Ismael* trabaja hace nueve años de portero del edificio que está junto al gigante de concreto. “Ver cosas, veo”, dice, sobre la embajada de Estados Unidos. Nos quedamos mirando por un momento hacia el edificio gris que desentona por completo con el paisaje de la rambla montevideana.
—Lo que más me llama la atención es cuando traen nuevos guardias y los entrenan —cuenta, haciendo un gesto con el mentón hacia la embajada.
Le pregunto qué es exactamente lo que hacen.
—Algo como karate, corren, saltan, qué sé yo, cosas así.
Ismael no tiene miedo de hablar. Durante nuestra charla se escucha una sirena de alarma en intervalos regulares, seguida por un anuncio en inglés. No hay ni una nube en el cielo y el sol raja la tierra. Afino el oído pero no entiendo qué es lo que dice la voz del altoparlante.
—Otra cosa que hacen seguido son los simulacros: sirenas, luces, movimientos —mira para la embajada con aburrimiento—. Estoy seguro de que en este preciso instante están escuchando todo lo que decimos, localizan gente en el medio del desierto, mirá si no nos van a estar escuchando a nosotros.
Cinco minutos después, la sirena proveniente de la embajada cesa. Le comento que al parecer los estadounidenses se toman muy en serio lo de la seguridad.
—Por lo menos ellos tienen seguridad, no como acá que es cualquier cosa —me responde.
***
Me siento en un escaloncito del patio de los edificios colindantes a la embajada a tomar un café cortado que compré en la esquina. Observo el panorama: frente a mí están los contenedores grises, que uno junto al otro hacen de dormitorio para los trabajadores de la obra de la embajada estadounidense. Están instalados hace por lo menos dos años, en lo que antes era parte de la explanada de la rambla. Los rodea un muro de malla sombra negra de dos metros de alto y alambre de púa “en rollo”, coronando el perímetro de la obra.
También hay otras construcciones un poco más elaboradas, con paredes de yeso, pero que en lo demás coinciden con los contenedores: tamaño pequeño, pintura gris en las paredes, rejas cuadriculadas en cada ventana. Son oficinas y se agregaron un año después. Detrás de toda esta infraestructura se ve la bandera de Estados Unidos ondeando en un cielo azul pulcro, sobre el edificio principal de la embajada.
Observo a los obreros con casco amarillo y chaleco naranja que entran y salen de la malla sombra hablando en inglés y en español por walkie talkie. Llegado un punto sólo salen, y son muchos. Sumando dos más dos, caigo en la cuenta de que la alarma debía anunciar el lunch time. Me termino de un sorbo el café que me queda y salgo del patio en dirección a la obra.
Me acerco a un hombre que está sentado solo bajo una palmera: se llama Germán y tiene 32 años. Me cuenta que empezó a trabajar hace seis meses en la reforma. Le pregunto si le exigieron saber hablar inglés para entrar a trabajar; me responde “ni ahí”. Es montevideano de acá a la China. “Somos tercerizados y tenemos un mediador que nos traduce lo importante, lo que sí… me hicieron 1.500 preguntas de todo tipo y color antes de firmar el contrato”, dice. Sonreímos con complicidad.
La gente sigue saliendo de la obra. Entre ellos un señor que ronda los 50 años, tiene pelo blanco, lentes de ver, casco amarillo y chaleco verde flúor. Maneja una plataforma elevadora que estaciona junto a nosotros. “Hi Sam!”, lo saluda Germán. El señor no frena a conversar con nosotros pero tira un comentario al pasar: “Make him shave” (Haz que se afeite). Se ríe y me río. Germán también pero no sé si entendió el chiste.
Doy la vuelta rodeando la malla sombra perimetral y frente a la rambla veo a alguien de espaldas con la mirada perdida, un poco alejado de todos los demás. Veo que no está comiendo, ni utilizando el teléfono. Miraba el río, solo. Me paro junto a él y le pregunto si está trabajando en la obra.
