“¿Al fin, qué vale un nombre? Aquello que llamamos rosa olería igual de hermoso con un nombre diverso”, decía William Shakespeare en Romeo y Julieta. ¿De qué vale un nombre si miles de mujeres pasaron por lo mismo? ¿Necesitamos el nombre de alguien para acreditar lo que dice? ¿Y las mujeres que perdieron su voz y hoy no pueden denunciar? Porque de eso se trata: la recuperación de la voz para amplificar una historia de infamias.
Una mujer ―y muchas otras― fue detenida con violencia en un bar una noche de invierno del año 1972. Los particulares que la detuvieron la pusieron contra la pared con brazos y piernas abiertas y la palparon manoseándola en todo el cuerpo. Esta mujer ―y muchas otras― fue encapuchada, esposada con alambres, insultada, amenazada, maltratada, manoseada por todas partes. Todo esto sin una palabra de explicación.
Al llegar a un cuartel un hombre interrogó a esta mujer ―y a muchas otras― diciéndole que si no respondía sería torturada. Después de un rato de plantón la llevaron a un lugar al aire libre donde la obligaron a desnudarse y, encapuchada, la toquetearon. Además de la humillación que implicaba su desnudez, sin saber siquiera frente a cuántos hombres estaba, tiritaba mucho frío. En esas condiciones de vulnerabilidad física y emocional le aplicaron el submarino, sumergiendo su cabeza en agua fría. Cuando parecía que iba a morir la sacaban del agua y repetían preguntas y repetían torturas, insultos, amenazas.
Mal vestida, a la intemperie esta mujer ―y muchas otras― padeció horas de plantón, sin comer, sin ir al baño, con una venda en los ojos. Cuando la llevaban al baño el milico se quedaba mirándola, hacía chistes y comentarios obscenos, siempre degradándola en su condición de mujer y de ser humano.
Una familia ―y muchas otras― pasó semanas sin tener noticias de esta mujer; las autoridades no informaban de las personas detenidas, permanecían “desaparecidas”. La desaparición forzada es otro de los delitos padecidos por esta mujer ―y muchas otras―.
Washington Varela era comandante del cuartel del 5º de Artillería pero allí también torturó, a cara descubierta, el entonces capitán Manuel Cordero. que contaba además con un auditorio de oficiales que participaban de las sesiones de tortura, o las disfrutaban. El tratamiento que recibieron las presas políticas durante la dictadura fue diferencial. Además de la tortura, que también recibían los hombres, las mujeres sufrieron violencia sexual. Eran un objeto especial para los torturadores.
Otra de las torturas psicológicas que sufrió esta mujer ― y muchas otras― consistía en tener que ver cómo Cordero violaba todas las noches a una de las presas que permanecía en Enfermería; ella fue obligada a practicar sexo oral. La violencia sexual en el marco de una relación de poder abusiva como era la que tenían víctimas y represores incluye muchas cosas; la violación puede parecer la más grave, pero lo más grave era que había un plan. Los torturadores analizaban a sus víctimas a fin de conocer sus debilidades y no usaban con todas las mismas tácticas y estrategias. La violencia sexual ejercida desde la desnudez forzada, el abuso, la violación, iban calando en la psiquis de las presas políticas que cada vez se hacían más vulnerables.
La relativa estabilidad se rompe nuevamente. Esta mujer ― y muchas otras― fue trasladada a otro cuartel, el 9º de Caballería, adonde llegaron en setiembre de 1972 todas las presas detenidas en diferentes cuarteles del país. Aunque fuera increíble, la situación empeoró. Además de las torturas, las condiciones de higiene y de alimentación eran pésimas y vivían hacinadas. Enferma, esta mujer ―y muchas otras― fue llevada al Hospital Militar donde además de atenderla pésimamente fue violentada nuevamente en su condición de mujer: observaban su desnudez supuestos estudiantes de medicina.
Estando en el 9º de Caballería recibe nuevos tipos de tortura psicológica: la trasladan a Jefatura para que reciba una visita que nunca llega. No es desinterés de sus familiares, es que las autoridades no le avisaron a su familia que la podían visitar. Por las noches uno de los tenientes pasaba junto a las camas y las destapaba para mirarlas.
En el verano de 1973 llevan a esta mujer ― y a muchas otras― al penal de Punta de Rieles donde continúa el plan de destrucción física, psíquica y emocional. Debían pasar 22 horas al día encerradas en celdas tapiadas, había dos baños para 48 presas, no les permitían ir al baño y cuando lo hacían se las quedaban mirando. La comida a veces estaba podrida y no recibían atención cuando se enfermaban. Debían hacer trabajos forzados aun estando enfermas. En la noche, los guardias las despertaban haciendo ruido en los barrotes o iluminándoles la cara con linternas. Vivían en estado de permanente alerta, lo que también aportaba al deterioro de sus cuerpos y cabezas.
Decir que en Punta de Rieles los militares no torturaban sería una mentira. No practicaban “apremios físicos”, no picaneban, no violaban, pero estuvo muy presente la tortura psicológica y la violencia sexual. Seguían desestabilizando a las detenidas mediante sanciones arbitrarias e injustas, no les permitían recibir visitas, les quitaban las cartas y paquetes que les enviaba su familia, las mantenían incomunicadas, de pie todo el día. Les generaban una inestabilidad propia de un clima de guerra, recibían órdenes contradictorias. En las requisas les robaban o rompían sus pocas pertenencias. Todo lo hacían con vigilancia de personas armadas que las apuntaban constantemente. Y finalmente debieron volver a sufrir tortura, una doctora autorizaba la salida del penal de Punta de Rieles y las detenidas eran llevadas, casi siempre de a una, a otro lugar para ser interrogadas y torturadas nuevamente. Por momentos, según los acontecimientos políticos de la época, el tratamiento hostil recrudecía y en entonces eran nuevamente obligadas a permanecer desnudas, por largas horas.
Esta mujer ― y muchas otras― está convencida de que el trato recibido en las diferentes dependencias en las que estuvo presa no fue casual, no se trataba de casos aislados. Todas eran prácticas sistemáticas que buscaban la destrucción física, psíquica y emocional de las personas y del grupo humano es lo que convierte a todos esos delitos en crímenes de lesa humanidad.
La preparación de esta denuncia implicó un gran esfuerzo para quienes padecieron estos tormentos hace más de treinta años.
En la medida en que empezaron a hablar de todas estas vivencias vieron que era necesario. casi obligatorio, y fueron sintiendo cada vez más la necesidad de denunciar; pero para poder hacerlo hay que revivir todo lo que pasó; y eso cuesta mucho, “literalmente nos cuesta sangre, sudor y lágrimas”.
Lucia Pedreira

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