La Previa


En la madrugada del domingo 15 de abril se respiraba, se palpaba y se oía algo especial en Montevideo. No era el aroma del rosedal del Prado, ni la espuma del río de la playa de Pocitos, ni las lonjas del Barrio Sur: eran los pulmones, el tacto y la voz de Paul McCartney que habían arribado al Uruguay hacia algunas horas.
El maremágnum humano forjaba una cola desde las primeras horas del día, aunque fuentes veladas dijeron haber visto a un hombre acampando las dos noches previas al toque, cerca de la tribuna Colombes, vaya a saber uno a santo de qué: el show del ex Beatle estaba pautado para las 20:30 horas. En los alrededores del Centenario te podías encontrar desde un joven de 20 años con sus amigos new beat, con lentes negros y remera publicitando el show de Paul, hasta una familia clase media estándar uruguaya, con padres maduros de tranquilo semblante e hijos dislocados ante tanto movimiento, y los contemporáneos de Paul, de pelos largos plateados, anacrónicamente hippies. Los vendedores pululaban como moscas: ofrecían remeras de mala calidad a un alto costo, posters impresos, quizás hasta en su propia casa, y algunos pegotines de dudoso gusto. Ni siquiera ofreciéndoles comprarles sus souvenirs con libras esterlinas se los podía ahuyentar.
Estaba dispuesto que a las 16:00 horas se abriera el primer vallado. Existían dos colas, una para la tribuna Colombes y tribuna y platea Olímpica y otra para campo, tribuna y platea América. La organización detrás del mencionado vallado fue lamentable. Además de la cartelería precisa, había gente de la organización explicando como se debía hacer para ingresar. A pesar de esto, no existía ningún tipo de seguridad para evitar la clásica y desvencijada viveza criolla: las nenitas que se acercaban haciéndose las “yo no fui” a tratar de colarse, y peor, viejos de cincuenta y largos parados viendo como era la movida para colarse cuando se pudiera.
Para los más afortunados la espera fue afable, ya que su ingreso fue adredemente tardío gracias a sus asientos numerados, para otros fue una odisea de varias horas de espera; y también estuvieron los típicos uruguayos  que llegaron un rato antes y se ubicaron donde pudieron. La prueba de sonido terminó cerca de las 17:00 horas  y entonces el público, al fin, pudo pasar el primer escalón para llegar a Paul. Un aluvión de gente empezó a correr para encontrar su ubicación en las respectivas puertas de entrada. Había personas que corriendo se caían, otros desaforados gritaban “All you need is love” a una cámara que reposaba allí. La vieja beatlemanía había llegado al Uruguay.
Let it in –  La vida después del vallado
Un poco más de las 19:00 horas el músico uruguayo, joven en edad pero maduro musicalmente, Martín Buscaglia, estuvo al borde de caer en el abismo: la organización lo dejó en la cornisa. No le permitieron cantar y se dedicó a tocar sus innovadores y antiguos juguetitos y a realizar una payada, ya que lo le dejaban cantar temas de su autoría (para qué no se llevara demasiada plata por los derechos de autor, que ante tanta multitud, superarían, aproximadamente, los 50 mil dólares) y también a tocar un poco su guitarra. Tres canciones y chau, gracias gurí, pero este estadio te queda grande y tu caché es demasiado chico.
Por fin se hacía la hora, eran casi las 20:30, y mientras algunos se ponían nerviosos tomando un café cargado, otros fumaban serenamente marihuana al lado de señoras que perfectamente podían ser sus sobreprotectoras abuelas. Todo podía convivir estoicamente allí.
Un audiovisual comenzó con puntualidad inglesa. Fue de media hora y dio la sensación de ser un tanto extenso en el cual se narraba la historia de Paul en imágenes. Este sirvió de reseña histórica para su salida a escena a las 21:00 horas. Comenzó furibundamente con el conocido Hello, Goodbye de The Beatles, haciendo levantar a más de uno. Luego prosiguió con una lista de canciones en la cual intercaló algunos no-hits de los cuatro de Liverpool con otras lindas melodías de los Wings, y pocas canciones de su carrera solista.

La química entre el público y el músico fue muy buena: este último le habló unas palabras en español y saludó a las personas que estaban viendo el show en los estadios de Rivera y Maldonado. “Voy a tratar de hablar un poco de español, pero más que nada en ingles”, expresó el británico más famoso del mundo. Pasó la primera hora y media del recital y el tipo seguía en pie, intacto, sin tomar siquiera una gota de agua, con sus setenta veranos arriba. Había pasado de ser Sir Beat a ser un músico más en esa escena barroca.
El quiebre emocional del show fue cuando comenzó a versionarse a si mismo, aclarando que fue con la ayuda del difunto George Harrison, con el cual hizo la bella canción Something. Allí el espíritu beat emergió de la grama enojada del centenario. En ese momento pudo verse la mesurada emoción y el desparpajo de los más jóvenes, la piel de gallina de los más adultos y las lágrimas de cocodrilo de las autoridades. El ex Beatle removió en los más veteranos sus aventuras impúberes, y en las juventudes, reticencias de un pasado que no fue.
Luego prosiguió con temas más pegadizos y rockeros, pero el primer éxtasis ácido y anacrónico de la noche fue Let it be. “Y cuando la noche está nublada todavía hay una luz que brilla sobre mi, brilla hasta la mañana, déjalo ser”. Esta canción fue dedicada a su madre, que había fallecido en los cincuenta, y un día, diez años después, tras una inspiración melancólica, retrató a su madre con una excelsa creación. Los encendedores y los celulares comenzaron a brillar por todas las tribunas y Paul continúo con Give Peace a Chace, canción compuesta por su entrañable amigo John, en donde la gente se emocionó y siguió el tempo que indicaba la canción con las palmas de sus manos, con la clara sensación de que John la escuchaba desde algún lugar del cosmos.
Iban más de dos horas de show cuando su voz de alondra invadió desde el estadio a toda la ciudad: ya no era la voz de Paul ni un tema de su autoría, el jardín de gente del estadio la hizo suya, desde la melodía hasta los arreglos corales, y por un momento Montevideo fue Liverpool. Fue el momento de Hey Jude. A los fans de los Beatles, emocionados, se les piantaban lagrimones como los de un fino vino oriental mezclado con unas gotas nostálgicas tangueras.
Los espectadores estaban satisfechos, ya iban dos horas y media de show. “Te podes ir a casa tranquilo, macho”, gritó una voz perdida entre la multitud; pero no, el señor salió y regaló dos largos bises más. La banda sonaba a más no poder y estaba conformada por los excelsos (y en comparación desconocidos) músicos Rusty Anderson, palpando la guitarra y haciendo coros, Paul Dickens, acariciando los teclados, Brian Ray, seduciendo a la otra guitarra y desmitificando el bajo, y el afable Abe Laborie haciendo mierda (de esas de las que brotan las flores más bellas) la percusión y amenizando los coros.
Paul McCartney se retiró del estadio dejando un aura de misticismo, abandonando y a la vez uniendo, aunque sea en un par de canciones, a 50.000 hombres y mujeres. En estos tiempos apocalípticos de incomunicación humana fue como agua bendita del Dios de la música. Al final más de uno se quedó pensando en los versos de Let it be: “Y cuando la gente de corazón roto que vive en este mundo se ponga de acuerdo, allí habrá una respuesta, déjalo ser”. Paul lo hizo, y eso, ni el más abyecto corazón lo podrá negar jamás.
Camilo Álvarez Santángelo

FacebookTwitter