“Una de las razones ‘y la razón’ es que no estoy yendo a la cárcel por todo este tema de la pandemia y de mi edad. Como viejo ético que soy me parece que no está bien dirigir un lugar al que no estoy pudiendo ir a laburar”, cuenta Luis Parodi a Sala de Redacción sobre su renuncia como director de la cárcel de Punta de Rieles (Unidad Nº6).

Por otra parte, explica que no fue una decisión tomada a la ligera: “Estuve varios días procesándola y fue muy difícil para mí. Trabajé mucho en Punta Rieles tratando de generar un cambio, trabajando para mejorar, pero también hay otra cosa; uno está cansado de estar parado solo en el medio de la cancha, es jodido darse cuenta de que muchas veces estás luchando sólo”.

En la Unidad Nº6 conviven cerca de 600 personas privadas de libertad. Dentro del centro funcionan 52 emprendimientos productivos y está permitida la libre circulación por el terreno y las barracas. Por estas y otras razones, como la baja tasa de incidentes entre internos, es un proyecto carcelario reconocido a nivel nacional e internacional. Punta de Rieles es concebida como una cárcel-pueblo con sus calles, sus comercios, sus espacios verdes, donde “el saludo es obligatorio”, según explicaba Parodi en una entrevista brindada a SdR en octubre del año pasado. 

“Pero bueno, será una derrota más en la lista. Ya estamos preparando otras cosas, por ejemplo una vuelta olímpica de los perdedores”, bromea ahora Parodi, y agrega: “no sé si yo voy a ir llevando la bandera o estaré al fondo del pelotón, pero que voy a estar ahí es seguro”.

A partir del cese de su gestión, compartimos la entrevista realizada a Parodi en 2019, cuando aún era director de la Unidad Nº6 de Punta Rieles.

Hacia la cárcel pueblo

Lo llamé un día cualquiera al mediodía, me atendió enseguida. Al presentarme y solicitarle una entrevista su respuesta fue inmediata: “¡Sí, sí! Venite a la cárcel cuando quieras, si quieres te puedo pasar a buscar en el auto así te ahorrás el viaje, que es medio complicado llegar”.

Estaba bastante nublado y, aunque ya era octubre, hacía muchísimo frío. Debido al clima, no se veía mucha gente circulando en el predio de la cárcel, pero todos los comercios y emprendimientos estaban activos. Algunos internos más valientes tocaban la guitarra sentados en ronda en el piso, y al pasar saludé mientras me dirigía al edificio principal donde se encuentra la dirección de la unidad.

Nacido el 31 de julio de 1950 en la casa de la partera, en el barrio montevideano de la Unión, José Luis Parodi impone con su presencia y llena la habitación de palabras. Su metro ochenta y pico, su voz firme, su carácter y sus grandes manos que mueve elocuentemente al hablar, evidencian cuán arraigada tiene su profesión: “Yo soy educador. Estudié psicología social pero discrepo y discrepé siempre con algunas cosas -explica mientras garabatea en una hojita-. Me siguen llamando compañeros de la Pichon Riviere (Escuela de Psicología Social) y les sigo diciendo lo mismo: sigo siendo un educador que le robó algunas cosas al viejo Pichon”.

Sobre las raíces

Amante de la tortilla y de la murga, Parodi se considera a sí mismo como el “típico uruguayo”. Con los años ha vuelto a escuchar la radio, sobre todo durante la mañana de camino a la unidad, que dirige desde el año 2014. Cuando hablamos de su infancia sus facciones se ablandan. Me cuenta que de chico vivió en Colón, Melo, Retamosa, Tupambaé, Palmita, Progreso, entre otros. Le pregunto cómo se sentía ante la mudanza constante, me mira y reflexiona: “Me parece que marcó mi vida. Tiene cosas muy interesantes esto de no ser de ningún lado y también tiene cosas muy jodidas. En mi cabeza llevo una capacidad de acomodamiento, que según la definición de inteligencia de Jean Piaget (epistemólogo y biólogo suizo), es cómo uno se adecúa a diferentes realidades -y suelta la risa-. Si es por eso, entonces debo ser un fenómeno”.

—¿Dónde están tus raíces? -pregunto.

—Siento que quedaron compartidas entre Montevideo y París. Pero me quedé acá -hace una pausa-, y como uno es lo que resuelve…

—¿Consideraste quedarte en Francia luego de restaurada la democracia en Uruguay?

