Pescadores de Piriápolis durante una jornada de trabajo. Foto: Sebastián Bustamante.

Piriápolis está en baja temporada, el ruido es escaso, por la rambla se escucha solo al personal que está trabajando para una remodelación financiada por la Intendencia. Es viernes de noche y se puede pasear cómodamente; si se camina hacia el norte, a la izquierda se ven las construcciones sobre la ladera del Cerro, todas edificaciones vacías y prontas para veraneantes; a la derecha el río mantiene la calma de fin de semana, delante hay un mirador que obliga a sentarse a apreciar el balneario a lo lejos: luces, cerros, hoteles, restaurantes y playa. Todo lo que necesita un destino turístico de calidad.
La caminata sigue, en el puerto los barcos están encallados: la razón es que en el mismo proyecto de reformas de la rambla está la remodelación portuaria para atraer a turistas con mayor poder adquisitivo. Unos metros más hacia Punta Fría, después de pasar algunos restaurantes, empieza a quedar desolado: pasan algunos atletas, las olas rompen contra las rocas y la única construcción que hay es una discoteca alejada de todo. De a poco, se empiezan a ver puestos vacíos sobre la rambla del lado del agua y al lado, en el punto más recostado de la bahía y sobre la arena, se ven chapas, más chapas y barcazas rojas. Detrás de los muros de la rambla se esconden alrededor de diez casa agrupadas.
El sábado de mañana vuelve la vida. Ya no está desolado ni parece una zona tan pobre. Con autos caros parados al costado de los puestos, los vendedores ofrecen sus productos con insistencia informando los precios y las camionetas esperan a las barcazas; todo hace parecer que se está en otro lugar. Si se quiere pasar para ver la pesca del día, con solo pedir permiso, “el viejo” (como lo conocen en el lugar y como se autodenomina) empieza a contar cómo es vivir ahí.
“Yo antes me embarcaba pero ahora no, hace tres años que me bajé. Tengo un marcapaso y tengo que cuidarme”. Se señala el corazón y lo dice con lamento. Dice tener sesenta y dos años pero aparenta más. Cuenta que terminó viviendo ahí de casualidad y añora los tiempos pasados: “Antes nos llevábamos mejor. Había más familias. Ojo, las sigue habiendo. Acá, todos cuidamos de los gurises. Les decimos que estudien que vayan al liceo y a la Utu”. Lo remarca con el orgullo de pertenecer a esa comunidad, mientras habla firme sin dejar de mirarme a los ojos. A pesar de su problema de salud y de no tener la familia junto a él, subraya que estar en ese lugar le da vida. Sin embargo, admite que las condiciones de su vivienda no son las adecuadas: “Mi hija, que es doctora, cuando vino me dijo que no podía vivir así”, y detalla que en días de lluvia cuando el agua llega a sus casas intenta frenarla con troncos y trancas en la puerta pero en una ocasión tuvo que romper el techo y salir a la rambla. Con trabajo pendiente indica que llegan más barcazas y sigue con sus actividades.
Son las doce del mediodía y recién llegan, salieron a las cuatro de la mañana. Son tres barcazas y dos pescadores en cada una. La tercera se dificulta subirla en la rampa de material, pero un camión genera la fuerza necesaria para el ascenso. En el improvisado puerto todo es dinámico: los compradores observan el producto, los pescadores clasifican en cajas, los perros juegan alrededor, las gaviotas vuelan sobre el lugar y las familias salen a buscar a los pescadores.
Karina se acerca con su hija de nueve meses en brazos. Es morocha, lleva su pelo negro llovido y gestos de cansancio, parece tímida pero dispuesta para hablar. Cuenta que ella y su marido viven hace tiempo de la pesca, pero hace tres años que se mudaron sobre el mar. “Antes veníamos solo para el verano, porque la gente en el verano quería usar sus casas. Hasta que un día nos decidimos y nos quedamos acá; pero ya nos estamos por ir, porque estamos armando una casita allá arriba”, dice señalando hacia la parte suburbana del balneario. Busca a su marido para que detalle sobre el trabajo pero cuando lo ve ocupado se encarga ella. No solo maneja el oficio sino que es el pilar de esa familia. Trabajó durante mucho tiempo en la preparación de las herramientas de los marineros como alistadora, pero ahora se dedica a sus hijos, quienes según ella “fueron pescados en el agua”. Conoce sobre los problemas que pasa la comunidad, advierte que la pesca artesanal en esa zona está mermando por el aumento de la presencia de lobos marinos -protegidos por la Dirección nacional de recursos acuáticos (Dinara)-, que se comen la carnada. Aclara que sus viviendas están autorizadas por la Dinara y que la conexión de luz y agua están regularizadas bajo convenios de tarifas reducidas.
