Las esperanzas de una nueva vida, las pertenencias más preciadas, las recetas de los antepasados y los recuerdos, son tan solo algunas de las cosas que se podrían agregar a una lista ficticia de elementos inmateriales que llevan las personas consigo a la hora de cambiar de país. Y es que migrar implica dejar mucho atrás, pero también aferrarse a una serie de cosas que funcionan como ancla al lugar de origen. En muchos casos, a esta lista imaginaria también se le podría sumar la fe.

Desde el siglo XIX fueron varias las comunidades religiosas que arribaron a Uruguay. En este sentido y según relató el investigador y profesor de Historia, Roger Geymonat, el establecimiento de la iglesia anglicana en 1844 marcó el inicio del protestantismo de inmigración y a lo largo del siglo los luteranos, los valdenses, y los colonos suizos completaron el escenario religioso del Uruguay.

Ya entrado el siglo XX, sucedió la llegada de los armenios, impulsada por el genocidio de esta comunidad en el Imperio Otomano, entre 1915 y 1923. Luego de la segunda guerra mundial, alemanes del este emigraron hacia Paraguay, Uruguay y Argentina, y trajeron consigo el menonismo. Asimismo, los judíos también se posicionaron como una religión de inmigración.

El especialista recordó que a lo largo de la historia, los inmigrantes italianos tuvieron una muy notoria influencia en la religiosidad popular católica del país. Muestra de esto es la incorporación de santos como San Cono, San Roque, la Virgen de las Flores y la Virgen de Nueva Pompeya. “Incluso en el siglo XIX uno de los problemas que tenía la iglesia católica uruguaya era la escasez de clero, es decir de sacerdotes uruguayos, y entonces tenían que recurrir a inmigrantes españoles o italianos”, agregó Geymonat.

En la actualidad, los flujos migratorios que recibe Uruguay están compuestos en su mayoría por venezolanos, dominicanos y cubanos, culturas con una fuerte tradición católica. “Son tres países donde el nivel de religiosidad y de práctica religiosa es muy alto, a diferencia de los niveles de práctica religiosa de los uruguayos, lo que hace que estos migrantes tengan una presencia significativa y notoria en las comunidades, especialmente católicas y evangélicas”, contó a Sala de Redacción Nicolás Iglesias Schneider, trabajador social e investigador especialista en religión y política.

En tanto, María José Carrau, secretaria de la Pastoral Social de la Arquidiócesis de la Iglesia Católica de Montevideo, coincidió con esta visión y, a pesar de que aún no existen datos oficiales, aseguró que “se constata en varias parroquias ese flujo de migrantes” que participa y se incorpora a la comunidad religiosa. Al igual que Iglesias, Carrau identificó que es visible que estas comunidades “viven más naturalmente la religión”, hablan cotidianamente de Dios y toman en cuenta sus creencias en todos los aspectos de la vida, algo que “en Uruguay no es lo común”. 

La iglesia como institución integradora 

A lo largo de la historia religiosa de Uruguay, las iglesias funcionaron como un bastión de unidad e identidad en los grupos inmigratorios. Pero a diferencia de los que llegaron al país durante el siglo XIX y XX, los nuevos flujos migratorios se caracterizan, en su mayoría, por integrarse a las comunidades existentes.

“Las iglesias cumplen una función social para los migrantes en la llegada, en la recepción, en la bienvenida”, comentó al respecto el especialista en religión. Añadió que “muchas veces llegan a un país nuevo y no conocen mucho de la realidad del país y buscan encontrar una iglesia que sea parecida a la propia de su país de origen”, ya que “en estos lugares encuentran redes de contención, de ayuda, de integración a la sociedad uruguaya”.

Carrau, por su parte, aseveró que “se incorporan muy naturalmente, no hay costumbres muy diferentes”. En este sentido, la integrante de la Pastoral expresó que el papel de la iglesia ha sido acompañar a esta comunidad a través de distintos proyectos. Por ejemplo, en Montevideo hace 20 años que funciona un hogar para hombres migrantes, atendiendo las características de las oleadas de ese momento. Con la llegada de núcleos familiares, un proyecto impulsado por la pastoral social de la Arquidiócesis, la Conferencia de Religiosos del Uruguay y las hermanas franciscanas acoge a familias en un hogar que queda en el Fortín de Santa Rosa. En promedio alberga a tres familias por trimestre.

Asimismo, el servicio Jesuita tiene un grupo que se centra en orientar en temas de documentación y apoyo humanitario de alimentación y ropa. También cuenta con un pequeño hogar, que recibe a algunas familias y tiene una suma de dinero que se destina a apoyar a los migrantes en lo que tiene que ver con la vivienda. “La mayor dificultad que hay siempre es la vivienda, es un país caro, un país donde es muy difícil alquilar, se piden garantías, depósitos, que cuando llegan acá no tienen”, manifestó Carrau. En este sentido, recalcó que “no hay un apoyo del Estado puntual para los migrantes” y que desde la iglesia católica ven fundamental el trabajo en red con organizaciones sociales y diferentes confesiones religiosas para contribuir con aquellos que lo necesitan.

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