Vista desde un quinto piso en la calle principal, Avenida General Flores. Un sol fuerte que aumenta virtualmente una temperatura más bien fría de poco antes del mediodía de un sábado de julio. Un nivel de circulación peatonal bajo, o aparentemente bajo, dada la tranquilidad que se percibe. La avenida, escasa en edificios y semáforos, y rica en tiendas, restaurantes y cebras peatonales, es la columna vertebral de una península de adoquín digna de ser recorrida a pie, de la mano de su ambiente ameno. A sólo unas cuadras, está una de las varias placas metálicas puestas en el piso que reza: “Aquí comienza la Antigua Colonia del Sacramento. Patrimonio Histórico Cultural de la Humanidad, UNESCO, 1995”.

Esta ciudad es uno de los principales sitios turísticos del país y no escapó al hundimiento del turismo en 2020 y 2021. En 2019, se había registrado el ingreso de 285.000 turistas a Colonia, mientras que en 2021 apenas se sobrepasó la cifra de 10.000. Sufrió un golpe aturdidor del que recién se empezó a recuperar en la Semana de Turismo de 2022; hacia el segundo trimestre del año, se habían registrado más de 53.000 visitantes. Con los servicios hambrientos de consumidores y una cantidad de gente que todavía no es abrumadora, Colonia del Sacramento plantea un escenario con circunstancias peculiares. 

Parece un acuerdo tácito que el recorrido del casco histórico empieza por la Puerta de la Ciudadela, punto clave de la ciudad por el que diariamente pasan personas, sacan fotos, observan, por cuenta propia o como parte de una visita guiada. Antes de atravesar la entrada, dos placas metálicas reconocen el lugar como lo que es: “conserva un trazado urbano único en la región y testimonios arquitectónicos valiosos de los distintos períodos de este rico pasado con un sencillo perfil popular”, dice la primera placa, colocada el 6 de diciembre de 1995 para recalcar el mérito histórico de la ciudad. La segunda se colocaba el mismo día, pero 20 años después, para celebrar su vigésimo aniversario como “patrimonio mundial de la humanidad de la República Oriental del Uruguay”. 

Siglos después de la época colonial, la Puerta de la Ciudadela continúa abierta y su puente levadizo permanece bajo. Si bien se puede entrar al barrio histórico por donde sea, la puerta de la ciudadela invita a ser el comienzo del recorrido. Abrazada por el muro en ruinas y los viejos cañones que reposan sobre él, es un símbolo de fortaleza que hoy es abrumado por la atención de la gente. Atravesar la puerta permite distinguir el camino que naturalmente se debe seguir, y al subirse a la parte interior del muro la visión se enaltece. Por la calle que desciende, se llega al Bastión de San Miguel, frente a la costa en la que el Río de la Plata se encuentra con la primera ciudad uruguaya, fundada en 1680.

La única plaza de toros

A cuatro kilómetros del Barrio Histórico está lo que fue la Plaza de Toros del Real de San Carlos, desde 1910 hasta 1912. Después de seis meses de construcción y ocho corridas oficiales, el presidente José Batlle y Ordóñez prohibió la tauromaquia. La estructura pasó más de 108 años de abandono hasta que empezó la iniciativa de su restauración. Desde la calle que la rodea, la fachada remodelada presume orgullo estético, con una arquitectura admirable y grietas revocadas que sostienen lo que hoy es un centro de espectáculos. Una visita guiada permite adentrarse en el lugar con lujo de detalle y contexto histórico; 45 minutos para prestar atención a lo que es y fue la única plaza de toros del Uruguay.

La presencia de tiendas turísticas no se hace esperar, pero tampoco parece abrupta, gracias a la conservación arquitectónica y estética del lugar. Más de tres siglos después, el idioma luso sigue presente por las calles adoquinadas de Colonia. El español con acento uruguayo y argentino se mezcla con el portugués brasileño, para luego dejar lugar a un sorpresivo inglés norteamericano, que conforma así un conjunto lingüístico diverso y curioso. 