El trabajo sigue, disponen junto a sus casas algunas mesas para filetear y para preparar las carnadas del otro día. Renzo y Diego son alistadores, sus físicos flacos y dedos concentrados no parecen aptos para embarcarse y resistir ráfagas de viento u oleajes severos, pero los dos recuerdan sus días en el agua. “Hace más o menos un año se ahogaron un par de conocidos, me asusté y no quise salir más”; ese relato se repite y los que salen reconocen el riesgo que corren. Ante esos miedos me acuerdo de la frase “es dulce morir en el mar”, que repite decenas de veces Jorge Amado en su novela Mar Muerto sobre pescadores de Bahía, pero no coincide con lo que sienten ellos. No ven dulzura en terminar en el fondo del Río de la Plata.
Renzo vivió un tiempo en el asentamiento, se embarcó y ahora dice que está retomando el trabajo. “Acá si no pescáramos tanto cangreo nos llenaríamos de guita. No sabés la cantidad que tiramos”. El cangreo no sirve para filetear y lo tiran en la orilla cuando terminan de bajar el resto de la pesca. Destacaque a todos les gustaría que su actividad estuviera regularizada, pero concluye que a nadie le importa, a los partidos políticos no les interesa su situación y los sindicatos no aparecen. Remarca que hay proyectos de viviendas coordinados con todos “estos ministerios nuevos” -en referencia al Mides en coordinación con el Ministerio de Vivienda-. Parece que no le convence ninguno, pero aclara que por más que lo alejaran unas cuadras del mar les serviría igual. “Acá a la gente no le gusta vivir así”, afirma. Mientras habla coloca la carnada en los anzuelos y limpia las líneas. En tanto, Diego se mantiene a su lado, callado, concentrado en su tarea pero seguramente también mantiene la atención en la charla.
Diego es uno de los tantos que se criaron ahí, conoce los detalles de la cotidianidad de la comunidad que se formó. Se alejó de la actividad primero para estudiar en el liceo de Pan de Azúcar y después para dedicarse a la producción y venta de artesanías. “Vine a trabajar un poco porque necesito plata para viajar. Hoy puedo sacar mil pesos”, admite sin mucho entusiasmo. Un vendedor de tómbola lo interrumpe, pero nadie parece confiar en la suerte, o se la reservan para cuando estén embarcados: “Nací pobre y voy a morir pobre”, bromea Karina.
Roberto “Camarón” Anza pasa cerca de las mesas rezongando. “Tuve un día de mierda con ´m´ mayúscula”, resalta. Es el dueño de las barcazas, no vive ahí y hace treinta años que se desempeña en la pesca. Cada embarcación tiene un costo de unos cinco mil pesos por día entre combustible y mantenimiento, sin contar los jornales de cada uno. El dueño es el último en cobrar y cuando la pesca no es buena es el más afectado. Trata de no hablar, pero putea con amabilidad. Deja la invitación de charlar en su casa y de ver Corto Camarón, un audiovisual que produjo una estudiante de la Licenciatura en Lenguajes y Medios Audiovisuales de la Facultad de Bellas Artes de la UdelaR, que se dicta en Playa Hermosa.
Los puestos en la rambla siguen incrementando su afluencia y las ventas. Brótola, pescadilla, lenguado, miniatura de pescado y buñuelos de alga, es la oferta. Las vendedoras, con unas arrugas que parecen devenidas de tantas sonrisas, convencen a todos los transeúntes a probar la pesca fresca. Mientras, las gaviotas ansiosas se apilan en la orilla por el pescado que les tiran, y los pobladores alternan las preparaciones de los filetes y de las carnadas con las tareas domésticas. Saben que en el otro lado del cerro San Antonio toda una ciudad espera un plato para degustar el resultado de su trabajo. La incertidumbre no queda solo en dónde tirar las líneas para encontrar el pescado, sino que los envuelve día y noche mientras que aguardan que los lobos marinos no coman sus carnadas, que los precios no bajen demasiado, que la marea no suba hasta sus hogares y, sobre todo, que los marineros vuelvan en sus barcazas. La premisa de que para salir de la pobreza no hay que darle el pescado sino enseñarles a pescar, no se cumple ni siquiera literalmente, una vivienda digna que no los aleje de su fuente de trabajo es lo que quieren y necesitan para vivir adecuadamente. En fin, obras públicas que no se queden solo en inmacular la zona al sur del cerro San Antonio.
Texto y fotos: Sebastián Bustamante
 





















 





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