El primer paso es transitar el Camino de los Colonos, una calle que conecta la Ruta 1 con la Avenida Gilomen de Nueva Helvecia, y en lugar de seguir para entrar al pueblo, girar a izquierda para entrar al Camino Real, una calle de tierra que desemboca en la localidad vecina de Rosario. Hay que tener cuidado con la tierra del camino, así que es mejor ir despacio hasta llegar a una pequeña entrada; antes eran dos tablas y para pasar se “revoleaba” una pierna por encima, un ejercicio bastante divertido después de hacer varios kilómetros en bicicleta. Sin mucha dificultad puede pasarse la entrada y ahora sólo queda caminar: a la izquierda quedan aún restos de lo que alguna vez fue una casa, a la derecha acompaña a su paso el Río Rosario. Entre el bullicio de un pequeño monte nativo protegido, se erige cansado pero aún fuerte el Molino Quemado.

Quedan retazos del molino, como si aún estuviera derritiéndose por el fuego del incendio de hace casi un siglo y medio, como una alarma permanente de la tragedia de aquella noche de marzo. Las paredes caídas quedan escondidas con la arboleda que lo protege del afuera y de la modernidad. Un estanque sin agua, un estanque de recuerdos. Pareciera que hasta el día de hoy se pudieran escuchar gritos al ver el molino quemarse lenta y deliciosamente ante los ojos del capataz y de su esposa. Sonia Ziegler, una docente de la localidad, en su libro Memorias de mi tierra describió al Molino Quemado como “una mullida alfombra verde sobre la que se elevaba, desafiante, testimonial, aquella especie de castillo encantando que yo veía llegar hasta el cielo”. Ante pares de ojos mundanos, el molino siempre se erige como un castillo de aquellos que encerraban princesas en sus torres, aunque su destino fuera distinto.

Cinco años. Tan solo cinco años duró en pie ese molino disfrazado de castillo. Se construyó entre 1875 y 1876, y era una representación casi innegable del desarrollo de la localidad en aquella época de inicios, un molino harinero que funcionaba a fuerza hidráulica. No se sabe mucho sobre lo que pasó. Hay muchas hipótesis y pocos recursos para conseguir respuestas. Había nacido para ser un ícono turístico, para ocupar un lugar entre los monumentos históricos nacionales. Pero para que pudiera brillar, debía arder. Literalmente.

El predio tiene unas 32 hectáreas de las cuales ocho pertenecen al molino y al monte que lo abraza. El Molino Quemado de Nueva Helvecia fue declarado Monumento Histórico Nacional en 1976. Un grupo de locales, con ímpetu de revivirlo, de reconstruirle, simbólicamente, los ladrillos que le faltan, comenzaron a acercarse para limpiar y actuar como guías turísticos de forma honoraria. Se hacen llamar: los amigos del Molino. En años anteriores habían ocurrido ciertas disputas, pero nunca avanzó de la manera que lo hizo esta vez. El Molino Quemado es un punto turístico de gran importancia para la localidad y la región, y algunos días llegaba a albergar a más de mil personas. En la semana de turismo de este año, calculan que más de 5.000 personas entraron y disfrutaron de esta destrucción arquitectónica. Los desacuerdos se fueron acumulando hasta desembocar en un pastor eléctrico y un alambrado.

No pasó todo de una. Se tuvo que digerir, de a bocados, como el molino se tragó esas historias y más tarde, el monte se tragaría al molino, antes de ser rescatado. Empezó con una denuncia. Un par de integrantes de Los Amigos del Molino denunciaron una tala de árboles alrededor del predio. En el medio está la ley 14.040, que entre tantas otras cosas prohíbe las modificaciones que puedan alterar el monumento. El monte nativo indígena también está protegido por esta ley. Ahí habría empezado el enojo, como diría semanas más tarde Ronald Manzolido, integrante del grupo. Así la dueña del predio -y del molino- y la familia arrendataria le prohibieron la entrada a ellos, a los mismos que en su afán de preservar el lugar cambiaron el alambrado –o los alambres que funcionaban como tal– por una entrada de madera, como el portal de la Avenida José Batlle y Ordóñez. Ya no se “revoleaba la pata” por encima del alambrado. Con el enojo de los arrendatarios y la dueña, los alambres volvieron a cortar el paso, pero ojo con revolear la pata.

—No solo bastó con eso. A los dos o tres días se apostó a más y se colocó un pastor eléctrico, obviamente no querían que pasara —comentó Ronald Manzolido a Sala de Redacción, con un tinte de indignación en la voz—, pero redoblaron la apuesta. A la semana colocaron un cartel que decía: “Prohibido pasar. Propiedad privada”. Ahora sí, la entrada está prohibida para todos.

Si ponemos en orden las fechas, el 8 de agosto la entrada del molino, a la que le habían cambiado el alambrado por un pasaje más cómodo, apareció cerrada por un pastor eléctrico que prohíbe la entrada y, además, es peligroso para cualquiera que se acerque; a los días, entre el 12 y el 13 del mismo mes, se colocó una amenaza en un cartel de cuatro “p”: “Prohibido pasar. Propiedad privada”.

“La dueña sostiene que nunca nos prohibió la entrada. Nosotros tenemos una versión totalmente diferente del arrendatario”, se defendió Ronald.

Ahora ya no está prohibida la entrada solo para Los Amigos del Molino, sino que la prohibición es en general. Aunque alguien prefiriera ignorar el cartel y adentrarse en la alfombra verde de leyendas, el cerco electrificado se las pondría difícil.

