Cuatro iraníes ejecutados en público en la cuidad de Shiraz, en el sur de Tehrán, el 5 de setiembre de 2007. Foto: AFP PHOTO/STR

“El castigo no debe parecerse al delito, ni la justicia al crimen”, rezaba el novelista alemán Theodor Fontane en su obra “La señora Jenny Treibel”. Hacen eco de esta frase los más de 130 países que en los últimos años han abolido totalmente la pena de muerte y aquellas ONG que decretaron el 10 de octubre como el día mundial de lucha contra esta práctica. Sin embargo y a pesar de los esfuerzos de Amnistía Internacional (AI) y de la conformación de la Coalición Mundial contra la Pena de Muerte (grupo en el que participan 64 organizaciones que defienden los derechos humanos), en 2013 las ejecuciones aumentaron casi un 15 por ciento con respecto al año anterior. Según el informe anual de AI, al menos 778 personas fueron ejecutadas el año pasado, con la particularidad de que estos asesinatos se llevaron a cabo en solo seis países: China, Estados Unidos, Irán, Irak, Pakistán y Sudán.

Este preocupante aumento de las estadísticas va de la mano de una intensificación de la crueldad con la que se llevan a cabo los asesinatos. En Irán se detectó un incremento de las ejecuciones realizadas en público y se denunció que los condenados eran sometidos a intensas torturas previas a la ejecución. Además, AI denuncia que en varias ocasiones los delincuentes iraníes mueren como consecuencia de infecciones y otras complicaciones que se derivan de los castigos físicos. Latigazos, amputaciones y golpizas representan penas comunes y ampliamente extendidas en países como Irán, Irak y Pakistán.

Pero estos actos de crueldad extrema no son exclusivos de países musulmanes, pobres y subdesarrollados. En julio se conoció la noticia de que un preso tardó dos horas en morir en una prisión de Arizona, Estados Unidos, debido a que el personal no lograba encontrarle una vena óptima donde inyectar el veneno.

En el año 2001 se celebró el Primer Congreso Mundial contra la Pena de Muerte en Estrasburgo, Francia, donde se concluyó: “La pena de muerte es considerada como el triunfo de la venganza sobre la justicia y viola el primer derecho de todo ser humano: el derecho a la vida. La pena capital nunca ha disuadido el crimen y constituye un acto de tortura y el último trato cruel, inhumano y degradante. Una sociedad que acude a la pena de muerte anima simbólicamente a la violencia”.

Además del repudio que despierta el solo hecho de que un Estado condene a un ciudadano a morir en una suerte de “circo” que dista muy poco de las barbaries de la edad media, la preocupación de las organizaciones internacionales se extiende a un tema bastante más amplio: el delito en sí.

“La pena de muerte se basa fundamentalmente en la ley del Talión, que supone que cuando uno ha cometido un delito se debe pagar con una pena idéntica”, explicó a SdR la doctora Natalia Acosta, profesora de Derechos Humanos de la Udelar. Esta ley implica “ojo por ojo, diente por diente y sangre por sangre”. Pero qué ocurre cuando el delito cometido no guarda ninguna relación con la pena, o dicho de otra forma, cuando la pena excede ampliamente el delito que pretende castigar. Según el informe presentado por AI, en la mayoría de los países donde aún se aplica la pena de muerte, ésta se usa como castigo para crímenes de asesinato, espionaje y traición. En algunos países se aplica también para castigar delitos considerados sexuales, como el adulterio, la prostitución y la homosexualidad, o para reprimir la apostasía, que es la renuncia formal a la religión musulmana o cualquier actitud que se considere un agravio directo a Dios.

“La pena de muerte reúne muchos factores problemáticos, no solo hablamos del derecho a la vida sino que se entremezclan los derechos del niño, el abuso a la mujer y la persecución político-religiosa de las minorías”, expresó Acosta, y añadió que otro aspecto a tener en cuenta es la velocidad con la que se llevan a cabo los juicios y se ejecutan las condenas, lo que dificulta que los organismos internacionales puedan intervenir.

Reihané Yabarí, es una joven iraní de 26 años que fue condenada en agosto a morir en la horca por haber asesinado a un hombre que intentaba violarla. Actualmente su condena está suspendida, pero puede ejecutarse de un momento a otro según la disposición del Estado Iraní. Ella es solo una de los cientos de condenados cuyas vidas dependen de la presión que sean capaces de ejercer AI y la ONU y de la voluntad de sus países por sostener el poder de decidir cuánto vale la vida de sus ciudadanos.

Valentina Basanta

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