El Ejército Nacional uruguayo ha aprovechado especialmente las celebraciones por el Bicentenario para identificar su origen con la Batalla de Las Piedras el 18 de mayo de 1811 y proclamar otra vez que representa al “ejército artiguista”. Nada más alejado de la realidad histórica. José Artigas y sus hombres y mujeres nunca torturaron, ni robaron niños, ni violaron a prisioneras, ni ocultaron los cadáveres de las víctimas, ni maltrataron cruelmente a los cautivos durante años.
No existe documento alguno que avale la afirmación del Ejército Nacional de que nació hace 200 años. En cambio sí hay cartas y documentos del propio Artigas que nombra a sus tropas libertarias como “el pueblo reunido y armado”. Y ese pueblo, el del Grito de Asencio -con Venancio Benavídez y Perico el Bailarín-, el de la Batalla de las Piedras, el del Sitio de Montevideo, con Bartolomé Hidalgo cantando sus cielitos junto a las murallas, estaba integrado por muchísimos criollos pobres, mayordomos de estancias, propietarios de tierras, negros, mulatos e indios, entre ellos charrúas y guaraníes. Esos vecinos en armas fueron quienes acompañaron a su jefe en la Redota (la Derrota. a la que Zorrilla llamó Éxodo del Pueblo Oriental) hasta cruzar el río Uruguay e instalarse en el campamento del Ayuí.
El origen verdadero del Ejército Nacional uruguayo puede rastrearse en la creación del Batallón de Cazadores, el 21 de febrero de 1829, o en la jura de la Constitución de 1830 y el surgimiento de la República Oriental del Uruguay -primero llamada Estado-, que también significó la derrota del proyecto artiguista. El artículo 80 de aquella primera Constitución menciona a las fuerzas armadas y establece que al Presidente de la República “le corresponde el mando superior de todas las fuerzas de mar y tierra, y está exclusivamente encargado de su dirección”.
El Ejército Nacional uruguayo recién realizó su primera gran acción bélica en 1831, poco más de un año después de su creación, con la emboscada y la matanza de los charrúas en Salsipuedes. Esos indígenas habían sido los combatientes de fierro que estuvieron junto a Artigas, quienes protegieron la marcha de la Redota como un escudo de acero, los guerreros que siguieron a su jefe hasta el final, cuando la traición lo empujó a su definitivo exilio en Paraguay. El Reglamento de Tierras de 1815 estableció que “los más infelices serán los más privilegiados” y dispuso expresamente que “los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suertes de estancia”. Artigas ordenó repartir tierras entre los indios, pero 16 años después el Ejército Nacional uruguayo no tuvo empacho en asesinar a la nación charrúa. Para entonces Artigas ya estaba derrotado y prácticamente prisionero en Paraguay, y en la flamante República Oriental del Uruguay se intentaba eliminar los últimos vestigios del pensamiento artiguista. Artigas, es sabido, nunca quiso un Estado independiente, como es hoy el paisito, y siempre bregó por una confederación de provincias. Eso fue justamente el Protectorado de los Pueblos Libres. Artigas se negó a regresar a su tierra cuando le llevaron el texto de la flamante Constitución.
En una carta dirigida el 3 de mayo de 1815 al gobernador de Corrientes, José de Silva, Artigas le expresa: “Yo deseo que los indios, en sus pueblos, se gobiernen por sí para que cuiden de sus intereses como nosotros de los nuestros. (…) Recordemos que ellos tienen el principal derecho y que sería una degradación vergonzosa, para nosotros, mantenerlos en aquella exclusión que hasta hoy han padecido, por ser indianos”.
¿Alguien acaso puede imaginar que un “ejército artiguista” cometería una matanza de charrúas como la perpetrada el 11 de abril de 1831, después de convocar con engaños a las tribus para celebrar un supuesto pacto de alianzas? Además, para llevar a cabo aquella emboscada y la masacre ordenada por Rivera, el Ejército Nacional uruguayo contó con el refuerzo clandestino de dos escuadrones brasileños, encabezados por el coronel del ejército imperial y comandante de la Frontera de Río Pardo, José Rodríguez Barboza, y un destacamento argentino conducido por el general Juan Lavalle. Los viejos enemigos de Artigas se unieron entonces para asesinarle a sus hermanos. El crimen fue casi un anticipo trágico de lo que casi un siglo y medio después sería el tenebroso Plan Cóndor, la coordinación represiva de las dictaduras militares sudamericanas.