El recorrido natural lleva a la calle más famosa de la ciudad, que representa una imagen de la historia colonial uruguaya conservada a través de las décadas. La calle no suspira más; carente de veredas, de anchura angosta, con forma pseudo cóncava y piso de empedrado de cuña, lo que hasta la década de 1940 se llamó calle Ansina, hoy es uno de los principales sitios ineludibles del casco histórico coloniense: la Calle de los Suspiros. Una cadena bloquea el paso de casi todo vehículo rodante a esta vía de una cuadra de longitud. Con casas de color rosado y blanco gastado, su particularidad requiere tiempo para ser observada. Observar para notar que las piedras del suelo, por su irregularidad, son poco amigables al caminar; que esa forma convergente en el centro es, en realidad, el canal de desagüe que hoy apenas es percibido por un ojo atento; que las casas construidas en la primera mitad del siglo XVIII, junto a los faroles y toda la arquitectura lusa, conserva su estado original de manera sorprendente. Ya sea que los suspiros viniesen de los burdeles o de esclavos condenados a muerte, hoy todo lo que se escucha es el silencio atento de la gente y el carretear de las cotorras en la Plaza Mayor, cada vez más presente.

Salvo por una tienda y una galería, las casas de la calle sólo posan como estructuras de piedra, teja y cerámica al servicio de su función turística: construir el paisaje histórico particular del lugar. Este punto de interés atrae un gran flujo de gente, pero no por mucho tiempo. Las personas pasan por la calle intrigadas, tal vez atentas a la voz de su guía turístico, pero no por mucho tiempo. La calle, sin tiendas, sin restaurantes, sin vendedores, ni distracciones, es un vacío espacio-temporal en la actualidad, pero no por muchos metros. 

Al morir -o nacer- la senda, aparece la Plaza Mayor, que reintegra todo eso que la Calle de los Suspiros hace desaparecer por unos minutos. Volvemos a una ciudad con mucho para ofrecer y con un gran foco turístico. En el entremezclado de idiomas, vuelve a destacarse el inglés norteamericano, hablado por una mujer, un hombre y sus dos hijos. “We´re from the USA. We´re staying in Buenos Aires, and we came to visit Colonia for the day”, explicaron, dando cuenta de su procedencia estadounidense y la escapada que habían hecho ese día, en medio de unas vacaciones en Buenos Aires, hacia Colonia. La ciudad se corresponde con el mundo cada vez más globalizado, en el que estas cosas son progresivamente menos anormales. 

El recorrido a pie lleva a adentrarse en la plaza, cerca del faro. Construido en 1857 sobre una de las torres del Convento de San Francisco -hoy en ruinas- es el punto más alto del Barrio Histórico. Al seguir por la Plaza Mayor, se empieza a escuchar la música de una banda en vivo en la parte de afuera de un restaurante; el lugar es atendido por mozos expectantes de tener comensales para recuperar los éxitos que la pandemia condenó, y que sólo dieron un atisbo de volver durante la semana de turismo. Ni siquiera durante las vacaciones de invierno se volvió a ver el normalizado y vasto nivel de personas argentinas, francesas, colombianas, mexicanas e incluso canadienses. Dentro de este conjunto internacional ausente, se cuela la presencia montevideana que, desde el barrio, también se extraña.

Al final del camino, también se termina de formar una idea. Para ser una ciudad del interior, el centro de Colonia del Sacramento tiene un parecido notable al de Montevideo. Quizás en esa mala costumbre centralista de comparar todo a la capital, aparece un elemento remarcable de la ciudad coloniense: el respeto de la circulación callejera. No parece una cuestión de tráfico urbano, sino un modo de vida cotidiana, una tranquilidad y respeto mutuo entre locales y turistas que se refleja en la poca cantidad de semáforos, las frecuentes cebras en calles principales, la baja velocidad de los vehículos, el alquiler de carritos y bicicletas para recorrer la ciudad. Parece banal, pero estos detalles son parte de la estructura social y física coloniense que, quizás por su vocación turística, está plenamente armada al servicio de quien la explora. En un fin de semana, Colonia del Sacramento pinta una imagen que, sin depender del clima o la cantidad de gente, se vuelve única.

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