Mirar hacia atrás para entender el presente. Conocer el lugar donde vivimos a veces es tan simple como recorrer con la mirada los espacios que frecuentamos y descubrir cómo y cuándo fueron construidos, quiénes los fundaron, de dónde eran las primeras familias que se instalaron allí. Y, aunque nos parezca extraño, los sitios donde la muerte reúne a las personas, que hacen a un lugar, también nos cuenta cosas. “Hay una máxima que dice: “Si quieres conocer cómo es una ciudad, empieza por ir al cementerio”, asegura Eduardo Montemuiño, arquitecto, investigador y, desde el 2015, coordinador nacional de la Red Uruguaya de Cementerios y Sitios Patrimoniales.

Aunque hasta principios del siglo XX era frecuente que las necrópolis recibieran excursiones de visitantes, con el paso del tiempo el interés por recorrerlas se fue perdiendo. En este sentido, lo que la red propone es “recuperar el lugar del cementerio en la cultura”, explica Montemuiño a Sala de Redacción. El arquitecto entiende que la actividad tiene un gran potencial turístico. Por eso, en nuestro país, la red de cementerios viene trabajando conjuntamente con el Ministerio de Turismo (MINTUR) para elaborar un plan de acción que fomente el desarrollo turístico nacional e internacional. La referente territorial de la región metropolitana y de producto cuultural de planeamiento estratégico del MINTUR, Irene Cabrera, entiende que “descubrir y acercar la visión patrimonial de los cementerios permite abordar y poner en valor las cualidades artísticas, históricas, monumentales, arquitectónicas y tecnológicas que están visibles en cada sitio y que dialogan con los territorios que los albergan”.

La experiencia

El encuentro con el 300 a Instrucciones ya me es familiar y subo con la suficiente confianza como para darle las buenas tardes al chofer -¿o buenas noches?- y acomodarme en uno de los últimos asientos del ómnibus. Son las 19 y 30 y el sol se ocultó hace ya un rato. El frío se ajusta a la época invernal que ambienta la extraña visita a la que me dirijo, mientras las nubes parecen resguardar un resto de la lluvia que pronosticaron para más temprano.

Para cuando desciendo del bus en Gonzalo Ramírez y Ejido me recibe una fila de personas que se despliega unos metros sobre la vereda del templo fúnebre. Eso me ayuda a mantener un poco los nervios bajo control y, al mismo tiempo, me deja sorprendida. Nunca hubiera imaginado tanto interés en recorrer un lugar donde, a mi parecer, solo hay paredes con moho y huesos en cajones sellados hace rato, o si acaso, indicios de lo que alguna vez conoció la vida.

Es ahora cuando comienzo a preguntarme si quizás hubiera sido buena idea llevar a alguien conmigo. Pero ¿cómo lo hubiera planteado? ¿Era un plan atractivo para una invitación? Para las personas de la fila que crece a mis espaldas parece que sí. Con estos pensamientos en mi cabeza, y con el miedo de no saber cómo atravesaré la experiencia sin un cómplice al que aferrarme cuando alguna situación requiera ser comentada, empiezo a avanzar junto al grupo de curiosos visitantes.

Parejas, familias completas y amigos ocupan de a poco el hall apenas iluminado por una luz que no sé de dónde viene y que colorea de sepia la bóveda que cubre nuestras cabezas. A diferencia de lo que esperaba, el silencio no es sepulcral y advierto que no soy la única que ha venido sola. Una joven que se me presenta como Andrea dice que vino por el invitado especial del tour, Guillermo Lockhart, quien según leí estará compartiendo historias y leyendas relacionadas al cementerio.

En mi caso, no fue su presencia la que alimentó mis ganas de venir. Tampoco el morbo. En cambio, me incentivó la incertidumbre de lo que podría llegar a encontrarme. Hasta ahora estaba convencida de que a nadie le gustaban los cementerios. No parecía haber razones alejadas del dolor que pudieran motivar a alguien a desplazar sus pies por estos pasillos, así que inevitablemente ahora me pregunto por qué veo tanta gente entusiasmada con el recorrido. Quizás desde el prejuicio, imagino que el atractivo estará en las supersticiones sobre la vida después de la muerte, los fantasmas y las experiencias sobrenaturales, que suponen un gran enigma para la mayoría. Sin embargo, a mi alrededor escucho conversaciones de lo más diversas:

–Dicen que te dan una pala y podés enterrar a quien vos quieras- bromea un muchacho a mi lado y, como no tengo con quien compartir la ocurrencia, sonrío para mí misma.

