“El joven vive siempre con la plenitud del todo o nada”, señala Sara Méndez, y echa un suspiro de esos que dicen más que lo nombrable. Su niñez estuvo habitada por la religión; visitas diarias de sacerdotes a su casa, llenar el banco de la iglesia con su familia, creer a la religión como herramienta para que el otro pueda mejorar su situación.

Pero la convulsión social de los años sesenta marcó un quiebre en la iglesia y en su vida. Se comenzó a cuestionar el poder económico de la religión y la ayuda que brindaban a los sectores más pobres. “La militancia de izquierda de los países del sur proviene de este rompimiento. Desde la iglesia se empieza a trabajar en cantegriles, villas, se manifiesta la teología de la liberación”.

Raúl Olivera Alfaro empezó a militar en su liceo de Las Piedras sin tener noción de lo que implicaba. El fervor de la Revolución cubana lo llevó a adherirse a los paros liceales y a evadir la constante insistencia de su padre para que simpatizara con la Unión Blanca Democrática (UBD) del Partido Nacional. En un acto de la Juventud de la UBD invitaron a retirarse a los “barbudos” simpatizantes de Fidel Castro, y si bien Raúl no se sentía comunista, aprovechó la oportunidad para apartarse por completo de ese partido tradicional, porque de todas formas ya sabía que empezaba a tirar para la izquierda.

“Mi militancia fue independiente y, luego, con la Federación Anarquista del Uruguay” (FAU), cuenta Raúl, pero su militancia comenzó antes, como sindicalista. A los 18, con el liceo terminado y pisando la década de los sesenta, empezó a trabajar como telegrafista en la ferroviaria, y siendo el más chico de los aproximadamente 12 mil trabajadores, se unió de inmediato al gremio y formó parte de la dirigencia de la Unión Ferroviaria. 

Si algo quería y quiere Sara es generar cambios en la sociedad, así que comenzó la carrera de magisterio, porque creía que ser maestra rural sería fundamental para borrar la soledad del campo y la pobreza de los pueblos. El Movimiento de Maestros Rurales la acobijó en su primera militancia, pero con el tiempo se dio cuenta de que necesitaba de una radicalidad y organización más potente y del destierro absoluto de sus creencias religiosas. Así llegó a la Federación Anarquista Uruguaya (FAU), con la visión adolescente de poder cambiar el mundo, con la certeza de que sus compañeros y la política eran el eje central de su andar.

Luego de crearse la Resistencia Obrero Estudiantil, los jóvenes empezaron a tomar más fuerza militante y a ligarse con los trabajadores. Compartieron huelgas, paros y ocupaciones, aprendieron unos de otros. Desde militar, hasta hacer pegatinas y ver a la mujer como una compañera más. Estos movimientos costaron muertes, discusiones, ocupaciones y persecuciones. Los obreros aprendieron a actuar como los fervientes jóvenes; ocuparon talleres, echaron militares tirando tuercas, piedras a los ómnibus; pararon trenes, pintaron paredes.

No pensar en qué podría pasar, sólo pensar en militar, ese era el lema de la juventud militante. Sara conoció a Mauricio Gatti en la FAU, de compañero a esposo y de esposo a, luego, padre de su hijo Simón. Rondando ya los años setenta, la Federación fue ilegalizada, pero eso no detuvo los encuentros ni tampoco la publicación de una revista clandestina de carácter informativo, en la que ambos escribían. Sin embargo, los compañeros empezaron a caer, uno a uno, y llegando al ’73, con Gatti decidieron exiliarse en Argentina, que por mucho tiempo, según Sara, “fue un centro de militancia para los perseguidos”.

Raúl a su primera esposa la conoció en un baile del pueblo, y se mudaron a una casa en el fondo de la de sus padres, donde tuvieron dos hijos. Ella no militaba, no era común que las esposas lo hicieran, eso era algo de los obreros, ellas se ocupaban de lo doméstico. No pasaba lo mismo en los ámbitos de militancia estudiantil.

 “Son años en los que se da una cierta ósmosis de la política con la vida”, resume ahora Raúl, y a partir de allí, las relaciones se empezaron a tejer a la par de estas luchas.

