Para el imaginario uruguayo, Maldonado es un departamento asociado a los hermosos balnearios. La paz de José Ignacio, lo majestuoso de los edificios en Punta del Este y las excentricidades de los acaudalados turistas que la visitan cada verano. Sin embargo, tantas veces olvidado por los flashes y las cámaras, la mayoría del territorio fernandino se extiende hacia el norte. El frenesí de la ciudad es pausado por la calma de la campaña, las bocinas de los automóviles son reemplazados por el bramar de las vacas.

Con realidades bien distintas, Aiguá y Punta del Este están a tan solo 90 kilómetros de distancia. De un punto a otro se llega a través de la Ruta 39, que une Aiguá con San Carlos. A la mitad de ese recorrido, en el corazón del departamento, se encuentra el paraje de campaña La Coronilla, ubicado en el kilómetro 69. A simple vista, La Coronilla es un rincón más en el amplio y llano escenario rural del interior de país: una comisaría, una escuela y un par de casas conforman un lugar que, a priori, no parece tener nada más para ofrecer.

Hace cien años, la realidad de la campaña contrastaba aún más con la vida agitada de Montevideo. Cuando todavía no existían antenas 4G o televisión por aire, la conexión con la ciudad resultaba prácticamente inexistente. Habría que esperar a 1913 para la fundación del Liceo Departamental de Maldonado y hasta 1917 para la creación del Programa de Escuelas Rurales.

Como el resto de la campaña, La Coronilla estaba poblada en buena medida por grandes estancieros, quienes aprovechaban la fertilidad de las tierras para criar ganado, practicar la agricultura en procura de vender la cosecha y también para guardar celosamente su patrimonio.

Don Adolfo Silveira era de Cerro Largo y llevaba décadas asentado en su estancia, cuya extensión abarcaba dos departamentos: iba desde Lavalleja hasta el Arroyo Alférez, en Maldonado. Allí vivía junto a toda su familia. La estancia albergaba a don Adolfo y a su esposa, doña Luisa Silveira; sus hijos vivían en sus respectivas casas, desperdigadas por el resto del campo.

“Dentro de toda mi familia soy la única que se ha interesado por nuestra historia”, afirmó Alba Silveira, bisnieta de Adolfo. A los 16 años se casó y recorrió el país con el circo de su esposo, pero volvió a La Coronilla cansada de recibir maltrato. Ahora, a sus sesenta y tantos, se sienta en la entrada de su almacén de campaña a disfrutar del atardecer.

Desde pequeña le interesó saber de dónde venía y cuál era la historia de su familia. “Mi bisabuelo vino para La Coronilla desde Río Grande do Sul [estado del sur de Brasil], era una época en la que no había la misma frontera que ahora, se pasaba a caballo nomás”, contó Silveira. Primero se establecieron en Cerro Largo y más tarde llegaron a La Coronilla. Durante años no dejó de sorprenderse por la cantidad de veces que le han preguntado por su bisabuelo.

Los trágicos hechos

La historia sucedió en la casa donde don Adolfo vivía junto a su esposa en La Coronilla; era de material, de gran altura y contaba con solo tres habitaciones: el comedor, la cocina y el dormitorio, todas con amplio espacio. Próximo a ella, los empleados pernoctaban en “ranchos”, construcciones muy comunes en la campaña de la época, hechas a partir de barro y paja.

Mayo arrancó de muy buena manera para los Silveira, habían concretado la venta de una tropa de 500 novillos a razón de un águila de oro por animal. Una fortuna, de esas que encandilan a propios, extraños y allegados. El cuento no tardó en recorrer varios kilómetros a la redonda y llamó a la codicia a muchos de quienes se enteraron.

Oriundo de Bagé, ciudad ubicada en Río Grande do Sul, a Manuel Páez le decían “el brasilero”. A los veintisiete años vivía en Castillos, en aquel entonces un pequeño poblado en el departamento de Rocha. En épocas donde las aduanas no tenían la eficacia de hoy, pasaba los días yendo y viniendo desde Brasil a la campaña uruguaya para “bagallear”, es decir, contrabandear mercadería. Por ese motivo entabló gran amistad con Adolfo Silveira, a quien le vendía diversos artículos y cuando andaba “corto” de efectivo, de vez en cuando le solicitaba algún préstamo. “Por ahí se forjó la amistad”, comentó Alba Silveira.

La historia de Páez era la de muchos personajes de la campaña de la época. Entre las guerras civiles de 1897 y 1904, en el país reinaba una tensa paz marcada por la división que enfrentaba a blancos y colorados. Yamandú Rodríguez vivió toda su vida en La Coronilla y, dado su oficio de periodista, conoce en detalle la historia del lugar. “En esos tiempos la campaña estaba llena de bandoleros, mucha gente había desertado de los ejércitos, los echaron y no tenían otra cosa que hacer, entonces, se dedicaban al robo, al asesinato”, recordó el periodista que escribe para el Semanario Aiguá.

