“Lautréamont o su última carta” en el Espacio Cultural Ignacio Espino de San José. Foto: Bruno Gariazzo

Se estrenó este año en San José la obra de teatro “Lautréamont o su última carta” dirigida por Angélica González y actuada por Julio Persa. En setiembre se presentará nuevamente y se espera que próximamente llegue a las salas de la capital.
El 23 de junio decidí tomarme un ómnibus hacia San José. Al poner un pie fuera del colectivo, enseguida comprendí que debía de haberme puesto un segundo par de medias. El frío aprovechaba cualquier descuido del abrigo para helarme la sangre. Era mi primera vez pisando ese departamento. Me aventuré lejos de la terminal siguiendo las viejas vías de un tren ya en desuso (seguro más acostumbradas al frío que yo) hasta llegar al antiguo galpón de cargas de AFE, hoy transformado en el Espacio Cultural Ignacio Espino. Después de un rato de espera gélida, me adentré junto al resto del público en el reacondicionado galpón recibiendo un hermoso choque térmico que enseguida me puso de buen humor. La iluminación era tenue. Dos estufas a gas encendidas eran el origen de mi satisfacción.
Me senté y observé detenidamente el escenario: un escritorio en el centro con una estructura a modo de techo encima, un piano de madera oscura a mi derecha, y una cama desvencijada en una esquina en tercer plano. Las luces disminuyeron su intensidad. Se escuchaba el sonido reverberante de reiterados disparos de cañones a la lejanía. Nos encontrábamos seguramente en medio del sitio de París durante la guerra franco-prusiana. Entró entonces en escena la personificación de Isidore Ducasse, mejor conocido como el Conde de Lautréamont; la obra había comenzado.
Encerrados los espectadores en el domicilio de Montmartre donde falleció el Conde, el actor Julio Persa parecía surgir de entre las páginas de los “Cantos de Maldoror” para dirigirnos el aullido de un espíritu en guerra con su especie. Los parlamentos de una mente despierta que intenta arrancar con intensas palabras la máscara de la hipocresía de la humanidad, hacían honor a la categorización de Lautréamont como uno de los denominados “poetas malditos”. Como Baudelaire o Rimbaud, Ducasse entendía los rincones oscuros del instinto humano y no tenía miedo de refregar sus propias sombras en el rostro de sus lectores. El escenario escogido para la performance de este poeta reencarnado me hacía recordar que quién me hablaba había sido precursor del surrealismo. El techo descendía y ascendía sobre el escenario mediante un sistema de poleas, asfixiando por momentos al personaje en una clara intención de representar los movimientos del inconsciente escindido del mismo. Compartiéndonos la correspondencia personal con su médico analista, el Conde ponía en cuestión todo el edificio de la medicina de la mente y ridiculizaba la psiquiatría tachándola de cómplice de la hipocresía que buscaba denunciar. Golpe tras golpe el espíritu franco-uruguayo me sumergía en la profundidad de mi propia psiquis, allí donde yace la esencia reptiliana del ser, ese ser que se ríe a carcajadas del contrato social y de las formalidades burguesas. La prosa amarga inundaba la sala dejando silencios para permitir su digestión y, en algún sitio, seguro entraba en resonancia con los versos de algunas flores malignas cuyo dueño era un espíritu sonriente llamado Charles. Las luces disminuyeron. Los aplausos se sucedieron. Estaba encantado.
Me acerqué poco después de finalizada la obra a su directora, Angélica González y concerté con ella una entrevista. En la misma me expresó que Isidore Ducasse siempre le interesó como poeta del Romanticismo por ser un artista franco-uruguayo nacido en un contexto inusual. Le resulta atrapante todo el enigma que ronda en torno a su figura histórica y me dijo: Los Cantos de Maldoror fue un libro que me atravesó desde muchos lugares, que me conmovió de muchas maneras”. No sólo interesa el Conde de Lautréamont como precursor del surrealismo, sino que destaca por la honestidad con la que escribe, con total desencanto por la humanidad a la cual él considera perversa.
