A veces es necesario hablar de números para reforzar argumentos. De lo contrario, quien intente refutarlos puede recurrir a ambigüedades que suenan a hechos y pueden desarmar a cualquiera. Los números son importantes, como los 28 femicidios o las 32.307 denuncias por violencia doméstica que hubo en 2018, que lo convierten en un tema central a la hora de hablar de prevención del delito.

Es en este contexto que, desde su aplicación en febrero de 2013, las tobilleras electrónicas se han vuelto un dispositivo fundamental en el control y la prevención de los femicidios. Según July Zabaleta, responsable de la División Políticas de Género del Ministerio del Interior, en 2013 “hubo 95 casos que se enfrentaron con el uso de tobilleras, mientras que el año pasado fueron 1.099”.

En casos de violencia doméstica, se apela a una tobillera electrónica luego de que otras medidas -como una orden de alejamiento- fueron incumplidas por el agresor. Que alguien debe portar una tobillera electrónica puede ser determinado por un “juzgado especializado en violencia doméstica que evalúe una situación de riesgo, puede ser solicitado por la fiscalía o a través de la ley 19.446”, explicó Zabaleta.

Para seguir con los números, la ley especifica en el artículo 11 que está a disposición del tribunal decidir si el imputado debe o no utilizar la tobillera en casos de libertad asistida, a no ser que se trate de un caso de violencia doméstica, en el que el uso de tobillera es obligatorio.

Soledad González, de la Intersocial Feminista, señaló que si bien está demostrada la efectividad del sistema de tobilleras -no hay femicidios registrados en los casos en los que se implementó-, no es suficiente. Cada equipo de monitoreo de personas, comprado por el Estado a la empresa Surley SA, cuesta 300 dólares. En la última Rendición de Cuentas se destinaron 25 millones de pesos para comprar tobilleras.

Según González, el Ministerio del Interior “decidió utilizar ese dinero para comprar 200 tobilleras para casos de violencia doméstica, que son las únicas que cuentan con un dispositivo de aviso para la víctima, y 500 tobilleras para prisión domiciliaria”. July Zabaleta, por su parte, confirmó los números manejados por González y agregó: “ya contábamos con 400 y nos habíamos comprometido a terminar el año con 600 activas, lo que sucedió”. Zabaleta explicó que el problema es que la mayoría de los imputados se les prorroga el uso de la tobillera luego de la la fecha límite por considerar que la situación todavía es peligrosa, “por lo que un agresor puede estar más de un año con la tobillera. Entonces no hay disponibilidad”.

Aun cuando son de ayuda, los números no siempre existen: nadie sabe decir cuántos casos de violencia doméstica que requieren la implementación de tobilleras no fueron atendidos con este dispositivo. González no dudó en aclarar que “hay mujeres que quedan afuera del programa y están con custodia policial”, lo que supone una complicación para la víctima y la apelación a efectivos policiales que, en muchos entornos, resultan una molestia: “Tengo un caso muy grave de una mujer a la que le pusieron custodia policial y vive en un cantegril. Ya le rompieron toda la casa y le entraron a robar en represalia por andar con policías”. La mujer en cuestión solicitó, hace unos días, dejar de contar con la custodia policial y quedar sin ningún tipo de protección.

Por su parte, Zabaleta hizo hincapié en que la custodia policial “pone en peligro a la víctima y a los efectivos de policía” y para agregar más números a la lista señaló que “actualmente hay alrededor de 600 agentes dedicados a los casos de violencia doméstica, que no están disponibles si llamás al 911”.

El sistema de tobilleras está activo en todo el país desde diciembre de 2017. Sin embargo, muchas veces escasean. “En Rivera no tenían tobilleras porque tuvieron que prestar las dos que había a Tacuarembó”, señaló González, y aportó el dato de que “el número de femicidios en el Interior es mayor al de Montevideo”, pero los recursos son más limitados.