—Sí, claro. Pero cuando a vos te echan se genera el sentimiento de querer volver. El que se va echado de alguna forma tiene que volver.

Sobre las épocas

De niño lo echaban de los coros pero hacía temblar la pista. “Tuve una niñez de folklore”, cuenta. No lo dejaban cantar el himno en la escuela pero era “el uno” en el pericón; “Si me apurás mucho lo que más me gusta es la payada y el recitado campero. No soy un buen lector, soy un salpicador”.

De pibe jugaba al fútbol y a los 15 años lo llamaron de Nacional, pero “me duró dos semanas y me fui”, dice. A los 18 años empezó en Liverpool, cuadro en el que jugó hasta el día de su exilio. “De mi adolescencia tengo recuerdos fantásticos y otros que hoy veo terribles. Esto por el análisis que se hace después, aquello de andar metido en los quilombos, de que nos llevaran a debutar…”. Parodi menea la cabeza con una media sonrisa que deja ver cierta nostalgia.

—¿Te llevaron a debutar?

—No -suelta la carcajada-, ¡yo fui solo! A los 11 años en Tupambaé me metía en todos lados. Un día encontré a mi viejo en el quilombo y me dijo “¿vos qué hacés acá con once años?”, y yo le respondí “¿qué haces vos que sos casado?”. Me dio la razón, nos tomamos una cerveza juntos y nos fuimos. Es lo terrorífico y lo genial de estas situaciones. Todo lo que uno hace, tiene mínimamente dos caras.

Parodi empezó a militar con diecisiete años en el Partido Comunista Revolucionario en Mercedes y al mudarse a Progreso comenzó a tener contactos periféricos con el Movimiento de Liberación Nacional: “Digo periféricos porque aunque en ocasiones dije que fui tupa, ahora lo estoy dudando. La gente puede pensar que yo lo digo para sacarme responsabilidad y en realidad lo digo para hacerme cargo, que es lo que uno aprende después”. 

Sobre los exilios

El exilio le llegó a sus 22 años. Primero una semana en Argentina, luego pasó cuatro meses en Chile, cuatro años en Cuba y su peripecia “terminó” finalmente cuando llegó a Francia, donde nacieron sus hijos e inició su tiempo como educador. “Había una cierta alegría en la militancia. Íbamos a salvar el mundo, estábamos con los buenos, los malos eran otros. Era una cosa muy linda pero muy irreal. No puede ser que vos le resuelvas todo a la gente, la gente tiene que resolver sus cosas”, cuenta.

¿Y qué pasó cuándo volviste?

—Cuando llegué acá en el ‘85 entendí que los exilios y los desexilios nunca terminan el día que uno dice. Uno se va exiliando y se va desexiliando. Me costó tres años decidir quedarme acá. Hoy soy un uruguayo bastante típico, esto es lo maravillosamente contradictorio de la vida de la gente.

 —¿Qué es ser uruguayo? -le retruco.

— ¡Estar al oriente de la Argentina! -bromea-. Hay algo de estas posibles raíces, esta forma de ser; medio pelotuda y nostálgica, cierta tristeza, cierta melancolía. Aunque en algunas cosas no soy tan típico: yo jamás me apronto el mate. No sé si es porque soy un desheredado o por atorrante. Pero sí tomo mate con otros -dice mirando el mío, que está apoyado en el escritorio-. ¿Ese está funcionando?.

A partir de ahí la entrevista fue entre mate y mate. “El uruguayo tiene esta capacidad de que, con lo que hay, hace algo mejor y eso es una habilidad increíble. Pero lo que amo de este país es la mezcla. Nosotros somos una rara mezcla entre Italia y el tango, la cuadradez de los gallegos y todo lo que se creía antes. Y eso es fantástico, porque mientras más puro es algo, mas facho resulta”, reflexiona.

Sobre el Miedo

La adversidad fue una constante en su vida. La última vez que estuvo en su casa de Progreso llegó de la cancha de fútbol “con los championes colgando” y un vecino le advirtió que estaban haciendo una redada en su casa: “Se llevaron en cana a mi viejo, esa es la historia”. Le pregunto algo muy tonto y obvio:

 —¿Tuviste miedo alguna vez?