Existe una fantasía escolar marcada a fuego por la historia oficial, que presenta a los “Blandengues de Artigas” como si fuera un histórico cuerpo patriota que luchó por la libertad de estas tierras. Pero en realidad el Cuerpo de Blandengues de la Frontera de Montevideo fue una unidad de la monarquía española creada en 1797 para “imponer el orden en la campaña”. Como Montevideo era una plaza naval, se convocó a integrar el cuerpo a los criollos diestros en montar y que aportaran caballería. A cambio, se ofreció indultar a contrabandistas y otros buscados por la ley para animarlos a enrolarse. Artigas, quien se había alistado aparentemente para acogerse a esa amnistía, desertó de los Blandengues en 1811 para sumergirse en la lucha revolucionaria y ya no volvió a sus filas, que eran las filas del enemigo. El regimiento, que sufrió otras deserciones, terminó por disolverse completamente antes de que Artigas se internara en el Paraguay en 1820.
Casi un siglo más tarde, el 25 de agosto de 1910, el presidente Claudio Williman –del Partido Colorado- creó por decreto el Regimiento Blandengues de Artigas de Caballería Nº 1, como un cuerpo emblemático del Ejército Nacional, dándole un sentido muy diferente al que tuvo aquel destacamento realista original, e iniciando esa confusa leyenda sobre una actuación histórica que nunca tuvo.
Desde la repatriación de sus restos en 1855, el militarismo se fue apropiando de la figura de Artigas, desvirtuando su condición de político y caudillo libertario para convertirlo simplemente en General. Aunque la estampa más reconocida del prócer, reproducida hasta el cansancio en libros escolares, es la pintura de Blanes que lo imaginó con el uniforme de Blandengue, parado en la puerta de la Ciudadela, Artigas no fue un militar de carrera -como sí lo fue José de San Martín, por ejemplo- y vivió buena parte de su vida en el campo donde mantuvo una estrecha relación con sus paisanos. A los 14 años trabajaba con el cuero en el establecimiento de un pariente. Compartió luego muchos años con los charrúas en sus tolderías. Más que general, Artigas tuvo el título honroso de Protector de los Pueblos Libres. Fue llamado por sus contemporáneos Padre de los Pobres, Padre de los Indios, el Gran Cacique, y en sus últimos días en Paraguay los pobladores lo reconocían como El Señor que Resplandece. Una bella denominación que en verdad lo representaba.
Los militares que se autocalifican “artiguistas” no pudieron encontrar una sola frase de Don José que les resultara aceptable para grabar en las paredes del sombrío Mausoleo que inauguraron en 1977 bajo la Plaza Independencia para encerrar los restos del héroe. Finalmente allí sólo colocaron fechas de batallas y de otros acontecimientos, aunque significativamente no asentaron la fecha del Reglamento General de Tierras de 1815, donde Artigas dicta la reforma agraria, línea trascendente de su ideario.
El pasado 14 de abril, en un acto castrense realizado en avendia Italia y Abacú, en Montevideo, el general retirado Iván Paulós –al hacer alusión a quienes dicen que los oficiales jóvenes de hoy “no deben cargar con las mochilas del pasado”- quiso aclarar que no hay diferencia entre el Ejército uruguayo actual y el de la dictadura o el de sus orígenes. Dijo entonces Paulós: “El Ejército es uno solo y marcha por el caudal que Artigas nos hizo, es el cauce de la orientalidad”. Aunque Paulós incurrió en una falacia al decir que la fuerza que integra marcha por el camino marcado por Artigas, tuvo razón al afirmar que el Ejército Nacional uruguayo es “uno solo” desde su nacimiento hasta hoy. Ha dejado su rastro con huellas fácilmente identificables y no sólo en los pasos que llevan hasta el exterminio de los charrúas.
El 3 de febrero de 1852, ese Ejército Nacional uruguayo –que es “uno solo”- intervino en la Batalla de Caseros y aportó 1.500 hombres a las fuerzas de Justo José de Urquiza quien derrotó definitivamente al ejército de la Confederación al mando de Juan Manuel de Rosas. También respaldaron a Urquiza 3.500 soldados del ejército brasileño. Uno de los hechos determinantes de aquel combate fue que Urquiza poseía las más fértiles y mayores estancias de Entre Ríos y se resistía a respetar la ley de aduanas y las tarifas impuestas por Buenos Aires.
