Gabriel Reyes fue criado en una familia católica y, desde joven, sintió que quería seguir un camino “más noble e importante” que el que las opciones convencionales de vida ofrecían. Indeciso, decidió hacer un test de orientación profesional que señaló indicios de una posible vocación sacerdotal.
—En ese momento yo estaba enfocado en otras cosas, salía con chicas y tenía una vida social muy activa, entonces quedó descartada la posibilidad—, cuenta Gabriel a Sala de Redacción.
Con una carrera universitaria en curso y satisfecho con su desempeño profesional, comenzó una relación y pronto tuvo preparativos de casamiento en marcha. Sin embargo, con mucho tiempo para pensar mientras trabajaba en el campo, comenzó a reflexionar sobre las decisiones de su vida. En aquel entonces, además, había iniciado un proceso de dirección espiritual con un sacerdote que lo llevó a replantearse su camino.
—Me di cuenta que había algo que me importaba mucho más y que siempre había estado en mi interior. Empecé a considerar seriamente la posibilidad de ser sacerdote—, rememora Gabriel sobre la decisión de entregarse absolutamente a su relación con Dios y a su servicio hacia los demás. Pero con el tiempo, su vocación sacerdotal empezó a deteriorarse, afectada por disconformidades, distracciones y omisiones. Mientras que su vida afectiva, especialmente marcada por una relación con una joven y el anuncio de un hijo en camino, cobró protagonismo. —En el instante en que me enteré de la noticia dejé el ministerio sacerdotal y asumí las responsabilidades de mi acto—, confiesa Gabriel.
Recuerda que cuando obtuvo la dispensa sacerdotal (proceso administrativo y canónico mediante el cual un sacerdote queda exento de la obligación del celibato) fue el día más feliz de su vida porque pudo incorporar, junto con su familia, lo que para él significa vivir en la fe, asistir a misa, recibir a Jesús en la Eucaristía y pedir perdón por sus pecados. Hoy es padre, esposo y abuelo, y se siente en paz consigo mismo. Aún así, está convencido de que su verdadera vocación era el sacerdocio.
Crisis de fe
En Uruguay hay aproximadamente 350 sacerdotes activos, incluyendo congregaciones religiosas como los salesianos, franciscanos y jesuitas, que atienden en un total de 237 parroquias y 920 capillas, según datos de este año de la Guía Eclesiástica de la Conferencia Episcopal publicados por El País.
Sebastián Alcorta, sacerdote y miembro del equipo de formadores del Seminario Mayor Interdiocesano Cristo Rey, cuenta a Sala de Redacción que aunque el edificio tiene espacio para ochenta seminaristas, actualmente hospeda a tan solo catorce, y que en 2024 no ingresó ninguno nuevo.
La formación para ser sacerdote tiene una duración mínima de siete años. El primero es introductorio, le sigue el “discipulado”, que abarca dos años de filosofía y un proceso de “configuración con el corazón de Cristo”, y luego los seminaristas cursan cuatro años de teología. Asimismo, la formación no se reduce a un aspecto intelectual, sino que incluye trabajar en la relación personal, la sanación de heridas y, finalmente, la obtención del “sí” por parte de la Iglesia, aclara Alcorta. Hoy en día, la formación “se toma muy en serio” y por ende, hay varios jóvenes que se quedan por el camino. “No quiere decir que antes se hacía mal, pero si no habían grandes escándalos llegabas”, declara el sacerdote y agrega que “quizás hoy llegan menos, pero de mejor calidad” para poder entregarse y servir amorosamente a su comunidad. Pese a esto, Alcorta destaca el papel creciente de los diáconos, hombres casados que aunque no pueden celebrar misas ni confesar sirven a la comunidad escuchando, rezando y animando.
Para Nicolás Iglesias, licenciado en Trabajo Social y especialista en historia política y religión, esta falta de aspirantes al sacerdocio en nuestro país se debe a varios factores. Principalmente, la práctica religiosa ha disminuido por una pérdida de credibilidad general hacia la Iglesia Católica, explica a SdR. Hace muchos años el sacerdocio tenía un reconocimiento importante en la sociedad que, unido a las escasas posibilidades de estudio existentes en algunas familias, representaba una salida laboral popular junto a las carreras militares. Además, Iglesias puntualiza que la crisis actual del modelo institucional de la Iglesia tradicional no afecta solo al catolicismo, sino también al protestantismo histórico.
La vida sacerdotal desde nuestra perspectiva moderna impone una estructura de vida muy rígida, en donde los desafíos vinculados a la sexualidad y el celibato se imponen como importantes obstáculos, dice Iglesias. Desde el momento en que alguien elige el sacerdocio, su vida queda completamente dedicada al servicio de la institución. Alcorta, por su parte, señala que los jóvenes tienen dificultades para comprometerse a largo plazo y que, incluso reconociendo un llamado de Dios al sacerdocio, les resulta difícil dar el “sí”.
“Los cristianos creemos que Dios llama a cada persona a una vocación concreta y que ese llamado es constante”, indica Alcorta. Sin embargo, para él hay una crisis de respuesta influenciada por los factores referidos por Iglesias y por la falta de entusiasmo, alegría y actitud percibida en algunos sacerdotes. “Como sacerdote joven vivo de manera diferente mi pasión por Jesucristo, quizás de una forma más enfocada en el Evangelio, en comparación con un sacerdote de mayor edad que creció en una Iglesia más preocupada por otros asuntos”, reflexiona.
Según Alcorta, la Iglesia Católica es consciente del descenso de fieles que ha padecido en las últimas décadas. Naturalmente, al haber menos católicos, hay menos aspirantes a sacerdotes. En el futuro será difícil contar con un sacerdote para cada parroquia, por lo que cada uno deberá encargarse de varias. Y los laicos, que constituyen la mayoría de la Iglesia, deberán asumir más responsabilidades, como liderar grupos y actividades bíblicas y teológicas.
En este contexto, la comunidad de fieles realiza acciones concretas que buscan profundizar la conciencia vocacional religiosa en los jóvenes. A nivel más práctico y a corto plazo, organizan talleres vocacionales, adoraciones eucarísticas, y momentos de testimonios, donde sacerdotes o seminaristas comparten cómo descubrieron su vocación y superaron obstáculos. Además, realizan misiones y campamentos de servicio. “La idea no es forzar a nadie, sino generar las condiciones para que cada uno descubra a qué los llama Dios”, concluye Alcorta.