Efervescencia

En 1973 el gobierno intervino ciertos entes autónomos, y el ferrocarril nombró a un dirigente militar. Raúl se burló de su gestión en un diario, lo que le costó un sumario. El 27 de junio se declaró la huelga general, el mismo día lo suspendieron, subsistió. Lo buscaron. Se sabotearon las salidas de los trenes. Escapó. La tercera es la vencida y el 31 del mismo mes apresaron a 36 participantes de la dirección. Los llevaron al cuartel de Peñarol.

La huelga terminó, pero los trabajadores protestaban por sus compañeros: “saldrán los trenes cuando los compañeros sean liberados”, reclamaron. Los llevaron a la Escuela de Armas, soltaron a un grupo para que dialogaran y pararan las movilizaciones. Al resto los torturaron, mataron a uno del grupo. Los trasladaron al Cuarto de Caballería, los tuvieron en la vuelta como calesita, última parada: Penal de Libertad. Raúl cayó como muchos, bajo la represión sindical tras la huelga general. La muerte de su compañero se denunció afuera, la pagaron los de adentro, inclusive Raúl: seis años y medio entre rejas.

La noche del 13 de julio de 1976 Mauricio no iba a dormir en la casa. Por la tarde, habían ido a buscar materiales para trabajar con cerámica. Por la noche, Sara estaba en su casa de Belgrano junto a Simón, que había nacido hacía 20 días, y Acilu, una compañera que vivía con ellos, cuando militares vestidos de civiles patearon la puerta, rompieron las ventanas e irrumpieron en su hogar. “¿No me reconocés? Soy el mayor Nino Gavazzo”, dijo uno de ellos, y mientras tomaba a Simón, les dijo que las trasladarían a un lugar donde el bebé no podía estar.

Maniatadas y vendadas, se las llevaron a Automotores Orletti, uno de los centros de reclusión y tortura que las dictaduras del Cono Sur tuvieron en Argentina. Bajo una operación rápida pero con un profundo seguimiento por detrás, otros militantes también fueron secuestrados esa misma noche y trasladados a Orletti, lugar en el que permanecieron hasta el 24 de julio. Ese día se realizó el Primer Vuelo.

El tiempo que Raúl estuvo preso se abocó a leer. Aprendió de literatura, sobre la ideología, de derechos humanos, sobre códigos. “Está enfermo” quería decir que alguien estaba requerido, “lo internaron”, era que ya lo habían agarrado. Así se enteró del secuestro de parte de sus compañeros y de que perseguían a su abuelo, con quien no tenía relación y desconocía que era fundador del Partido Comunista del Uruguay (PCU).

El primer punto de llegada de aquel vuelo fue el centro clandestino de Punta Gorda. Los mismos oficiales y parte de la tropa del operativo fueron los que participaron en la detención de casi cuatro meses, en los que a los ojos familiares e internacionales, los detenidos se habían convertido en desaparecidos. “La gente pensaba que se había prolongado el tiempo de incomunicación, pero que ibas a aparecer”, explicó Sara, y sin embargo, “era evidente que cuando nos secuestraron nos iban a matar, los que quedaron en Orletti fueron todos asesinados, y nuestro destino también era ese”.

Marcha del Silencio

R – Es que habían ocurridos hechos muy trascendentes, habían matado a Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz…

S – ¿El 20 de mayo es, Raúl, cuando aparecen los cuerpos?

R – 20 de mayo. Fueron y asesinaron a dos figuras prominentes, también intentaron matar a Wilson Ferreira Aldunate y al viejo Erro. Después secuestraron a Elena Quinteros y se dio la única ruptura de relaciones de un país con la dictadura, un escándalo internacional.

Ese 20 de mayo hizo que hoy, desde hace 24 años, no sea un día más. La Marcha del Silencio se originó en 1996, por iniciativa de Rafael Michelini, hijo de Zelmar Michelini, en homenaje a su padre y a Héctor Gutiérrez Ruiz, a Rosario Barredo y a William Whitelaw, acribillados y encontrados en el interior de un auto el 20 de mayo de 1976. Pero también a todas las víctimas de la dictadura cívico militar y en repudio de la violación constante de los derechos humanos. Luego de la primera fecha, la organización de la marcha estuvo y está en manos de Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos.

