Foto tomada de redes sociales de grupos que reclaman mayor seguridad en la Ciudad de la Costa.

Durante el último mes y medio los vecinos de la costa de Canelones han cortado la ruta Interbalnearia en varias oportunidades para reclamar medidas represivas contra el delito. La situación deja al descubierto un problema complejo, en el que se vislumbra la incidencia de varios factores, entre ellos las carencias de políticas de educación, salud y planificación urbana.
El Ministerio del Interior aporta en estos días cifras que muestran que no se ha reducido la inseguridad, como se había propuesto; en 2016 y 2017 los delitos tendían a la baja pero todo parece indicar que en 2018 esa tendencia se revirtió.
En la costa de Canelones el tema ha estado muy presente desde el 29 de mayo, cuando en un intento de rapiña fue asesinada una mujer, Claudia Ferreira, tras salir de la estación de servicio en la que trabajaba, en Pinamar, en el kilómetro 36.300 de la ruta Interbalnearia, entre Neptunia y Salinas. De acuerdo a la investigación de la Fiscalía, dos personas que viajaban en una moto, un muchacho, que manejaba, y una que iba adolescente sentada en el asiento de atrás armada con un cuchillo, le exigieron la cartera, pero como ella se demoró o se negó a hacerlo -no está claro-, la chica la apuñaló. La ambulancia demoró en llegar. La mujer se desangró en el lugar. La cartera quedó junto a ella; no se la llevaron.
Al día siguiente unos 300 vecinos cortaron la ruta; pidieron más seguridad para el barrio y que se hiciera justicia.
En la zona ha ido en aumento la sensación de inseguridad y se han formado grupos de vecinos que cuidan, alertan y piensan distintos modos de defenderse de arrebatos, rapiñas, robos en casas en ausencia de sus moradores, o con ellos presentes. La seguridad es una conversación ineludible y motivo habitual de reuniones.
El municipio de Salinas abarca una serie de localidades, desde el Country Villa Juana -antes del Peaje- hasta El Fortín de Santa Rosa, y por el norte hasta La Montañesa; tiene 30.000 habitantes. En la zona se han asentado nuevos moradores, muchos de ellos son ocupantes de terrenos que han sido abandonados por sus dueños o por las empresas que los vendían; entre 2005 y 2015 fueron ocupados 700 terrenos. El abandono de los terrenos se da, en parte, porque nuevas reglamentaciones obligan a los propietarios a pagar las contribuciones atrasadas de todas las propiedades que están a su nombre para poder venderlas. Por esta razón muchos propietarios que poseen grandes cantidades de lotes, tienen dificultades para regularizar la situación e impedir los asentamientos. Para los ocupantes es una solución: salen de Montevideo, asediados por los altos alquileres, y encuentran la posibilidad de tener una vivienda que levantan con sus propias manos y en base a su esfuerzo personal. Pero no es tan fácil: en 2005 comenzaron los desalojos. El juez Marcos Seijas, responsable del Juzgado Letrado de Primera Instancia de Atlántida, intervino en varios casos y procesó a nueve personas por ocupar; varios de ellos llevaban más de diez años viviendo en el barrio y nunca habían tenido problemas legales.
Las ocupaciones han fundado varios barrios nuevos y algunos cuentan con formas autogestionarias de organización. Hay dos escuelas comunitarias, organizadas por madres y padres, con apoyo de los vecinos. En muchos casos han logrado mayores condiciones de seguridad, tras conversar con los dueños de las bocas de pasta base, a los que advierten sobre los cuidados del barrio; en un caso extremo, se incendió una casa, cuando sus habitantes no estaban, para cerrar la boca que allí funcionaba. Las denuncias, dicen, no funcionan, porque a quienes cometieron delitos “los sueltan enseguida”, o hacen caso omiso. La comisaría de referencia es la de Salinas, pero entre los vecinos corre un rumor que advierte que los problemas de corrupción continúan. Hay testimonios que acusan a policías de fumar y charlar con los dueños de las bocas; otros hablan del uso de autos requisados como transportes particulares y hasta circula, como chiste, la espontánea confesión de algún agente que dice encontrarse “duro”. Estas y otras son las perlas que se suman al collar. Estas prácticas contrastan con el sorprendente trato policial y judicial que recibió en 2015 el cultivador legal de cannabis Guillermo Amándola, cuando en un allanamiento en su casa le destruyeron injustificadamente sus plantas, lo golpearon y le dejaron sin documentos.

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Las bocas mantienen un sistema de delivery en el peaje, a través de motos sin caños de escape que truenan durante toda la noche. Tierra de nadie, dicen. Es habitual en los grupos de whatsapp la conversación sobre hurtos, a veces menores y otras veces no tanto. Bicicletas, garrafas, electrodomésticos, alimentos, computadoras, instrumentos musicales y objetos que se pueden transar en la boca para conseguir una dosis, suelen ser robados día a día. Se pueden ver a veces yendo y viniendo los “zombis”, como denominan a los adictos, a los que se los distingue por su ropa -muchas veces sucia-, su extrema delgadez, y porque a veces van descalzos, aunque sea invierno. Alguna vecina indignada y cansada por la cantidad de robos perpetrados a su casa se ha ido hasta la boca a pedir que le devuelvan lo robado, y hasta lo ha conseguido. En algunas bocas se están criando niños, a veces hay adolescentes trabajando o consumiendo. Hay mujeres y los vecinos, alguna vez, han denunciado violencia de género. Los dueños de las bocas andan prolijos en sus motos, bien vestidos, cultivan la estética del narco, visible en cadenas doradas y ropa de marca. El jefe del barrio es conocido, lo pararon los vecinos una vez, hace muchos años; le hablaron y achicó, pero no desistió y ahora -todo el mundo lo sabe- regentea todas las bocas del barrio chico, que son cuatro, y funcionan coordinadas reduciendo y transando.
Las mujeres, a veces muy jóvenes, van caminando a llevar a los niños a la escuela, pueden ser 20 cuadras o más, hasta 80 por día que recorren para llevar y traer los niños a la escuela. A veces empujan un cochecito, porque además hay niños más pequeños que todavía no caminan.
Los vecinos se enojan, las bocas del barrio prosperan a costa de los “pastosos” que deambulan rastrillando a su paso lo que encuentran más o menos accesible. A algunos los agarran de punto, por lo general a los que no están armados y por eso no salen a tirar al aire, como otros, cuando sienten que los perros ladran o cuando escuchan ruidos en la mitad de la noche.

