Los instrumentos de música abundan en la casa de Welker: violines, pianos, guitarras, tambores, hasta un sitar, típico de India, uno de los países que más “marcó” a Welker. “Es otra pantalla” y allí se experimentan cosas distintas, “desde los olores a la paleta de colores”, cuenta sobre este lugar.
—¿Por qué hay tantos instrumentos en tu casa?
—Porque los amo, porque de niño siempre jugué a eso. Yo no sé tocar ningún instrumento bien, pero sé que con cada uno me puedo expresar de una forma distinta.
Guillermo o “Guille” Welker es un ser particular. Es paz y expresión pura. Violinista oriundo de Montevideo, 31 años de edad. Trabaja en una agencia de viajes constituida por su familia, da clases de violín y deleita con su música en diferente tipo de eventos. Sus diversos oficios le permiten llevar adelante su proyecto musical “Música del mundo” y conjugar dos pasiones: hacer música y viajar.
—¿Qué es la música y para qué sirve?
—Uy, que lindo -contesta con ojos brillantes y viajeros-. Es una representación de la vida; la música y viajar son dos artes que me hacen reflejar la vida: cada frustración, cada ilusión, cada momento, el desafío de crear. Sirve para reflejarme, para seguir viéndome. Siento que somos seres de evolución y para evolucionar tenemos que vernos.
Crear mundos, sobrevivir y soñar
Su infancia fue compleja: “Atravesé muchos estados intensos siendo muy chico y eso me hizo ver la vida de cierta manera”. Estos “estados”, que hasta el día de hoy le repercuten, tenían que ver con el intento de “responder a una sociedad que funcionaba de una forma”, con reglas que él no podía cumplir. No comprendía, por ejemplo, el concepto de la familia tradicional integrada por padre, madre e hijos; “la familia tererín”, como le llama él.
—¿Cómo hiciste y cómo haces para adaptarte a la sociedad?
—Me tuve que cerrar mucho y eso me lastimó, pero fue mi forma de sobrevivir: irme muy a mi mundo. Me acuerdo de cerrar la puerta de mi cuarto cuando era niño y para mí era Disney.
Allí se armaba escenarios y fantaseaba con su propia banda: “Recuerdo jugar con los muñecos a la vida que yo quería tener”, expresa Welker. “Ser rebelde por naturaleza me hizo subsistir. Toda la vida tuve que escuchar que yo estaba mal, había un montón de gente diciéndome cómo tenía que ser, pero internamente yo sabía que estaba bien. Soy un loco que se crea sus mundos rapidísimo porque los necesita para sobrevivir”.
—¿Cuál fue la mejor experiencia de tu vida?
—Las mejores experiencias que he vivido tienen que ver con respetarme y asumirme, ahí sentí felicidad por primera vez. Todo ese respeto hacia mí mismo significa viajar, tocar en vivo, hacer las cosas que amo. Entonces la raíz es el respeto hacia mí mismo.
A sus 26 años rompió con un proceso que en su momento imaginaba interminable: la banda de rock Papá Mono que de adolescente conformó junto con otros cinco amigos. “Era todo por ellos, era como ese amor para siempre”, cuenta Welker con sentimiento de nostalgia.
—¿Cuál fue el verdadero motivo de ruptura con la banda?
—Empezar a entender que nada es para siempre y que las personas vamos creciendo y mutando. Yo cambié un montón, y en ese cambio hay personas nuevas que llegan y otras que se van. La vida es así, transiciones constantes, es como un viaje. Hay que seguir tu camino, tu idea. Aceptar y soltar; aceptar la muerte de las cosas para que haya más vida.
Papá Mono era una banda de barrio muy querida que funcionaba gracias al aporte de la gente. Welker cuenta que les iba muy bien pero que en cierto punto empezó a sentir que hacían “todo para la gente” y no por el disfrute propio. Había empezado a ir a terapia y logró entender lo que le sucedía. Luego le compartió ese sentimiento a un compañero de la banda -que era y es como un hermano para él- y descubrió que se sentía de la misma manera, y al comentárselo a otro más, sucedió lo mismo. Restaban otros tres integrantes, pero cuando lo plantearon, no entendieron su posición.
—¿Cómo te sentiste en ese momento de ruptura?
—Sentí lo mismo que cuando hacés bungee jumping: una vez me tiré desde 125 metros de altura atado de mis piernas y en el momento del salto pensé: “Ok, me voy para adentro mío y si afuera tiene que explotar todo, que explote, yo conmigo estoy en paz” –dice mientras se lleva las manos al pecho–, entonces pude separar mi alma del cuerpo y entender que somos cuerpo y alma. Y con la banda, cuando todo se desbordó, me fui hacia mi alma y sentí que había llegado el momento para hacer ese cambio.