Esta historia circula de forma oral a nivel local y es registrada por el libro La Pena de Muerte en el Uruguay, de Artigas Orce Pereyra. La tarde del 7 de mayo de 1901 cayeron el sol y también dos invitados a la estancia de los Silveira: Páez y Aurelio González, su compañero de andanzas. La excusa de su imprevista presencia era que buscaban trabajo en una estancia cercana. Poco antes habían cometido hurto y asesinato en la zona de India Muerta, Rocha, del que salieron impunes. Aquella noche fueron recibidos en la entrada de la estancia por un peón que informó a Silveira, quien los recibió con gusto y ordenó a su esposa colocar el mantel reservado para las visitas especiales.

La mesa estaba servida: doña Luisa llegó con el puchero y en la mesa esperaban Páez, González, don Adolfo y Lázaro, un niño de diez años que estaba a cargo de la pareja. Los invitados se ubicaron estratégicamente al lado de Silveira y entre los peones. Don Adolfo quería cenar y acostarse temprano porque uno de sus hijos llegaba a la mañana siguiente.

En busca del oro

Isaías González, hermano de Aurelio, y Juan Carlos Cabrera fueron convencidos por Páez y su compañero para que fueran con ellos a un campo en La Coronilla, donde habría una caja y una olla repleta de oro. Durante la cena aguardaban una señal para entrar en acción. Los minutos pasaron tranquilos, como todas las noches en aquella estancia, cuando de pronto se escucharon ladridos de los perros que custodiaban las inmediaciones de la casa. Algo anda mal, pensó Silveira, y procedió a levantarse. Páez lo frenó en seco y le aseguró que él se iba a encargar. El momento bisagra fue cuando se acercó a la ventana y, de forma sorpresiva, los dos secuaces acudieron al banquete.

En cuestión de segundos sucedió uno de los asesinatos más salvajes de la historia criminal uruguaya. Cabrera e Isaías González bloquearon las salidas por puerta y ventana, mientras Aurelio González y Manuel Páez cometían traición con arma blanca. No hubo remordimientos, escrúpulos ni oro. Tan pronto como acabaron con la vida de quienes tan amablemente les habían acogido, revolvieron toda la casa sin encontrar el ansiado botín. Más de cien años después, nada se ha logrado hallar.

“Las 500 monedas esas jamás las encontró nadie, estarán en algún lugar donde él las pusiera, porque igual levantaba una piedra y ponía cuatro libras, que iba y agarraba una cartera, la llenaba de libras y la mandaba para otro lado. Era muy ‘bicho’ para esconder. Cada familia tiene un hijo de referencia y él no tenía ninguno, no se lo confiaba a nadie”, contó Alba Silveira, y recordó que en su familia se pedía que nadie busque ese oro, “porque esa plata está maldita”.

La pena de Aiguá

Los asesinos se dieron a la fuga. La madrugada siguiente, uno de los hijos de don Adolfo llegó a la casa para un trabajo que debía realizar aquella mañana con su padre, cuando se enteró de la masacre. Inmediatamente alertó a la policía, pero para entonces Páez y compañía estaban de vuelta en Castillos.

La astucia acompañó a Páez, que apenas se separó de sus compañeros de crimen se presentó en la comisaría de Castillos, pero no para entregarse sino para organizar un baile. Sabía muy bien que, dada su relación estrecha con Adolfo Silveira, sería consultado por su muerte. La organización del baile era tan solo una coartada para desligarse de cualquier aprieto en el que fuera a verse involucrado.

Aunque sagaz, el intento de Páez por desligarse del asunto resultó en vano: la Jefatura de Maldonado le solicitó a su par de Rocha la captura de Páez y Aurelio González. A Páez lo esperaban en la comisaría de Castillos para solucionar unos detalles del baile, pero al llegar el asesino se dio cuenta del engaño. Ya era tarde, estaba esposado.

Había sido víctima de su propio veneno, Aurelio González, su compañero de mil batallas, lo había delatado. Páez negaba todo, pero nadie le creía. Empecinado en negar cualquier lazo con aquel fatídico hecho, su testimonio pronto se transformó en un enredo de contradicciones que se sucedían una tras otra. Las manchas de sangre encontradas en su cinto fueron la evidencia necesaria para llegar a la inevitable conclusión: González, Cabrera y Páez eran culpables.

Para Yamandú Rodríguez, periodista y vecino de la zona, la razón por la que Páez se negó a confesar el delito era muy clara: “Páez, el ideólogo, el que armó todo, era un cobarde. El delincuente siempre se confiesa inocente, salvo casos contados con los dedos de una mano”. Además, puso sobre la mesa un rumor que suena cada vez que se habla del caso: “Dicen que el chiquilín al que mató [Lázaro], era hijo de él y lo criaba don Adolfo”.