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En los grupos de whatsapp crecen las voces que reclaman mano dura y se organizan para patrullar; circulan videos de arrestos ciudadanos o golpizas dadas a presuntos delincuentes. Algunos, directamente, llaman a hacer justicia por mano propia. En el mes de marzo un vecino que había construido un muelle sobre el Arroyo Pando intentó echar a tres hombres que habían salido en un bote a dar una vuelta por el arroyo y se habían detenido un rato en el muelle, en el que ataron el bote. El vecino, un hombre mayor y retirado militar, consideraba que el muelle era de su propiedad pero que no lo es, porque que la franja costera es de uso público; al hombre lo habían robado hacía poco e intentó amedrentar a los transeúntes disparando al aire, pero uno de los paseantes, Gonzalo Vargas, empresario, decidió acercarse a conversar; recibió dos disparos y fue internado en estado grave. El vecino está en prisión preventiva, mientras se resuelve su caso.
Cortan la ruta
Los ánimos están alterados y algunos tratan de juntar firmas para el proyecto del senador Jorge Larrañaga de sacar militares a la calle a controlar la delincuencia. Otros van por el camino institucional y le entregaron un petitorio al alcalde Óscar Montero, quien se comprometió a hacérselo llegar a las autoridades. Algunos cuestionaron esa decisión e insistieron en seguir cortando la ruta y no esperar a las reuniones con las autoridades. No daban tiempo, discutían la legitimidad de los voceros, su lealtad. Consideraban que hablar con las autoridades era politizar la causa, pero pedir más represión, no. Cortaron nuevamente la ruta y se reunieron en asambleas cada vez menos numerosas, hasta llegar a acuerdos con las autoridades: más policías, más operativos, más Guardia Republicana, más control de las motos. Sienten alivio cuando los helicópteros de la Policía sobrevuelan los barrios. Obviamente, los robos no se detienen. Todos los días circulan en cada barrio relatos de rejas destrozadas, perros envenenados, hurtos, rapiñas. Pero se ha escuchado el reclamo por mayor seguridad; el de la ambulancia y la trabajadora social, veremos.
El 19 de junio la fiscal Darviña Viera formalizó la investigación a dos personas por el crimen de Claudia Ferreira, la cajera de la estación de servicio de Pinamar. La chica tiene 17 años; el muchacho que manejaba la moto, 23.
Los ánimos bajan por unos días. Los vecinos comentan que el acusado se crió entre 11 hermanos en “una familia que robaba”. Vidas muy difíciles. La fiscal dispuso que la muchacha sea internada en el Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente. Entonces los vecinos cambian el tono y comienzan a pensar en las posibilidades de reeducación y reinserción social de los “muchachos”. Con más o menos enojo, se preguntan si es posible recuperar a personas así. Van cediendo los comentarios de odio y aparecen los de los docentes que cuentan sus experiencias educativas en contextos difíciles, y los padres bien criados y buenos criadores que recomiendan disciplina y valores.
¿Deja vu?
Puede ser que este proceso judicial lo lleve adelante el juez Marcos Seijas, el mismo que absolvió a la persona que la fiscal Daviña formalizó como el asesino del cobrador de San Luis pero Seijas entendió que faltaban pruebas. El ministro del Interior, Eduardo Bonomi, acusó públicamente a Seijas, quien al día siguiente publicó en su cuenta de Twitter que “La independencia de los jueces es un atributo personal” y citó juristas para fundamentar su posición. Seis meses después el acusado asesinó a otra persona.

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En la zona hay cinco escuelas, dos de reciente construcción, que se hallan superpobladas. Todas esas escuelas llenan de adolescentes un solo liceo de Ciclo Básico, el Salinas 1. No hay UTU en el municipio y los que eligen esa formación tienen que encontrar lugar en Atlántida, a 20 kilómetros; esa UTU también está superpoblada y colapsada por problemas edilicios, y hay un nuevo local en construcción. También hay un programa piloto de UTU en sexto de escuela en Salinas Norte, pero es un programa piloto que abarca sólo 60 estudiantes de sexto año. Los centros CAIF y el club de niños que hay en Marindia están saturados.
Los servicios socioeducativos para jóvenes que dejan de asistir a sus centros de estudio, ya sea la UTU o el liceo, son escasos en la zona, y en el Municipio de Salinas, simplemente, no existen. Si, como piensan algunos expertos, el problema es el acceso a bienes materiales y simbólicos, hay que contrarrestar los fuertes procesos de exclusión que están operando. Con la policía solamente, está claro que no alcanza.
Para el sábado 7, como parte del grupo Ciudades Unidas, que coordina a varias ciudades de Canelones, los vecinos habían programado un nuevo corte de ruta en reclamo por mayor seguridad; las fuertes lluvias los desestimularon, pero la idea sigue rondando.
Marisol Cavada
 

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