Mae West en Belle of the nineties (1934)

Hace unos años, durante uno de esos viajes de fin de semana que se hacían a Buenos Aires -aprovechando que el cambio nos favorecía- el insomnio me visitó por la madrugada. Prendo la televisión, hago zapping. Hago mucho zapping. Dejo el Canal 7. Hay una película en blanco y negro que cuenta la historia de una muchacha que era prostituida por su padre desde muy chica y usaba el sexo como arma para avanzar socialmente. Se hablaba libremente de falta de escrúpulos, alcohol y violencia. “¡Pero esta película parece de 1930!”, pensaba yo. No entendí. Era la imagen y estética del cine de esos años, pero con un guión y temas inhabituales en esos tiempos. Parecía una película actual. Atribuí la confusión a ese estado de somnolencia que trastoca la realidad; el sueño me ganó y me dormí. Durante mucho tiempo tuve esa “espinita” de no saber qué película era y de lo antagónico que era su argumento para el momento histórico. Pequé de ignorante, la película era Baby Face (1933),  y el film es considerado de los mayores exponentes de la era pre-code: una época en que el cine mainstream trataba abierta y casi exclusivamente temas sórdidos.
Esos locos años 20. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se había convertido oficialmente en la mayor potencia mundial. Hollywood era percibida como la meca de la inmoralidad y el pecado, por escándalos suscitados desde los felices años 20.  La década del Jazz significó un gran cambio social. La liberación sexual femenina tenía a las flappers como insignia: mujeres que votaban, fumaban y bebían en público. Maldecían, conducían autos y hasta usaban métodos anticonceptivos.  La bonanza económica generó un estado de despreocupación, fiesta y excesos continuos, que finalizaría abruptamente con el crack de la bolsa de Wall Street. La década de 1930 estaría signada por el New Deal y las políticas económicas austeras, reflejadas en  la abatida población norteamericana.
La crisis dañó la industria. A su vez, el nuevo cine sonoro daba sus primeros pasos con El cantante de Jazz (1927). Ir a ver películas era una de las formas de escape de la población durante la Gran Depresión. Los ejecutivos de los grandes estudios vieron redituable el negocio de llevara la gran pantalla historias de contenido adulto, con mujeres fuertes del bajo mundo como protagonistas. Acompañadas por condimentos como estupefacientes, desnudos, homosexualidad, relaciones interraciales y gangsters. Esto respondía a la realidad de un país sumido en la decadencia y desencanto generalizado: la gente pasaba hambre, las mujeres obligadas a prostituirse, la Ley Seca, y el descreimiento del sistema político. La censura no dejaba de respirarles en la nuca a los estudios de cine, que hacían caso omiso, enfrascados en la vorágine de facturar millones.
Inmoralidad en celuloide. Se llama era pre-code al período comprendido entre 1930 y 1934. Eran moneda común para los grandes estudios películas como la ya mencionada Baby face, El ángel azul (1930) con Marlene Dietrich mostrando los muslos. En La divorciada (1930), Norma Shearer interpreta a una mujer que descubre que su marido le es infiel, entonces tiene relaciones con hombres fuera del matrimonio sin culpa alguna. Nacían también los films de gangsters, como El enemigo público (1931), -donde en medio del desayuno, el mafioso interpretado por James Cagney le tira un pomelo en la cara a su novia- o Scarface (1932), inspirada en la vida de Al Capone, que en 1983 sería inmortalizada en la adaptación de Brian de Palma con Al Pacino como Tony Montana.
Un apartado destacado merece la actriz Mae West. Además de ser la guionista de sus films, como Lady Lou. Nacida para pecar (1933) o No soy un ángel (1933), por ese entonces rondaba los 40 años y era la estrella más taquillera. Irreverente, extremadamente sexual y dueña de un enorme talento para manejar el doble sentido, se enfrentaba constantemente a la censura y los defensores de la moral. Es señalada como quien salvó a la Paramount de la bancarrota, pero también como la principal causa de que la censura fuera cada vez más severa. Dentro de sus frases célebres se cuentan “¿Eso es una pistola en tu bolsillo, o solo estás feliz de verme?”, o “Cuando soy buena, soy buena, pero cuando soy mala, soy mejor”.
Otra de las razones que los especialistas señalan como la gota que derramó el vaso, fue la adaptación al cine de la novela éxito de ventas y con la cual saltó a la fama el escritor William Faulkner en 1931, Santuario. Se la retituló La historia de Temple Drake (1933). En ella, Temple (Miriam Hopkins), una dama sureña despreocupada, es violada y luego obligada a ser la esclava sexual del líder de una pandilla de contrabandistas de alcohol, Trigger. La película contiene una escena de violación, no explícita, pero bastante clara. Mientras Temple se escondía en un granero, Trigger se le acerca amenazante y en un juego de primeros planos, oímos el grito desesperado de ella. La cámara corta. Fundido. Siguiente escena. Aún así la película era una versión lavada de la novela de Faulkner, en la que se describe explícitamente como Temple era violada con una mazorca de maíz.
En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, ¡vístase! La iglesia católica elevaba sus quejas una y otra vez públicamente, nucleándose en la Liga Nacional de Decencia (NLD, sus siglas en inglés), hasta que la presión escaló de tal manera que el gobierno debió tomar cartas en el asunto.

