Foto: AFP / MARTIN BUREAU

Un grupo de personas sentadas en círculo leen, comentan e interpretan un texto literario. Las acompaña un coordinador que es quien aporta el texto y estimula su interpretación a través de preguntas. Muchas veces, esto funciona como disparador para la escritura. Esto es, muy a grandes rasgos, un taller literario.
En los últimos años estos talleres han ido creciendo en número y diversidad en nuestro país, al punto que se considera que hay un auge de los mismos. Sin embargo, no mucha gente está al tanto de qué es realmente un taller literario y qué se hace en él.
Sala de Redacción conversó con el profesor Lauro Marauda quien, además de ser narrador e investigador, es coordinador de talleres literarios desde hace casi dos décadas. “Básicamente, se trata de una reunión semanal de ocho a doce personas, normalmente sentadas en círculo, que interpretan, analizan o crean textos literarios, o las tres cosas a la vez. Los hay de muy diversa composición y estilo. En aulas, casas municipales, livings de hogares, recintos alquilados, librerías y otros lugares afines y no convencionales, tiene lugar actualmente el intercambio de información, libros, fotocopias, comentarios, análisis, bromas, refrescos o mate, que damos en llamar ‘taller literario’. En un sentido profundo, los talleres son una escuela de tolerancia y respeto (por lo tanto, sustancialmente democrática), un espacio de invención múltiple, de heterogeneidad en la integración y aceptación de las minorías”, explicó Marauda.
Los talleres aparecieron, con el formato actual, en la década de los años setenta, cuando algunos docentes y escritores organizaban estas reuniones “clandestinas” en sus casas, que además funcionaban como pequeños núcleos de resistencia a la dictadura. En la actualidad, escritores, docentes, amantes de las letras y últimamente, egresados de “Quipus” (Primer Centro de Formación en Talleres Literarios) crean y coordinan estos talleres en todo el país.
Según el profesor Marauda, lo que distingue a estos talleres de cualquier tipo de educación formal es que “en el taller literario, el saber pertenece a todo el grupo. No hay una interpretación unidireccional del texto, es decir, desde el docente a los alumnos, sino de todos los integrantes con todos, por eso el taller tiende a la horizontalidad. El mejor coordinador no es el que más sabe de literatura sino el que habilita mejor las potencialidades de los talleristas, el que permite que opinen, se expresen o creen con más libertad”.
Debido a estas características, “los únicos requisitos para que una persona se integre a un taller literario es que le guste la lectura y estar en grupo. No hay que saber de literatura, de teoría ni nada que se le parezca. En los talleres encaramos la literatura no sólo como expresión de belleza sino como modo de comunicación y de trasmisión de valores. La literatura es vista como un bien colectivo al que todos tienen el derecho de acceder y de ejercitar, no como la propiedad privada de unos pocos elegidos”, según Marauda.
En 2005 se creó “Quipus”, un Centro donde se estudia científicamente el fenómeno Taller y se forman animadores a la lectura y coordinadores de talleres literarios. El plantel docente está integrado por la docente y editora Carmen Galusso, la psicóloga social Lía Schenck, el profesor Fabián Severo y el propio profesor Marauda. El Centro ha recibido varios avales institucionales importantes, y ya cuenta con nueve generaciones de egresados que trabajan como coordinadores.
Sin embargo, no toda la población asistente a talleres literarios se encuentra en completas condiciones físicas y/o emocionales, sino que en los últimos años han surgido talleres para poblaciones vulnerables, por ejemplo, para no videntes, ancianos, presos, personas con trastornos mentales o en situación de calle, entre otros. Sala de Redacción dialogó con tres coordinadoras, egresadas de Quipus, que realizan este tipo de trabajo.
Leer sin ver
Uno de estos talleres es el que se realiza en la Unión Nacional de Ciegos del Uruguay (UNCU) y es coordinado por Mónica Dendi y Silvia Iroldi, quien además, es no vidente. El taller, que se llama “El ejido”, comenzó a funcionar hace cuatro años con cinco personas estables. Actualmente asisten catorce talleristas, con diferentes situaciones, ya que algunos son ciegos y otros tienen baja visión.
Según Mónica Dendi: “El taller cumple también un rol social, vincular. Todos los talleres elevan la autoestima. Pero estos talleres de la discapacidad tienen un plus, son personas que tienden a aislarse hasta dentro de las familias, quedan aisladas de estímulos e información que para nosotros son básicos. Decirle a las familias que están escribiendo, que están asistiendo a un taller literario para ellos es importantísimo”.