—Do you speak english?
—¿Hablás inglés? —fue su respuesta.
Se llama John, es un afroamericano de sonrisa inmensa pero cansada, tiene puestos lentes de sol; lo normal, ya que el sol quema las pestañas. Largas y mínimas rastas salen por debajo de su casco amarillo.
—Yes, a little bit. Are you working here? (Sí, un poco. ¿Estás trabajando aquí?) —le pregunto señalando a la obra detrás de nosotros, al tiempo que me siento a su lado, cerca pero no mucho.
Cuesta sacarle las palabras, sin embargo no lo noto para nada nervioso, tal vez quiere que lo deje en paz. De todas formas me sonríe y responde que lleva casi un mes aquí. Le pregunto si tiene idea de cuándo va a terminar la reforma de la embajada, sólo para sacar conversación, como quien habla del clima o del partido de ayer.
Entonces, sucede lo imprevisto, y se pone muy serio antes de responder.
—I can’t tell you. There are cameras all around here, you know? They are listening to us right now. If I tell you something about the work, I have to report you, and then they will report me. (No puedo decirte nada, hay cámaras por todos lados, ¿sabés? Ellos nos están escuchando ahora. Si te digo cualquier cosa sobre la obra tengo que reportarte y ellos me reportarán a mí).
Un escalofrío me recorre la espina dorsal. Miro a mi alrededor instintivamente, pero no veo ninguna cámara. Enseguida recuerdo el libro 1984 de George Orwell. John parece notar mi desconcierto y agrega:
—Believe me, I’ve worked on others embassies reforms, it’s always the same (Créeme, he trabajado en las reformas de otras embajadas, siempre es igual).
Le creo y me levanto para irme. Él sigue mirando el río, o la nada, como si nuestra conversación no hubiera existido.
Sólo me queda una parada en el recorrido: la puerta de entrada a la embajada. La había dejado para el final a propósito. Sabía que era el punto de no retorno. Una vez que me vieran por ahí, me pedirían que me fuera.
Embajada de Estados Unidos. Foto: Macarena Pereyra.
***
El calor se hace cada vez más intenso y consto que son pasadas las 12 del mediodía. Reviso mentalmente lo que sé de las relaciones diplomáticas entre Uruguay y Estados Unidos. Por un profesor de historia que tuve en Secundaria y por mi padre -eterno militante de izquierda-, sé que en la época de la dictadura agentes especiales de Estados Unidos “enseñaron” a nuestros militares sobre interrogatorios y tortura precisa, dolorosa y eficaz. Querían hacerles sentir la muerte a los presos políticos, pero sin pasarlos para el otro lado.
Se me viene a la mente un nombre: Dan Mitrione.
Mitrione, italiano, agente del FBI, “asesor de seguridad” o instructor de tortura, depende de quien lo cuente. Lo cierto es que en 1970 fue secuestrado por el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros y ejecutado. En el libro “Pasaporte 11333: ocho años con la CIA”, Manuel Hevia Cosculluela, quien trabajó durante ocho años para los servicios de inteligencia estadounidenses en Uruguay, describe cómo Mitrione enseñaba técnicas de tortura a policías y militares uruguayos en un sótano montevideano, utilizando como conejillos de indias a civiles, por lo visto personas en situación de calle que eran secuestradas. Según los testimonios, ninguno salió con vida de las cátedras impartidas por Mitrione.
Clara Aldrighi, en el artículo “Estados Unidos y el 68 uruguayo” publicado en el semanario Brecha del 10 de agosto de 2018, sostiene que la cosa empezó antes del golpe de Estado: “A partir de 1965 se estableció en Montevideo un programa estadounidense de contrainsurgencia que en 1968 armó, adiestró y coordinó a la Policía uruguaya en la represión de manifestaciones, huelgas y ocupaciones”.