Fue un 7 de marzo, dice la historia. 7 de marzo de 1881, para crear ambientación. Ese 7 de marzo de 1881, cinco años después de terminada la construcción del molino, las paredes de ladrillo encontraron su propia muerte. Muerte que, también, lo inmortalizaría. Dicen que también hay un orden de los hechos, pero hay varios universos paralelos que confluyen en estos hechos que difieren entre historias. Hay, en todas ellas, alrededor de cuatro o cinco personajes. En primer lugar, el capataz del molino: Adolfo Kunz. Luego, Elisa Nidegger, su esposa. Tercero y cuarto: sus dos hijos pequeños. Un, quizás, quinto: el supuesto y posible amante de Elisa.

Se subió al caballo. O quizás iba caminando al lado. Se alejó con el caballo del molino. El humo y las cenizas eran atroces, y quizás llevando al caballo a tomar agua del Río Rosario podría evadirlo y limpiarse los pulmones con un poco de aire menos contaminado. El río también sufría los excesos de ceniza que el molino había dejado. El caballo cabeceó y la golpeó sin querer. Elisa cayó al río. Nadie la vio, hasta encontrarla muerta. Unos días después, el 12 de aquel marzo de tragedias, Adolfo Kunz se suicidó.

Podría ser también que Elisa tuviera un amante y que Adolfo lo matara. Podría ser también que la hubiese empujado al río y que se suicidara. Podría tener que ver con el peaje que quería cobrar en el puente y que había causado enormes controversias. Podría ser. Algo fue y no sabemos qué, aunque se cree en la versión de la historia investigada por Omar Moreira: el fuego, el caballo, un cuerpo de mujer flotando en las aguas del río Rosario y el capataz que se suicida.

En medio del revuelo, entre muertes sospechosas a las que se buscaba explicación y un molino que había representado el desarrollo y que ahora estaba consumido por fuego voraz, el comisario del momento, dicen, se llevó a los niños a otro lado. En las escuelas, bajo la sombra de los árboles de los patios, entre las voces chillonas de los niños y los oídos que aman las historias, se cuenta -como en un teléfono descompuesto que se escucha perfectamente bien- que los hijos de los fantasmas fueron tirados al pozo: una nena de 3 años y un bebé de 9 meses. Resurge como una leyenda urbana, una llorona local que le llora a los autos que pasan y pregunta por su madre, a la que no vio ahogarse y no se sabe si cayó, la empujó el caballo o la empujó alguien más.

El liceo de Nueva Helvecia hace lo suyo. Algunas veces en ómnibus, algunas veces en bicicleta, los profesores de 1° año organizaban una tarde en el molino: juegos, historias y meriendas compartidas. Se jugaba entre lo que queda de paredes, atrás del molino entre los árboles del monte nativo. Dividían grupos y pedían a los alumnos crear una obra, un relato, un poema, una canción o un juego que representara al molino y su historia –o alguna de sus historias–. Pero ahora volvió el alambrado y ojo con “revolear la pata”porque está electrificado y al lado hay un cartel que dice: “Prohibido Pasar”.

Chispea. Patea. Detiene. Fue una medida que actúa de acuerdo a un desacuerdo sobre el accionar de quienes lo limpian y lo conservan. El pastor separa la magia del castillo derretido de los oídos que se paran al escuchar sobre la familia que tuvo más tragedia que final; porque tanto el molino como la familia siguen vivos en ese domo protegido por el monte nativo indígena.

La Comisión de las Fuerzas Vivas de Nueva Helvecia mostró su preocupación. En una carta dirigida a la Comisión de Patrimonio Histórico Departamental solicitaron la ayuda para encontrar una solución pronta, con el objetivo final de que los habitantes de la localidad, de localidades vecinas y turistas puedan disfrutar el monumento en su totalidad. Según el presidente de las Fuerzas Vivas, John Silveira, la intendencia dijo que enviará un ingeniero agrimensor para hacer las medidas y comparar los planos que tiene la dueña y los que tiene la intendencia. Lo primero es delimitar el predio: saber qué es y qué no es parte del monumento.

“La solución rápida que parece que se va a encontrar, bah, «rápida», la solución después de que delimiten todo, va a ser poner un horario” para ir a visitarlo, dijo a Sala de Redacción el presidente de las Fuerzas Vivas. Va para largo. No va a ser un proceso rápido y tampoco parece muy ameno. Hasta el momento, el Molino Quemado funcionó sin horarios: se podía entrar y salir a cualquier hora.

En la tarde del jueves 26 de agosto se reunió el Consejo Ejecutivo Honorario de las Obras de Preservación y Reconstrucción de la Antigua Colonia del Sacramento para poner sobre la mesa el asunto del cierre del molino. Marcelo Díaz Buschiazzo, al finalizar la reunión, dialogó con Helvecia, medio local de Nueva Helvecia. El Molino y el monte son propiedad privada y el próximo paso a seguir será acercar a ambas partes y ponerlas bajo la lupa de la ley 14.040.

“Acá lo único que está faltando es interacción de las autoridades”, exige Manzolido por teléfono. Los Amigos del Molino no tienen ningún poder: porque no les corresponde y porque son fuerza civil. Se necesita de la alcaldía, de la intendencia, de la Comisión de Patrimonio, para poder solucionar el problema y esperar, como espera cada ladrillo del monumento escondido, la reapertura del molino.

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