Una semana antes del encuentro, las coordinadoras envían a UNCU el texto a trabajar, y allí lo imprimen en braile o en macrotipo (molde tamaño 26, en negrita). En el taller, ellas reparten los textos impresos y, quienes lo desean, leen en voz alta alternativamente. Hay quienes prefieren escuchar y participar apelando a su memoria auditiva. Además, todos los talleristas tienen un programa informático –“jaws”- que es un lector oral que les permite escuchar el texto en sus casas. De esa forma, pueden recrear la lectura por sí mismos.
Una dificultad que la coordinadora encuentra al trabajar con estas personas se da en los casos de ceguera o baja visión de nacimiento. “Hay un señor jubilado que tiene baja visión desde que era niño y, por ejemplo, nunca pudo leer una revista de historietas, no sabe lo que es. Entonces, si estamos trabajando una metáfora muy elaborada, o poesía concretamente, a esas personas les cuesta captarla. Porque ellos se manejan más bien por un mundo que puedan palpar, oír, tocar, ver, aunque no es el caso de todos. Hay otros que tienen ceguera adquirida, es decir, nacieron con visión normal y después por accidente, o por alguna enfermedad, perdieron la vista, pero tienen recuerdos visuales, entonces ellos apelan a esos recuerdos”.
Según la coordinadora, las personas que tienen baja visión tienen que usar varios lentes, o lupas muy potentes, con luz, por ejemplo, y al leer letra por letra, si tienen que leer un libro o un texto muy largo, les resulta extenuante. El trabajo en el taller les permite a estas personas volver a la lectura.
Por otro lado, Mónica recuerda una de las tantas situaciones gratificantes del taller: “Una señora que perdió la visión hace unos diez años, que escribía, a partir de que perdió la vista no leyó ni escribió más, y ahora empezó a hacerlo. Porque cuando yo doy los disparadores, ella trae todo escrito en versos. Le sale por la poesía. Pero lo había dejado en un rincón, olvidado, como que se resistía, y ahora se animó. Ella revivió en el taller”.
En noviembre de 2013 este taller recibió el premio Morosoli Institucional, distinción entregada anualmente por la Fundación Lolita Rubial, que premia los aportes destacados a la cultura de nuestro país. “Fue muy fuerte, nos emocionó mucho. Y para ellos fue algo personal”, señaló Mónica. Y concluyó: “Tanto Silvia como yo mantenemos la fe en esta herramienta, y ahora vemos realmente la importancia del taller para el colectivo. Lo más lindo es ver la alegría con que vienen, y lo que significa para ellos tener este espacio donde algunos se encuentran por primera vez con la literatura. Otros no, pero la habían abandonado”.
Mi casa y mi camino
Cerca del Obelisco se ubica el taller “Casa”. Funciona desde hace casi cuatro años y es coordinado por Raquel Méndez. Se trata de un centro privado, donde los residentes tienen, en su mayoría, problemáticas psicológicas, adicciones, así como problemas sociales y familiares. Muchos tienen un alto nivel educativo, algunos son universitarios. Al taller asisten diez personas aproximadamente, aunque el número es muy variado.
La coordinadora trabaja todo tipo de textos, especialmente cuentos, relatos y poemas, con la precaución de que no contengan elementos excesivamente “truculentos” y, sobre todo, vinculados con el suicidio.
El taller “Caminos”, también ubicado en un centro privado, está integrado por personas con deficiencias mentales. Las edades oscilan entre los 18 y los 60 años, pero debido a sus características, en muchos casos su edad mental es infantil. Asisten ocho personas, de las cuales la mayoría son mujeres. En general les gusta escribir. “Una de ellas, por ejemplo, escribe textos muy primarios, que llama ´poesía´, y ha llenado varios cuadernos. Otra cubre los márgenes de los textos que les llevo con extraños comentarios. Tienen un marcado interés por los temas amorosos: la pareja, el beso, el noviazgo”, dice Raquel.
En ambos talleres la modalidad de trabajo es similar: todos se sientan en un círculo, leen, comentan y sacan conclusiones. “Hay diferentes perfiles. A algunos les encanta lo fantástico, en tanto otros quieren pisar siempre territorio firme; los perturba lo que no se atiene a la realidad”, explica la coordinadora. En cuanto a los autores, “se interesan mucho por los que no habían oído nombrar, pero cuando conocen al autor, la reacción es ese sentimiento de pisar territorio por el que ya se ha viajado”.