Muchas. Y en ese mundo revolucionario “miedo” no se podía decir, eso era muy jodido. También en un momento me fue torturando la idea de si yo era capaz de matar a alguien, hasta que un día resolví que no y ahí dejé de militar. Los primeros diez días en Chile los pasé con un susto bárbaro, sufriendo a mares. Ahí caí en que estaba solo -hace una pausa en el relato y le cebo un mate-. Un día me puse a llorar en la pensión en la que me estaba quedando y me asusté porque no podía parar, ¡eran palanganas!, entonces rajé para la calle con esta teoría de que lo social te controla y sucedió. Paré de llorar -recuerda serio-, eso lo hice bien consciente.

Luis Parodi. Foto: Ministerio del Interior.

—¿Cuál es tu mayor miedo?

Defraudar.

—¿Qué dijeron tus padres cuando te fuiste?

—Y… yo me fui a la mierda -suspira-, mis padres lloraron, enloquecieron. Además, con esta genial idea de no decirles dónde estábamos por miedo a que los torturaran, ellos pensaron que estábamos muertos. Fue una decisión a conciencia pero fue así que los torturamos nosotros. En el ‘74 logré sacar una carta clandestina desde Cuba con un compañero que se volvía a Uruguay y así ellos se enteraron de que yo estaba vivo.

“A papá se le ocurrió morirse en el ‘92 y no se lo voy a perdonar -sonríe con tristeza-. Me quedaron algunas deudas con él, era un tipo que me quiso muchísimo y no vio ningún logro”. Respecto a la relación con su madre, quien vive en Montevideo, explica: “Me sentía más identificado con mi padre, pero eso debería tener un límite. Ahora ‘la vieja’ tiene 88 años, la veo todos los días y estoy descubriendo cosas nuevas en esta relación, siento que recién ahora le estoy pudiendo devolver un poco más”.

Sobre los caminos

En Cuba, mientras convivió en barracones e hizo cursos de paracaídas y explosivos, conoció a otra uruguaya: “La más linda del exilio”, dice, quien viajó con él a Francia. Para Parodi el quiebre con la militancia se dio allí. “En Francia yo sentí que me ayudaron a abrir la cabeza. Ahí viene esta concepción en la que yo discrepo con Antonio Machado (poeta español) hasta el día del juicio final. No es que ‘se hace camino al andar’, uno siempre anda en los caminos de alguien. La habilidad está en cómo yo piso eso sin pisarlo del todo, cómo reconozco lo que es mío de lo que es del otro y qué le aporto yo a ese camino. Si puedo entender las huellas, respetarlas y aportarles algo nuevo ya está. ¡Hay que ir a 18 a festejar! -exclama y se reclina en su silla, al mismo tiempo que sonríe-.

A Luis Parodi, sea por hijo único o por “atorrante”, como él dice, lo fueron empujando de una decisión a otra, con tanta buena suerte que casi sin darse cuenta encontró su pasión: la educación. “Francia fue el reencuentro conmigo, fue redescubrir la libertad, fue darme cuenta de que me sentía bien con esto de la república, la democracia y la fraternidad -que la hemos olvidado del todo-. Allí encontré de nuevo mi lugar, había quedado muy huérfano después de la militancia y la educación me volvió a encauzar”.

Sobre la Educación

Le paso un mate y le pregunto cómo fue que se metió a estudiar para educador. “La madre de los gurises me dijo que yo era muy bueno con los niños y que tenía que laburar con ellos. Al otro día voy a una clínica que trabajaba con niños con síndromes muy serios y raros”, cuenta. Al tiempo de ese episodio una compañera lo inscribió en una escuela de educadores y una vez más, empujado por un tercero, encontró lo suyo. “Y me fue fantástico, encontré el norte: antes era la revolución, ahora es la educación”.

Serio y con las manos alrededor del mate, explica que la educación es “una forma de destruir la cárcel”. Si bien considera que “todo es importante”, cree que “el partido se juega acá. Yo creo que las cosas se transforman desde adentro. Cuando uno trabaja en estas cosas lo más que recibe son algunas muestras de cariño. Uno todos los días ‘sale a cazar ballenas’ y va a cambiar el mundo, pero a veces te vas a tu casa con unos arenques pequeñitos, ¡y bueno!”.