Vidas, muertes y símbolos

El Cementerio Central se fundó en 1835. Fue una de las primeras y más importantes necrópolis en construirse en nuestro país. Aquí se refugian los restos de algunas de las más destacadas figuras uruguayas, como Delmira Agustini, Mario Benedetti y Luis Alberto de Herrera. Ubicado en el Barrio Sur, el predio de unas tres manzanas da la espalda a la rambla República Argentina y extiende su entrada principal sobre la avenida Gonzalo Ramírez. Aunque hace casi un siglo fue situado allí estratégicamente, para mantener a la ciudad alejada de cualquier epidemia o enfermedad que llevaran consigo los difuntos, hoy se encuentra asediado por complejos de apartamentos que lo iluminan, y sonorizado por el frenético tránsito capitalino.

Desde la recepción y mirando sobre el tumulto de gente, intento ver un poco más allá, donde la oscuridad parece resguardar secretos e historias que en breve vamos a conocer. Alo lejos, un destello de luz blanca se aproxima hacia nosotros. Cuando está lo suficientemente cerca, descubro que proviene de una linterna con la que el guía viene iluminando su camino. Al llegar a donde estamos, se presenta y reúne a los visitantes en torno a las escaleras de la pequeña capilla ubicada unos metros más adelante. Junto a Lockhart, que lleva consigo un farol portátil para sumarle más misticismo al encuentro, explica cómo transcurrirá el paseo. Ambos nos dan una breve introducción sobre la historia del cementerio y adelantan algunas de las cosas con las que nos encontraremos, mientras las nubes grises se despejan en el cielo nocturno y dan lugar a una luna despampanante que nos acompañará en el camino.

Durante el tour nos enteramos de cuáles son algunas de las familias que descansan aquí y, entre otras cosas, aprendemos el significado de las columnas truncas. Aunque parecen construcciones inconclusas o dañadas por algún factor ambiental, en realidad son tumbas donde descansan aquellos que fallecieron de manera imprevista o trágica. Es que en el cementerio todo contiene una explicación, una historia. Cada estatua, escultura, panteón u ornamento captura un momento en el tiempo. Los materiales y técnicas utilizadas para su creación reflejan maneras de vivir que pretendieron perpetuarse hasta en la morada final, y que no solo representan la historia de las personas, sino que nos permiten comprender cómo el significado de la muerte, y por tanto el valor que se le da en cada momento, va mutando con el pasar de los años. 

Un tanto más absorta en lo que tienen para contarnos los guías, la caminata, para mi gusto, resulta algo torpe por momentos y me invaden las ganas de estar sola. Los flashes, los murmullos, las discusiones fuera de contexto y el aburrimiento expresado por un niño a su madre me hacen pensar que la gente ya ha olvidado dónde se encuentra. O quizás no. Quizás es que mi desencanto por los cementerios ha sido desterrado por mi repentino interés en cuidar el entorno. De repente, considero un sacrilegio conversar sobre la salinidad del agua mientras el guía intenta reivindicar la figura de José Pedro Varela y la importancia de conocer que también él tiene un descanso en este lugar, al que nadie visita.

La sensación de descontento con nuestra indiferencia hacia estos personajes se queda conmigo un rato. Otras personalidades como él, que cambiaron el rumbo del Uruguay como país, que aportaron y sacudieron nuestra sociedad desde sus distintas labores, reposan en este lugar y yo, hasta el momento, lo ignoraba totalmente. Ni siquiera se me había ocurrido preguntarme cómo habían transcurrido las últimas horas de la vida terrenal para ellos. Hasta ese momento, su muerte no me interpelaba de ninguna manera. Tampoco imaginé que existiera un esmero como el que estaba presenciando para representar las distintas maneras de vivir. La relevancia de lo estético en aquellas estructuras significaba una competencia entre quién era más protagonista incluso después de la muerte.

Un par de horas después y finalizado el trayecto, me voy con más información y más preguntas de las que tenía cuando llegué. La reflexión se hace presente de forma inevitable y vuelvo a la parada del bus con la sensación de haber entrado sin permiso en un lugar donde reside la cúspide de la vulnerabilidad humana. Se siente casi como violar la intimidad de los residentes en este hospedaje eterno. Cuando recorrés un cementerio, las bromas y la necesidad de hablar no se hacen esperar, como si el lugar incomodara lo suficiente como para mantenerse callados y la palabra fuera un salvavidas. La noche incrementa esa incomodidad, como si nuestro vínculo con el contenido de esos cajones de mármol, piedra y concreto, se estrechara y nos volviera más conscientes de nuestras limitaciones.

RAFAELA ROJAS

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