“Las primeras consignas eran por ‘verdad’, porque la sociedad uruguaya no estaba en condiciones para hablar de ‘justicia’”, afirmó Rafael Michelini a Sala de Redacción, pero hoy, se lucha por verdad, por justicia, por basta de impunidad y por nunca más.

Se les propone aceptar que su detención había sido en Uruguay y, que en caso contrario, irían a ser trasladados a Argentina, “y ahí saben lo que les espera”, formuló uno de los militares. La falsa aparición se preparó, a Sara y a otros más los trasladaron a un chalet alquilado en Shangrilá, montaron un operativo llamativo; camiones del ejército, la manzana rodeada, la salida forzosa del chalet con los detenidos ya esposados y vendados. “Querían hacer creer que la subversión seguía activa y que estábamos en el país organizando nuevamente la guerrilla. Por eso hacían que los operativos fueran muy evidentes”. En consecuencia, contó Sara, “sacaron comunicados de prensa de lo que hacía la fuerza conjunta de aquella época, con fotos y mucho material totalmente armado, incluso nos ponen armas en el chalet”.

En noviembre Sara pasó a Punta de Rieles y, los hombres, al Penal de Libertad. No fue hasta el año 81 que volvió a las calles sin esposas, y con la intención de recuperar a Simón, de quien no había sabido más desde aquel 14 de julio de 1976. Raúl, por su parte, tomó real conciencia de lo que era un desaparecido como tal cuando salió de la cárcel, en 1980.

Amnistía con amnesia

Los ex presos políticos se conocieron en un festejo, ya calmada la dictadura, presentados como los “militantes libres más veteranos”. Su fervor militante no había envejecido, y todavía no lo ha hecho. 

Sara y Raúl viven en Marindia desde hace nueve años. “Al lado del iglú”, es la referencia más clara, de un sitio que reboza de naturaleza y calidez. Esta casa no fue elegida al azar. Pensaron en Simón, su esposa y su hijo, que viven en Buenos Aires, pero que el verano entre montes y mar no les viene nada mal. Sobre la repisa se puede ver una foto de la familia de Raúl en el fondo de la casa, sus dos hijos y sus dos nietos. Comparten el gusto musical, la biblioteca, los ideales, las luchas, los años de constancia.

Simón estuvo desaparecido por 26 años. La búsqueda se mantuvo con las abuelas de plaza de mayo, con Sara y Raúl, con Mauricio. Pruebas genéticas que dieron negativo, exilios y campañas internacionales, la limitante de estar bajo libertad vigilada, pero nunca tan limitante como para ser un freno. En el año 2002, Rafael Michelini y Roger Rodríguez les comunicaron que tenían información sobre tres personas que podrían ser los que se habían apropiado de Simón.

En 15 días se resolvió un caso que fue infructuoso durante 26 años. “Con el primero que habló Rafael fue con el que era apropiador de mi hijo. Admitió que sí, que él adoptó a ese chico que apareció abandonado, y que estaba dispuesto a hablar”, cuenta Sara. El 3 de marzo tuvieron la información, y el 18 el ADN que, finalmente, dio positivo.

Pero no todos los casos concluyeron en un encuentro. La promulgación de la Ley de Caducidad fue, concuerdan, una de las mayores limitantes. Sobre lo que se iba a hacer al respecto de las violaciones a los derechos humanos ya se hablaba antes de la vuelta a la democracia; la amnistía para los militares no era una opción y, sin embargo, fue lo que se promulgó.

Pero desde los grupos sociales, como el Partido por la Victoria del Pueblo, explica Raúl, tenían una clara posición ante la necesidad de un juicio, porque aún había un caudal importante de compañeros desaparecidos. En el Pacto del Club Naval entre las Fuerzas Armadas (FFAA) y ciertos partidos se determinó no castigar a los responsables, “los militares volvieron a los cuarteles y lo que pasó, pasó. El famoso dar vuelta la página”, concluye. Aunque las denuncias comenzaron a aparecer, la justicia militar se mantuvo, y los implicados sólo podían ser juzgados por esta. “Los mismos que nos juzgaban a nosotros iban a juzgarlos a ellos”.