Siempre hay alguien que me empuja, pero yo me dejo empujar. Fui aprendiendo y me reconozco, sin ningún tapujo, esta enorme capacidad de ver qué es lo que a vos te mueve y poder laburar con eso. La educación tiene que ver en que uno es un perdedor empedernido, esto del líder perdedor –dice señalando el cuadro de Artigas que cuelga encima de la estufa de la oficina-. Yo tengo la teoría de que Artigas es un perdedor. Perdió. Perdió su idea y se fue. Y nos dejó pensando a todos el por qué no volvió”.  

Las derrotas

“Una derrota es una victoria, es ponerse contento por esas cosas que no son importantes, o disfrutar de aquellas cosas que no son políticamente correctas. Pero uno es un ser humano que convive con otros y trata de que sus locuras y sus fantasías se realicen, sin joder a nadie. No sé si hay derrotas”, dice.

—¿Nunca te sentiste derrotado?

— No, para mí no funciona así.

—¿Alguna vez sentiste que no podías más?

—Sí, mil veces. Me pasa que en algunas ocasiones la cárcel está con una mugre bárbara y no da para más -mira para afuera y se le entristece la mirada- o todos los funcionarios se corrompen y me entero de cosas que no tienen gollete. Y al otro día venís y te encontrás un tipo pintando una pared y volvés a decir ¡pucha!, vale la pena.

Sobre los agujeros

“Este es un trabajo que también te remite a tus agujeros, a veces a la dificultad de tomar alguna decisión… pero la tenés que tomar igual”, cuenta. Esta vez, la cebada la toma lentamente. “Cuando me ofrecían algún puesto de autoridad yo decía que no, que yo soy educador, pero lo rechazaba por miedo, por saber que a veces la autoridad corrompe y el poder estupidiza. Me parece que tengo algunas debilidades que me cuesta reconocer, entonces me mando todo un discurso para ocultarlo, soy manipulador y el otro se da cuenta -me cuenta sonriendo y me devuelve el mate-. Es muy reconocible, eso me alivia enormemente. Yo me enfrasco en discusiones, que parece que estoy defendiendo mi vida cuando en realidad lo que estoy haciendo es tratar de ocultar mis agujeros”. 

—¿Cómo te sentís ahora? -le pregunto y, antes de responder, reflexiona pensativo.

—Ahora puedo decir que estoy contento, me gusta estar en la autoridad y me siento cómodo siendo líder. Pero al tener poder hay que extremar cuidados, rodearse de gente que pueda criticar y opinar sobre lo que uno hace. Cualquier preso me puede venir a decir lo que piensa, de cualquier tema. Con la autoridad es así, salís todos los días a perderla o ganarla.

Sobre la Libertad

Parodi define a la cárcel como un “montón de angustia concentrada”, y como un sitio que alberga vidas humanas desamparadas de las que hay que hacerse cargo y tratar de devolverles la libertad. “Pavada de trabajo. La obligación de uno es generar canales para que toda esa angustia circule”, continúa. 

—¿Y qué es libertad?

—Que puedas hacer de tu culo un pito sin joder a nadie. Eso para mí es el centro. Una libertad que incorpore al otro, porque sino sería la nada, el abandono, el desamparo. La libertad es una búsqueda insaciable, cambia con el tiempo, cambia con las condiciones de vida.

Lo noto cansado. Ya se fueron todos los de las oficinas de Punta Rieles y el sol, que decidió salir a última hora de la tarde, está muy bajo sobre el horizonte. El agua caliente también se acabó.

—¿Qué te pareció esta entrevista?

—Menuda terapia -bromea-, que yo pueda servirte para algo ya es como ser el gol de Ghiggia del ‘50.  

—¿ Y te imaginabas terminar acá cuándo empezaste a trabajar con adolescentes?

—La idea era jubilarme en una cárcel y un día vino alguien que ahora no me habla y me dijo: “Vamos a dirigir una cárcel”. Y acá estoy, es mi momento de mayor creación. Amo a mi mujer y mi mujer me ama -alza las cejas-. Cuando me casé le dije: “Mirá, guita no vamos a tener nunca”, ¡y he cumplido al pie de la letra! -suelta la carcajada y enseguida se pone más serio-. Toda la vida me torturó eso de “cuándo vas a resolver esto vos solo Parodi, hijo único”. Ahora me hace sentir orgulloso, ¿viste cómo cambia uno? Al final es fantástico que te digan para dónde ir.

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