***
El bloque de cemento fue inaugurado en el año 1969. En la página oficial de la embajada se habla de la relación diplomática con Uruguay y se la define como “fuerte”: “Los dos países comparten valores importantes como el compromiso con la democracia, el estado de derecho”, y continúa. En otro párrafo menciona a Uruguay como un “socio en la resolución de conflictos”.
“Con asesoramiento técnico de Estados Unidos, Uruguay será el primer país de América del Sur en desarrollar un programa para erradicar la Bichera”, es lo primero que leo en el sitio. “Mesa redonda virtual acerca de violaciones a los derechos humanos en la población Uigur”, el grupo étnico chino. También me entero de que aumentó un 11,3% la cantidad de estudiantes uruguayos en Estados Unidos y que se llevó a cabo el primer concurso de deletreo en inglés en Uruguay, al cual se inscribieron casi 500 niños y adolescentes.
Decido que es el momento. Me paro y camino lentamente hasta la puerta de la embajada. A lo lejos diviso a un guardia parado afuera de su caseta, con su arma -no sé qué tipo es, sólo sé que tiene un buen tamaño- reposando en sus manos y apuntando hacia abajo. Yo tengo mis armas fuera de su vista: la cámara está guardada en su estuche y mi grabador en la mochila junto con la libreta y la lapicera.
Pegado a la puerta de la embajada hay dos carteleras vidriadas: en una hay información sobre visados y alteraciones del funcionamiento de la institución debido a los protocolos impuestos por la covid-19; la otra, que está encabezada por un gran letrero que dice “Información”, está vacía. Me da gracia y desenfundo la cámara; me alejo un poco, encuadro, enfoco y disparo: una, dos, tres veces.
En ese instante, un movimiento en mi vista periférica me sobresalta: el guardia armado había abandonado su caseta y corre hacia mí apuntándome con el arma. Me quedo quieta y contengo la respiración. Cinco segundos después y antes de que el guardia llegue hasta donde estoy parada, lo intercepta otro hombre que sale por la puerta de entrada a mi derecha. Va vestido de traje y corbata, tiene lentes de ver de marco cuadrado, pelo engominado y tapaboca.
Dejo hablar a mi temperamento, que es el que mejor se arregla en las tareas periodísticas.
—Buen día —le digo.
—Sabés que no se puede sacar fotos acá, es una embajada. Te voy a pedir que borres la foto ahora.
Evalúo la situación. No quiero discutir. Borro una de las fotos para su tranquilidad.
Entro en un comercio que está justo enfrente, pensando que allí debía concurrir buena parte del personal de la embajada. Ni bien pongo un pie en el almacén, un guardia detrás de mí. El almacenero me pregunta en qué me puede ayudar, intento pensar rápido: no puedo preguntarle nada de lo que me interesa con el guardia dentro del almacén. Le respondo que primero atienda al señor, dirigiéndole una mirada al uniformado.
—No, no. Faltaba más —me responde muy amable el guardia con su arma colgando del cinturón.
—Es que yo no me decidí todavía —mascullo mientras me meto entre las góndolas para hacer tiempo.
Se me ocurren teorías conspirativas que enseguida descarto. Cuando escucho que le está cobrando al guardia, abro una heladera, agarro una botella de agua de litro y me dirijo a la caja. Parece una estupidez, pero tengo el corazón acelerado, la cara de Mitrione me invade la retina.
—Viene toda la embajada para acá, ¿no? —le pregunto al almacenero.
—La verdad que sí —me responde riendo secamente—. Pero no dejamos entrar a todos, a algunos le pedimos visado.
Esbozo una sonrisa por educación y miro de reojo a los demás clientes que entraron: son dos tipos y están engominados. Pago el agua y me voy. Al pasar por la caseta del guardia que me apuntó, le clavo la mirada y él me la sostiene.
Embajada de Estados Unidos. Foto: Macarena Pereyra.
*Todos los nombres de los trabajadores mencionados en esta nota fueron cambiados.