El Código Hays, llamado así por el censor jefe de la época, Will Hays, surgió en 1930 como respuesta a esta situación y empezó a aplicarse severamente en 1934 cuando Joseph Breen, antiguo asistente de Hays, tomó su puesto. El período comprendido aproximadamente en los siete años desde el surgimiento del cine sonoro a 1934 es el llamado pre-code. El Código establecía los lineamientos morales sobre lo que se podía y no podía hacer en las películas. Decía que el cine debía cumplir una única y sana función: entretener. Todo lo demás no hacía otra cosa que degradar la condición humana. Prohibía que se pusiera a la audiencia del lado de lo inmoral, del villano. Esto ocurría en la mayoría de los casos, con gangsters y prostitutas glorificados, ridiculizando todo lo que representara la ley y la pureza. El Código establecía que a través de la película “el bien y el mal nunca debían confundirse y el mal debe ser siempre reconocido como el mal”. Todo lo que “exaltara a las audiencias, levantara pasiones y causara excitación física”, estaba prohibido. Y ni que hablar de Jesús. “El nombre de Jesucristo no será utilizado más que en admiración”. Por décadas no se vería a un hombre y una mujer solos en un cuarto abrazados. Era censura. Abierta y feroz censura.

El después. Luego llegaría la Segunda Guerra Mundial, el Plan Marshall, la Guerra Fría, el movimiento hippie, el american way of life y se relegaría a la mujer a un segundo plano, dedicada a quedarse en la casa, criar hijos y ser sumisa. La “época de oro” de Hollywood llegaba a su fin. En 1968 el Código dejó de tener efecto, y se lo reemplazó por el sistema que conocemos hasta el día de hoy, la calificación por edades, lo cual significó una mayor liberación en cuanto a contenidos. La censura fue perdiendo poder. El nuevo cine estadounidense con películas como Buscando mi destino (1969) o El Graduado (1967), y el cine europeo desafiaban constantemente los límites. Tenían sus propios códigos y maneras de contar historias. Era una sociedad en crisis, con jóvenes, afroamericanos, gays y mujeres reclamando su lugar. El cine, al igual que en la década de 1930 no le daba la espalda a la realidad.

El Código no hizo que las películas se volvieran más insípidas y un instrumento de propaganda moral, sino más ingeniosas a la hora de tratar de disfrazar cualquier elemento que lo violara. La eterna lucha entre cineastas y censores se hizo histórica. A pesar de eso, los temas que se trataban tan abiertamente en la década de 1930 dejaron de estar en el tapete por años, lo cual generó un deterioro en la riqueza de las discusiones sociales y del arte en sí.

Si hoy vemos una película de la era pre-code, su contenido y manera de tratarlo es tan actual que nos hace restregarnos los ojos y pensar dos veces lo que estamos viendo. Las neuronas demoran un poco más de lo común al hacer sinapsis conectando esa imagen con una época.

Era una generalidad no sólo la sexualidad a flor de piel de sus protagonistas femeninas, sino la determinación, fortaleza y autosuficiencia que ellas representaban. The Hunger Games: En llamas (2013) fue la primera película en 4 décadas en ser la más taquillera del año con una protagonista femenina, -independiente, fuerte y decidida- en este caso Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence). Esto no sucedía desde El Exorcista (1973). Y no es algo usual ver modelos fuertes femeninos liderando películas taquilleras. No desde antes de la instauración del Código Hays, cuando las películas protagonizadas por mujeres no eran consideradas películas exclusivas para el público femenino, sino que eran de un atractivo masivo.

La era pre-code nos deja con una máxima que hasta el día de hoy se prueba inquebrantable: la controversia y el sexo venden. Y el cine es un reflejo de la sociedad que tenemos. O en su defecto, de la que se quiere que tengamos.

Rocío Castillo

 

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