Además, los agresores están obligados a asistir a talleres para hombres violentos que dicta el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) si son civiles, y en caso de que sean policías deben ser atendidos por personal especializado del Hospital Policial.

Tobilleras en lugar de grilletes

Si bien el dispositivo es el mismo, la diferencia radica en que las tobilleras de violencia doméstica están conectadas con un aparato que se le entrega a la mujer, es decir, en relación a una víctima. Por su parte, las tobilleras que usan quienes tienen prisión domiciliaria son para controlar que el imputado “esté donde tiene que estar”, explicó Zabaleta.

La instalación de tobilleras electrónicas en los casos de prisión domiciliaria responde a la necesidad de los reclusos con enfermedades graves de estar en un ambiente que no perjudique aún más su salud, según lo explicita el artículo 131 del Código del Proceso Penal y la Ley de Humanización Carcelaria.

El problema surge cuando este recurso es utilizado para que los militares imputados por delitos de lesa humanidad durante la última dictadura cívico-militar puedan evitar la cárcel. Para Pablo Chargoñia, abogado del Observatorio Luz Ibarburu (OLI), “los jueces, que deben evaluar si el establecimiento carcelario es incompatible con su enfermedad, no lo hacen y otorgan prisiones domiciliarias a los represores”. Esto se convierte en un privilegio más que en un tratamiento humanitario, sobre todo cuando se tiene en cuenta que ninguno de estos individuos padecía una situación de penitenciaría que afectara su salud.

Chargoñia citó el caso de Ernesto Ramas, procesado por la desaparición de Adalberto Soba y Washington Barrios, que “está en Piriápolis y nunca estuvo en un establecimiento penitenciario, porque alegó enfermedad desde el momento en que fue procesado y pasó unos ocho años en el hospital militar”. En algunos de estos casos, la fiscalía determinó el uso de tobilleras electrónicas, como el de José “Nino” Gavazzo, que luego de estar en el Hospital Militar pasó a vivir un su apartamento de Pocitos y posteriormente en una casa de Parque Miramar.

Paradigmático es el caso de Gilberto Vázquez -condenado por 28 homicidios-, que alegó problemas de salud para solicitar la prisión domiciliaria, a lo que la fiscal actuante no se opuso, con la condición de que la decisión estuviera sujeta a un análisis por parte del Instituto Técnico Forense (ITF). Sin embargo, el 2 de diciembre de 2016, el juez concedió el beneficio a Vázquez sin tener en cuenta la condición que había puesto la fiscal, por lo que fue recluido con prisión domiciliaria y se le instaló una tobillera electrónica.

“Luego de esto, Gilberto Vázquez pidió el traslado a Rivera porque se le vencía el alquiler del apartamento en Montevideo y el juez se lo concedió”, contó Chargoñia. La defensa de Vázquez presentó una fotocopia simple de un contrato de arrendamiento con vencimiento a un mes para solicitar el cambio de domicilio.

El cambio de residencia se tradujo en una mayor libertad para Vázquez, que ya no estaba controlado por el sistema de tobilleras. Cuando los vecinos de Rivera lo vieron violar su prisión domiciliaria, Chargoñia -en representación de uno de sus clientes- se presentó ante el juez para solicitar que se le revocara ese beneficio pero “el juez dispuso una custodia policial de 24 horas, cuando sería mucho más práctico revocar la prisión domiciliaria y utilizar recursos policiales para otra cosa”.

Actualmente, de los condenados por delitos de lesa humanidad, hay seis que cuentan con prisión domiciliaria: José Uruguay Araújo, Juan Carlos Blanco, José “Nino” Gavazzo, Nelson Bardesio, Ernesto Ramas y Gilberto Vázquez.

Los números no explican tal impunidad, ni que se utilicen recursos como tobilleras o efectivos policiales para controlar que ninguno de estos individuos, perpetradores de las violaciones más viles a los derechos humanos, violen su privilegio.

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