Castigo

Los cuatro participantes del hecho fueron trasladados a la Cárcel Correccional de Montevideo mientras en el Juzgado Letrado de Maldonado se desarrollaba el juicio. Tras varios meses y una expectativa de la opinión pública que iba en aumento, se llegó al veredicto final: 15 años de reclusión en la Cárcel de Rocha para Isaías González y Juan Carlos Cabrera por coautores del hecho, y la pena de muerte para Aurelio González y Manuel Páez por ser autores intelectuales y materiales del crimen.

La determinación del tribunal no cayó muy bien en buena parte de la opinión pública montevideana, donde la pena de muerte ya era fuertemente cuestionada. La Cruz Roja Uruguaya y la Sociedad San Vicente de Paul realizaron gestiones para cambiar la condena a cadena perpetua, pero sin éxito alguno. Desde Montevideo, los condenados fueron trasladados a Punta del Este en la embarcación Lavalleja, para luego ser llevados al lugar de la ejecución: La Coronilla.

El 29 de setiembre de 1902 a las 11 de la mañana ni el sol quería perderse lo que estaba a punto de suceder. En la misma casa donde ocurrió el crimen, los autores del asesinato aguardaban su inminente castigo. Según una crónica del diario El Día, había gente trepada a los árboles. De acuerdo a los datos oficiales, entre 60 y 70 personas presenciaron la última ejecución por pena de muerte dictaminada por la Justicia de la historia uruguaya.

Los ánimos eran bien distintos: González pidió un último cigarrillo, en cambio, durante el viaje Páez no emitió palabra. “Tan valiente que estabas cuando mataste al chiquilín y ahora estás llorando”, le dijo González a Páez. En cambio, González había aceptado su inevitable destino y exclamó al capitán Cantos: “Tiren nomás, muchachos”.

La pena capital constituía una de las tantas herencias de los tiempos coloniales bajo el mandato de la corona española. En 1831, Dámaso Antonio Larrañaga había propuesto sustituirla por trabajos forzados; dos años más tarde, Juan Antonio Lavalleja también se había pronunciado a favor de su abolición. El debate entre abolicionistas y antiabolicionistas se intensificó en el Uruguay de comienzos del siglo XX. “El crimen de Aiguá”, como se conoció al caso en la prensa de la época, no hizo más que intensificar las llamas ya bastante enardecidas.

Como en las películas norteamericanas, el viaje parece hacerse más largo que de costumbre para quienes saben el destino al que van a llegar. Páez se reconcilió con González en Montevideo, permaneció impasible durante todo el recorrido. El semanario La Propaganda afirmó que Páez “durante el viaje no había cesado de protestar que era inocente. (…) Lo vimos pálido, ojeroso y con un rostro cadavérico”.

Explicaciones

De acuerdo a la tesis Delito y castigo en el Uruguay (1907 – 1934) de Daniel Fessler, la motivación principal detrás de la existencia de la pena de muerte era demostrar a las personas lo que podía sucederles si cometían un delito. Se buscaba reducir el crimen mediante la propagación del miedo a las personas que presenciaban las ejecuciones como un espectáculo, para un público que se había acostumbrado a ver la muerte como desenlace.

“Pedía cadena perpetua para ellos, pero no la muerte, porque ellos tenían padre y madre, y tengo un hijo y soy hija de un descendiente. Nadie tiene derecho a matar, el que mata es dios cuando tiene que llevarte”, opinó Alba Silveira sobre la suerte de los ejecutados. Respecto a los otros dos cómplices, solo se conoce la suerte de Isaías González, quien tras cumplir su condena en la Cárcel de Rocha desarrolló allí el oficio de zapatero.

La pena de muerte aplicada desde tiempos coloniales bajo el mandato del Imperio Español, dijo adiós con la sanción de la ley 3.238 de 1907, bajo el gobierno de Claudio Williman, más allá de que fue presentada en 1905, durante el primer gobierno de José Batlle y Ordoñez. La carta magna de 1830, que incluía la pena de muerte en su artículo 26, permitía modificaciones puntuales mediante leyes que contrariaran explícitamente el efecto de algunos de sus artículos.

En La inconstitucionalidad de los actos legislativos en el Uruguay, Rubén Correa Freitas calificó a la Constitución de aquella época como “semi rígida”. “Una constitución es semi rígida mediante la sanción de leyes que contraríen el texto constitucional y que no se desapliquen, de hecho, se está modificando la Constitución del Estado, no por la vía de la reforma de la Constitución, sino por la aprobación de actos legislativos que la violan”, explica el abogado constitucionalista.

A más de 100 años de aquel trágico hecho, a la pena de muerte se la llevó una ley y a Páez y Silveira la codicia. Sin embargo, Alba sigue ahí, atrás del mostrador de su humilde almacén. Para ella, vivir en La Coronilla es mantener una conexión con sus raíces. Al pasar por la zona, apenas se detectan señales de aquel suceso. La calma y el color verde predominan en el lugar. A lo lejos, se percibe una camioneta Ford que aminora la marcha. Alba decidió terminar la charla y volver a atender el almacén como cualquier día. Llegó el momento de poner punto final.

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