El año pasado fue publicado un libro con textos escritos por los talleristas de “Casa”. Según Raquel, ellos “lo vivieron con magia. Ver sus palabras en imprenta era algo que nunca habían soñado. Algunos prefirieron usar seudónimos, porque les daba vergüenza su situación. Otros insistieron en que estuviera el apellido completo. Creo que el hecho de ver sus nombres y sus textos en un libro les dio un sentido de pertenencia al mundo ‘sano’”.
Uno de los textos publicados se titula “Cometa” y es un poema. “Yo quiero ser cometa / subir libre al cielo / protegida por manos generosas / Yo quiero ser cometa / dirigida por un niño / o un hombre con corazón de niño / Yo quiero ser cometa / en la playa / lejos de todos los cables / que puedan enredarme / quiero elevarme como cometa / me asusta su corta vida / y así y todo yo quiero ser cometa / ¿me ayudarías a elevarme / para ver el mundo desde arriba? / dame cordel y no me sueltes / yo quiero ser cometa”.
Desde el puno de vista literario, la coordinadora señala que los talleristas adoptan una lectura de goce, disfrutan de cada personaje, de cada descripción y, en general, de todo el proceso. Además, reciben la copia de cada texto como un regalo, un privilegio.
Por otra parte, Raquel destacó lo positivo de compartir esta actividad, ya que “su enfermedad los lleva a la soledad, a hundirse en sí mismos, a perder contacto con los demás. El taller es el territorio común; ellos mismos arman el escenario, colocan las sillas, avisan a los ‘remolones’ que ya llegué. El resultado afectivo es maravilloso. Los que pueden hacerlo me llaman por teléfono o me buscan en Facebook. Creo que el taller es su puente entre la soledad y el afecto”.
Sin techo
Cuando entro al lugar, el taller está por comenzar. Hay un grupo de diez personas sentadas alrededor de una mesa, entre vasitos de té, café, mate y galletitas. Karen, la coordinadora, me presenta ante ellos. Todos me miran y siento en el aire la calidez de su recibimiento. “Bienvenida”, me dicen. Cuando Karen les pregunta si quieren decir algo más, uno de ellos repite: “Bienvenida la compañera”.
Me siento entre ellos. En el pequeño salón hay un par de armarios, algunas computadoras y una biblioteca. Todos los talleristas son hombres, excepto Estela, que es la trabajadora social del refugio y que hoy participa en el taller. Tienen entre 30 y 60 años, aproximadamente. Dos de ellos usan muletas. Karen propone hacer una rueda de nombres y que cada uno diga una palabra. Después reparte un texto corto, “Las ciudades y el deseo”, de Italo Calvino, y uno de los participantes comienza a leer. La coordinadora pregunta, entre otras cosas, qué elementos aparecen en el texto, y cómo se imaginan la ciudad. Algunos opinan que se trata de una ciudad imaginaria, otros no están tan seguros. Seguimos comentando.
Karen propone que cada uno imagine su ciudad ideal. Reparte hojas en blanco, lapiceras, y nos invita a escribir sobre esa ciudad. Mientras escribimos, ella se acerca a uno de los talleristas y escribe lo que este le va diciendo. Hace lo mismo con otro. “No se me ocurre nada, no puedo”, le dice. “Sí que podés. ¿Dónde está la ciudad? ¿Hay gente?”, pregunta con la lapicera en la mano.
Cuando terminamos, cada uno lee su texto. Todos escuchamos atentamente. “¿Cómo se sintieron escribiendo?”, pregunta Karen. “Bien”, “desconforme con lo que escribí”, “libre”, fueron algunas de las respuestas. Antes de terminar, Karen me da la oportunidad de hablar con ellos, y aprovecho para preguntarles a todos cómo se sienten al venir al taller. Uno de ellos destaca que el taller le permite conocer más a sus compañeros, a quienes ve todos los días. “Te permite tener otro vínculo”, dice. “Yo hay veces que no tengo ganas de venir, pero después que vengo me siento bien”, dice otro tallerista.