Al principio las consecuencias del quiebre fueron negativas, aunque con el paso del tiempo le permitieron cambiar de rumbo. Welker señala que por haber sido un cambio “tan brusco” mucha gente se enojó con él. Sin embargo, más tarde logró establecer un diálogo con esas personas y fue de “evolución y más amor aún”. Con los amigos de la banda pasó lo mismo: si bien “siguen habiendo vicios de la época”, lograron transformarse y se siguen eligiendo.
Música del Mundo
Cuando murió la banda comenzó a buscar nuevos horizontes. Para Welker, la música es una lengua universal en la que “se sienten cosas que en la palabra no están” y con ella se forma un diálogo muy interesante entre las personas. Ha viajado por aproximadamente 40 países y cuenta que cuando no lograba comunicarse a través del habla, lo hacía a través de la música.
—¿Cómo nace el proyecto?
—Por compartir cómo estamos sintiendo los humanos. Estamos todos viviendo esta vida, en diferentes lugares pero atravesando el mismo tiempo. Nuestro entorno nos hace ser, y salir por el mundo a explorar cómo el entorno hace ser a cada persona, te hace pensar: “Tus manos son distintas a las mías, qué placer, qué increíble”, y eso me hizo aceptar mi cuerpo, entender que es así por algo y siempre sirve para algo. Música del mundo me ha hecho entender todas estas cosas.
Por su amplitud, es un proyecto complejo de definir. Según Welker es infinito. Su idea principal es compartir en cada departamento del país un espectáculo musical en el que se transmitan las emociones vividas en cada viaje. Ahora se encuentra en un momento de procesamiento y de “bajar a tierra” todo el material recogido con el fin de darle mayor identidad.
—¿Cómo afectó al proyecto la pausa generada por la pandemia?
—Me hizo echar raíces. En un punto fue espectacular porque yo ya quería bajar, pero con las ansias de querer aprovechar todo lo que se nos presenta había continuado. Hace un año y medio que llegué a Uruguay y todavía me sigue costando la llegada. Me hice este espacio –dice, refiriéndose a la casa en la que vive, en Pocitos– que para mí es como seguir viajando en mi propio mundo. Creo que estas ganas de seguir viajando y explorando las tengo que transformar en algo, y no estoy aceptando todavía la oportunidad que estoy viviendo ahora. De las crisis uno sale y se transforma.
Viajar por el mundo y a la par dar clases de violín puede ser difícil de entender. Welker explica que en un principio trabajaba para una academia en la que le permitieron dejar a un profesor suplente en su lugar, pero cuando no aceptaron continuar de ese modo, se dedicó por completo a los viajes y a la música durante tres años. Al volver a Uruguay, además de tocar en eventos con Música del mundo, tomó a dos estudiantes y volvió a dar clases particulares: “Me empecé a dar cuenta de que una vez que aceptás vivir este proceso con alguien, tenés que estar”.
Tejer a su manera
—¿Cuál fue el método o la forma de enseñanza que utilizaste para formarte?
—Yo confío en que siempre caemos en las personas que vamos necesitando, como que nos vamos ayudando. Siempre pude tener claro qué es lo que estoy buscando y se lo pude transmitir a mis profes, entonces cuando iba a cada clase les decía: “Mirá, yo estoy buscando esto, me pasa todo esto”, e hicimos un proceso increíble con cada profe. Fui armando mi manera de aprender a través de todos ellos.
La estructura de la educación académica formal no va de la mano con los intereses de Welker. Es una persona que busca romper esquemas y permitirse volar, pero al mismo tiempo considera de gran importancia la formación porque brinda herramientas a la hora de expresarse con el instrumento: “Todo bien con la parte espiritual de la música, la amo y es mi camino, pero si yo no sé las técnicas no puedo reflejar nada en eso, es un equilibrio entre ambas cosas”, comenta. Welker ha estudiado varios años con diferentes profesores particulares, tanto de percusión como de violín.
—¿Te considerás un buen profesor?
—¡Sí! -ríe con ganas-. Me da vergüenza porque nunca pensé que lo iba a decir. Hacemos un proceso emocional para desarrollar y encontrar la forma de cada uno para que disfruten, entonces no sé si eso me hace ser buen profesor, sino que me hace explotar lo que la persona está buscando, y yo paso bien porque me emociona ver cómo se desarrollan y cómo van creciendo.
Al atravesar las cortinas finales del extenso pasillo de su casa abunda la magia. Telas gigantescas por todos lados, alfombras, colgantes, velas y sillones hermosos y antiguos. En el baño las paredes están decoradas con viejas partituras de música. La casa en general está un poco desordenada, tal vez como su vida misma. Welker, con la ropa un tanto holgada y su tranquilidad, se queda sentado en uno de los sillones con las piernas entrecruzadas, esperando el momento de viajar a sus mundos pasados, presentes y futuros.