Con la democracia restaurada, Raúl volvió a trabajar, pero esta vez en la pesca, donde no evitó unirse al gremio. En 1985 el titular de un diario le llamó la atención: “Huelga en AFE” (Administración de Ferrocarriles del Estado). Y volvió a donde su militancia comenzó: la ferroviaria. En el ’89 lo comenzó a trabajar en el Poder Judicial, también se unió a su sindicato, donde llegó a ser presidente. Hoy, jubilado, es coordinador del Observatorio Luz Ibarburu, donde se hace seguimiento, apoyo y control de las denuncias por delitos de lesa humanidad. Es desde ese lugar que se constata que los más de 60 casos aún están paralizados.

Vestigio

Cuando se habla de desaparecidos, no se hace referencia a la tortura ni a los delitos sexuales, “porque quizás eran de los delitos más graves que se habían cometido”, exclama Raúl. Ahora tiene la boca tensa clavada en la bombilla y sin pegar un sorbo, habla del hoy, sin pausas, con muecas que podrían estar exhaustas y, sin embargo, sólo muestran una pelea eterna. “Creer que el tema de los desaparecidos es solamente encontrar los restos, es una forma de limitar la visión que la ciudadanía puede tener en relación a los derechos humanos”.

Se tienen que encontrar los restos, pero también se tiene que hacer justicia. Este último término, que a veces resulta inverosímil, para Raúl significa que el peso de la ley debe recaer sobre los dictadores, para así, además, hacerles saber que lo mismo les pasará a todos aquellos que “aspiren a serlo”. La consigna del “nunca más”, de esta manera, cobra sentido para Raúl.

Sin titubeos, dice que dedica su vida a la defensa de los derechos humanos porque cree que una sociedad democrática se construye cuando no existe impunidad. A su vez, afirma que “el gran desafío que hemos tenido en todos estos años es la lucha del ciudadano común frente al poder del Estado, ya sea el poder dictatorial durante  el terrorismo de Estado, como el poder democrático en estos años. Hace no tanto tiempo, era impensable que Gavazzo fuera a estar preso”.

S: – 30 años de lucha para conseguir una prisión domiciliaria no da para festejo, no da para triunfo.

R: – Frente a esto en el gobierno hay dos posiciones: que está todo bien, y en el otro extremo, que está todo mal. Yo creo que ni una cosa ni la otra.

S: – Estamos hablando de derechos que tienen que estar en la tapa del libro, cuando decís así parece que fuera un gran logro, y es muy poquito lo que se consiguió, que encima, fue todo en base al trabajo continuo de la sociedad civil frente al poder del Estado.

R: – Pero es un avance Sara…

Sara sigue teniendo aquella visión de poder cambiar el mundo. Seguro, por lo pronto, su mundo lo ha podido cambiar, y eso, en la lucha por los detenidos desaparecidos, ha dejado huellas que guían a los demás familiares. Las manos no le tiemblan y la voz tampoco, tiene frío, dice de ir para adentro, pero antes, quiere dejar claro su parecer.

Desde el ascenso del Frente Amplio, el esclarecimiento de los hechos ha sido muy poco, dice, y esto es decepcionante, más aún, si se toma en cuenta que las víctimas pertenecieron previamente casi todas a esta fuerza política y, además, la bandera del gobierno frentista es, supuestamente, la justicia social”.

Pero sin pensar en un final, Sara sostiene que ahora, lo más importante, es que las nuevas generaciones se puedan informar, investigar y definir. “Lo peor es la indiferencia, dar estos hechos como parte del pasado, como si este fuera independiente de nuestro presente y nuestro futuro”, clama, con las retinas sedientas de volver a aquel fervor adolescente, pero con la certeza de estar haciendo todo lo posible para que los jóvenes de hoy luchen como los de ayer.

Agustina Huertas y Camila Zignago

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