El comercio y la libre navegación reclamada por Inglaterra fue también la causa de la infamante guerra contra Paraguay entre 1864 y 1870. Y allí también participó el Ejército Nacional uruguayo, que con las fuerzas militares de Argentina y Brasil constituyó la Triple Alianza para arrasar la nación guaraní, cumpliendo el mandato de los intereses imperialistas. Después de cuatro años de desangrarse en una lucha desigual contra los dos mayores ejércitos del continente, el Paraguay –el primer país de Sudamérica que tuvo hornos de fundición, ferrocarriles, hospitales modernos para la época y el mayor ingreso por cápita de la región y que se autoabastecía sin necesidad de importar del Viejo Continente- fue derrotado. El primer decreto firmado por el gobierno títere impuesto por los vencedores estableció la apertura de las importaciones a todos los productos y la libre navegación de sus ríos, que comenzaron a ser surcados por naves del Reino Unido cargadas con manufacturas para el nuevo mercado. Paraguay perdió a casi toda su población masculina adulta y quedó sumido en la miseria.
Cuatro décadas antes, en cartas enviadas a Gaspar Rodríguez de Francia,
Artigas le había advertido que si Paraguay no se unía a su lucha contra los enemigos comunes, tarde o temprano irían por él. El Dictador no lo escuchó y la profecía se cumplió, aunque en la figura de Francisco Solano López. Y el Ejército Nacional uruguayo desempeñó su papel en aquella perversa acción absolutamente contraria al pensamiento artiguista.
El Ejército Nacional uruguayo nunca fue el pueblo en armas que luchó junto a Artigas contra españoles, portugueses, porteños y traidores de toda laya. Nunca lo fue, además, porque su nacimiento ocurrió recién después de que Artigas y su ideario fueran barridos de las tierras orientales.
El pasado 18 de mayo, en Las Piedras, el presidente Mujica y otros funcionarios de su gobierno asistieron a la impresionante parada militar con la que se celebró el triunfo artiguista de 1811. Aunque Tabaré Vázquez había moderado esas demostraciones castrenses limitándolas a desfiles de escuelas de cadetes, esta vez se puso toda la carne en el asador. Durante más de dos horas marcharon frente a la tribuna las tropas de las cuatro Divisiones del Ejército, cuerpos de la Policía, bomberos, Guardia Republicana y Coraceros, la fuerza de tierra desplegó varias de las unidades blindadas, similares a las empleadas en el Congo, tanquetas y tanques con orugas, y equipos de artillería y batería antiaérea. El cielo fue surcado por escuadrillas de aviones y helicópteros y participaron del desfile efectivos militares de Argentina, Brasil, Chile y Paraguay.
El comandante del Ejército, general Jorge Rosales, aprovechó la circunstancia festiva y la emoción de los asistentes para solicitar nada menos que un “reconocimiento social” para los militares. Y al parecer todo se conjugó para avalar oficialmente la construcción de esa mentira sobre el supuesto nacimiento del Ejército Nacional en la batalla que se recordaba.
Llamativamente, en este Bicentenario no ha habido homenajes y poca mención oficial se ha hecho a la nación charrúa, de participación decisiva en la gesta de Artigas y el Uruguay Pirí. En cambio, se homenajeó a sus verdugos anti-artiguistas y se les regaló en Las Piedras el escenario para su lucimiento.
Afortunadamente, el PIT-CNT también eligió a Las Piedras para realizar el acto central del 1º de Mayo y llevar la consigna “Con Artigas los más infelices eran los más privilegiados”. Así se unió al prócer con los trabajadores uruguayos, los que con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad y a la de su patria, y quienes en definitiva fueron los verdaderos destinatarios de los desvelos del jefe oriental. Eduardo Galeano, uno de los oradores en el acto de la central obrera, al recordar que los generales no pudieron hallar una frase del héroe que les pareciera aceptable para estampar en las paredes del Mausoleo -cárcel de mármol que le construyeron-, explicó que Artigas “es el más vivo de los muertos, y continúa siendo peligroso”.
William Puente
junio 2011