El taller funciona en uno de los refugios del Mides. Si bien aquí ya se hacían talleres literarios con anterioridad, Karen Charlin lo coordina junto a Wilton González desde marzo de 2013. Se llama “Taller Literario Móvil”, porque cuando nació consistía en algunos encuentros en distintas bibliotecas o salas de Montevideo, integrando a distintos colectivos y, en lo posible, con algún escritor o artista invitado. Al refugio asisten casi 50 personas, de las cuales diez, como mínimo, participan del taller. Según Karen, los integrantes recibieron bien la propuesta, y se fueron interiorizando más de la misma con el paso del tiempo.
En general se trabaja con textos y con dinámicas de escritura. Si bien Karen se maneja con todo lo que ha estudiado y leído, hay muchas cosas que tiene que modificar cuando las lleva a la práctica. Hay algunos participantes que no saben leer ni escribir -de quienes se toman textuales palabras de lo que dicen-, mientras que hay otros que han leído mucho, y uno de los desafíos para ella es conciliar esas diferencias. “No es un taller de gente que tiene ganas de trabajar diversos autores, y viene y paga por el espacio. Acá trabajamos muchas veces lo más mínimo, el trabajo con una palabra, con una letra, con un autor, es bien de a poco, y tratamos de que no sea algo sumamente exigente”, explica Karen. La coordinadora aclara que, a pesar de esto, también han trabajado con temas o autores de cierta complejidad como Kafka o Borges, ya que “la gente, por más que no sepa leer ni escribir y que hoy esté en esta situación, tienen la capacidad de pensar, de sentir, de crear, y de encontrarse con esa misma literatura que se consume en otros lados”.
Por otra parte, Karen explica que el taller es un espacio de confidencialidad, ya que a veces surgen ciertas cosas que quedan entre ellos. En este sentido, es importante el aporte de Wilton, que además es psicólogo. De todas formas, no hay casi inconvenientes a la hora de elegir los temas a trabajar, si bien con algunos, como con los relativos a la muerte, son más cuidadosos. “Ha pasado que algunos participantes se han emocionado o se han encontrado con cosas que les tocaron en lugares complejos para ellos. Pero si alguien se pone a llorar o se enoja, como es un espacio cuidado, el grupo mismo sostiene eso”.
La biblioteca que se encuentra en el salón fue inaugurada a iniciativa de la coordinadora. Ha recibido varias donaciones, y permite que los talleristas elijan libros y se los lleven por algunos días. El año pasado, además, los coordinadores publicaron un libro con una recopilación de textos escritos por los talleristas. Según Karen, ellos vivieron esta experiencia con mucha emoción y entusiasmo. “Creo que en la mayoría de los casos lo vivieron como una oportunidad de mostrar las cosas que surgen acá, que en el refugio no solo vienen a dormir y a comer, sino que también se hacen otras cosas. La idea es generar cierta visibilidad de lo que se hace”.
Uno de los aspectos más importantes del taller es su influencia en la calidad de vida de los participantes. “Yo creo que en el taller se encuentra lo literario, lo educativo, lo grupal, y ahí todo interactúa, por ejemplo, las emociones, los pensamientos. Creo que eso repercute directamente en la salud, y específicamente en la salud mental”. Por otro lado, algunas personas que concurren desde hace tiempo, se han ido integrando a otras propuestas. Por ejemplo, algunas personas que no saben leer ni escribir están participando de “Fortalecimiento Educativo”, y otras han empezado con algunos proyectos personales, como escribir y hacer libros. “El taller funciona como estimulador”, dice Karen.
En definitiva, la idea es “que la gente tenga espacios como este para compartir, para encontrarse con el otro y consigo mismo, para disfrutar. Y acercar el arte y la cultura, de las que muchas veces esta población queda relegada”, concluye la coordinadora.
Estos tres talleres, con sus diferentes poblaciones y estilos,  logran que sus participantes se vinculen a través de la Literatura, compartan, se diviertan, piensen, sientan, se expresen, eleven su autoestima, lo cual, en definitiva, redunda en un incremento de su calidad de vida. En palabras del Profesor Marauda, “hoy, como nunca, se atiende en forma organizada a estas poblaciones vulnerables, de ciudadanos con derechos culturales y no solo económicos. Como hermanos que son, de a poco resultan incluidos socialmente y acercados a la literatura, como a otras formas de arte. Y son atendidos sin paternalismos, para lo cual el taller es una forma sumamente valiosa de interacción”. Es una tarea sumamente humana, solidaria, y con un claro trasfondo de amor al otro.
Natalia Macedo

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