Angélica nos cuenta que la obra intenta recoger el espíritu del autor, busca rastrearlo a partir de los datos que se pudieron recoger de su biografía. “Encontramos mucho material, leímos todo lo que pudimos encontrar”, nos dice. Entre las fuentes consultadas para la confección de esta obra de teatro se encuentran “Psicoanálisis de Lautréamont” de Enrique Pichon-Rivière, los escritos de los hermanos Guillot Muñoz, la biografía de Ducasse de Jean-Jacques Lefrère, y la mente de Alma Bolón, la encargada de la cátedra de literatura francesa de la Facultad de Humanidades (Udelar).
Al encarnar el espíritu de un “poeta maldito”, el discurso de Julio Persa “puede parecernos violento, duro, pero la censura que hacemos tiene mucho que ver con un enfrentamiento con nuestro propio ser moral”. Lautréamont nos increpa desde la propia hipocresía del ser humano, pero la directora nos recuerda que no debemos escandalizarnos con ésto ya que “somos tan culpables y tan inocentes como él”. Actor, público y escenario se encuentran todos juntos en esa buhardilla de París en el último día de Isidore Ducasse, y en este sentido la obra “es una ceremonia de reencuentro y de despedida”. Y esta ceremonia teatral entra en sintonía con la obra literaria, ya que tanto el teatro como la poesía son “disparadores de símbolos con mucha carga semiótica”. “Todos los signos que componen el teatro son como diversas capas del texto literario”, afirma la autora.
Al preguntarle sobre el proceso de realización de la pieza, González nos cuenta que luego de tener aceitada la idea, haberla bajado en texto y haber conseguido el primer fondo de la Comisión del Fondo Nacional de Teatro (COFONTE), el equipo se reunió ya considerando la obra una realidad. La escenografía quedó en manos de Fernando Scorsela, quien prefirió trabajar “más en modalidad de laboratorio”, sin muchos planes previos y de una forma más fiel al surrealismo. Esta escenografía (que nunca se me pasó desapercibida) está caracterizada en efecto por una “gran transformabilidad”, pensada en diferentes planos como una forma de representar el propio ser escindido tanto del personaje como del espectador. La directora agradece además de a COFONTE a la Embajada Francesa que “propició el hospicio” y al Espacio Cultural Ignacio Espino que “siempre está abierto y disponible”.
Sobre la situación del teatro uruguayo en nuestros días en comparación con el pasado y con el resto de la región latinoamericana, la autora respondió: “hoy hay más gente trabajando en teatro… Donde no encuentro mucha evolución es en el apoyo real… El teatro independiente sigue atravesando las mismas dificultades de hace veinte años. Vivir del teatro es prácticamente una utopía. Al contrario que en Montevideo, en el interior es incluso más difícil porque no hay un hábito en el público de ir al teatro, y al público hay que formarlo. En este sentido, es necesario formar público para las artes en general y esto está ligado a la prioridad que un país le da a lo educativo y lo artístico”. Pero no tenemos nada que envidiar a producciones extranjeras, agregó: “la falta de recursos limita la capacidad de extensión y proyección, por lo que es difícil ser competitivos. Aun así, los contenidos son igualmente valiosos y para ser un país tan chico, me parece que se logra tener un lugar en el mundo.”
Angélica también considera que el público extranjero suele estar más preparado para recibir desafíos, cosa que en nuestro país parece estar reservada a una élite. Lamenta asimismo que muchas veces el arte sucumba a las lógicas del mercado, considerando que “el arte tiene otra finalidad y no es compatible con el comercio… se vende para poder subsistir pero no debería de ser ese su fin”. Sin embargo, considera que al saber que el teatro no es una actividad a través de la cual vaya a llenarse los bolsillos, el uruguayo “no tiene la mirada puesta en que la obra se venda y eso genera directamente honestidad con el hecho artístico; una entrega total y absoluta que sólo es posible cuando uno no espera nada a cambio”. De esta forma, “el teatro uruguayo se nutre de que la gente que lo hace, lo hace por amor”. La directora también cree que “a veces carecer de facilidades estimula al máximo la creatividad y la imaginación”.
La obra “Lautréamont o su última carta” se presentará nuevamente en setiembre en San José en la Feria de Promoción de la Lectura y el Libro, y están planeando que llegue este año o a lo sumo el siguiente a Montevideo. “Las características del escenario y los costos fijos de las salas privadas de allá disminuyen las posibilidades”, dice González, “pero la idea es estrenar la obra en Montevideo en cuanto se pueda”.
Bruno Gariazzo

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