumpliendo un plan minuciosamente elaborado, general y sistemático. Seguramente en el desarrollo de esa estrategia, los torturadores contaban con que frecuentemente las víctimas de violación no hablan de lo que les pasó, por vergüenza, por culpa, una culpa que instalan los mismos violadores.
Los abogados apelan en el escrito ―presentado el viernes 28 de octubre― a la jurisprudencia internacional y a los tratados multilaterales que nuestro país ha adoptado, acerca de los crímenes de lesa humanidad y en particular al fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Gelman, que insta al Estado a “investigar, perseguir y juzgar a los responsables (…) sin impedimento de ninguna ley de caducidad, prescripción, amnistía o institutos análogos”.
Es difícil de entender que una persona guarde durante tanto tiempo un secreto, amparando de esa manera al autor de un delito. Muchas de las víctimas no pudieron hablar ni siquiera con sus familias de lo que debieron padecer estando detenidas. Parece que como sociedad tampoco queremos saber qué pasó; ocasionalmente hemos oído de algún caso, un trascendido, algún comentario, alguna crónica, pero no nos ofrecemos para compartir la carga de la mochila. ¿Cuál sería el argumento para que un violador esté impune? Un pueblo sin memoria está condenado a repetir su pasado y la única manera de dar vuelta la página en algunas cuestiones es a través de la justicia.
Las consecuencias de lo que vivieron algunas mujeres prisioneras décadas atrás se pueden ver hasta el día de hoy. Muchas vieron afectada su vida sexual, su vida íntima, la culpa les generó depresión. Los abogados exigen que “la respuesta a las víctimas también debe darse desde la clase política mediante políticas públicas que garanticen la no repetición de estos hechos, de lo contrario el riesgo será que la violencia contra las mujeres se perpetúe”.
En el camino hacia la justicia el primer paso es la denuncia. El grupo de denunciantes ha pasado por un largo proceso de elaboración antes de poder acercarse al juzgado. Al hablar con ellas se podría decir que aun les cuesta nombrar lo que sufrieron, y que les sería muy difícil tener en frente a sus victimarios. Es comprensible que no quieran tener cerca a quienes les generaron tanto dolor. Pero entienden que es necesario, para que la justicia pueda ejercerse,  acusar claramente y citar los hechos con el mayor detalle posible.
Las violaciones y la violencia sexual en general se considera delito de lesa humanidad en tanto es un “delito cometido en masa contra la población civil, por agentes de Estado y amparados por dicho poder. Se dirigían a la intimidación de grupos identificados por ideas políticas y su comisión ofende gravemente a la humanidad en su conjunto”.
Puede que al llegar tan tarde no sea justicia, pero hay que ir sentando precedentes. Hay que denunciar.
Lucía Pedreira

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