“En esa visita de media hora teníamos que hablar, adivinar cómo estaban y estaba. No era fácil para ellos ni para mí, mientras intentaba grabar cada gesto de mi niña, captar su sonrisa, oír su voz, antes que se escuchara ‘se terminó la visita’”.

Así termina el primer capítulo del libro Tenía que contártelo, donde Helen Abella describe cómo eran las visitas en el cuartel de Colonia. En los capítulos que siguen relata qué significaron las visitas de los niños que iban a ver a sus madres en la cárcel de Paso de los Toros y cómo era estar recluida allí, donde pasó casi toda su condena durante la dictadura cívico-militar.

Libro de Helen Abella. Foto: Yamila Silva.

Sala de Redacción conversó con la escritora sobre sus vivencias estando presa, la experiencia de escribir un libro sobre sus recuerdos y también acerca de cómo se puede seguir construyendo memoria en torno a la dictadura y sus víctimas. “Una de las cosas que yo quise en el libro era contar y llevar todo eso, desde el amor, desde las situaciones sin camiseta. Creo que eso lo logré”, dice Helen.

Volviendo atrás 

En abril de 1972 Helen vivía en Juan Lacaze, Colonia, y trabajaba en la Asociación Obrera Textil como oficinista. En ese entonces tenía 21 años, estaba casada y hacía siete meses atrás había nacido su única hija, María Eugenia. 

A Juan Lacaze se lo caracteriza por haber sido un pueblo obrero, de sindicato. “Un pueblo de lucha de toda la vida, la primera huelga que hubo en Juan Lacaze fue de mujeres, en 1913”, recuerda Helen. También recuerda que por esos años la situación del país “ya se veía conmovida” ante la muerte de Liber Arce, estudiante de odontología baleado por la policía el 12 de agosto de 1968 y posteriormente fallecido el 14 de agosto, día en que se lo recuerda junto a los demás mártires estudiantiles.

Según dice Helen, ella “apoyaba las ideas de defensa contra todo eso que estaba sucediendo”. Nunca perteneció a un grupo específico, aunque sí se sentía representada por el Frente Amplio, partido que recién estaba naciendo en 1971. “Era muy a pulmón, a corazón, a sueños. Éramos jóvenes, había poca información”, recuerda, y sostiene que esa forma de rebelarse ante lo que entendían injusto se debió al gen que tenían por ser “hijos de obreros y ver sus luchas”; “aprendimos la solidaridad de nuestros padres”, cuenta.

A diferencia de Helen, su esposo de entonces sí pertenecía a un grupo político y era gremialista, por eso tuvo que irse del pueblo; los militares se estaban llevando gente. El 29 de abril de 1972, Helen fue a ver a su marido a donde se estaba quedando, pero no pudo volver, ya que la detuvieron a ella también. “Yo no sabía ni venir sola a Montevideo”, relata.

Primero la llevaron al cuartel de Trinidad, en Flores, y luego la trasladaron a Durazno. Allí estuvo recluida en un sótano que se inundaba, por lo que ella y sus compañeras tenían que estar arriba de las cuchetas porque, de otra forma, se empapaban. Estuvo poco tiempo en esas condiciones y volvió a Trinidad, donde era la única mujer, pero luego llevaron a quienes fueron sus compañeras en Durazno. Helen relata que cuando vio sus caras al llegar al cuartel de Trinidad y al recordarlas en la penumbra del sótano se dio cuenta de la realidad de la que venía. Recuerda situaciones en las que todas tenían que orinar en una lata de aceite, o cuando subían por las escaleras encapuchadas.

“Son situaciones que nunca pensé vivir”, dice. “Cuando de niña leí por primera vez El Diario de Ana Frank -que fue cuando comencé un diario íntimo, porque me inspiró-, pensaba ‘qué terrible’, me brotaba la impotencia con 11 años. Y después vivirlo fue fuerte, fue como un despertar, tenía 21 años y otras perspectivas de vida”, narra.

Después de eso la trasladaron al Batallón de Infantería N°4 de Colonia del Sacramento y de ahí a Mercedes, Soriano. Para Helen, todos esos traslados eran muy difíciles. “Nos tiraban como bolsa de papas, íbamos una arriba de la otra, eran largas distancias atadas. Íbamos muchas, y algunas se hacían pis y caca”. De Mercedes las trasladaron a Paso de los Toros, donde cumpliría su condena.

La escritora Helen Abella. Foto: Amelia Spuntone.

El paso de los toros

“Cuando llegaba ese día especial de tener visita nos arreglábamos como podíamos. El único uniforme se fue rompiendo, llenándose de costuras y remiendos en el correr de los años. Nuestro espíritu también había empezado a emparcharse para que no se asomaran nuestras inseguridades, nuestros miedos, nuestras debilidades, escondiendo nuestras lágrimas detrás del brillo de la fuerza de ser jóvenes”, relata Helen en el tercer capítulo de su libro.

Tenía que contártelo narra de forma muy precisa y con lujo de detalles las visitas que recibían las tantas madres que estaban presas en Paso de los Toros. Ante la pregunta de cómo hizo para retener tantos diálogos y situaciones de esos años con tanta precisión, Helen respondió que todo eso queda guardado en la memoria. “Yo dentro del penal escribía. En los cuarteles también, pero tiraba todo al water, rompía todo, no quedaba nada porque eran mis sentimientos, escribía lo que sentía en ese momento, incluso puteaba en los papelitos. Me descargaba, sin saber que eso después me iba a sanar, la escritura me sanó”, afirma.

Otro de los factores que fortalecieron a Helen fueron los niños y los juegos que les proponían en cada visita. Para ella, el libro que escribió es su recuerdo de esos niños que les dieron sueños y les llevaban sus libertades con juegos infantiles. Aprender de ellos le significó fuerza y un cierto respiro de la terrible cotidianidad del penal.

“Con Alvarito, el hijo de Bocha [compañera de la cárcel], jugábamos a los cowboys, -que mis cowboys eran dedito y pium pium– y yo le decía:

-Te maté.
-No, tenía el armazón que me protege.

“Era extraterrestre, entonces paralizaba. Flor de vivo era, me dejaba paralizada”, rememora.

Otra cosa que compartían con ellos eran los dibujos, y muchas veces los deberes que traían de la escuela. Helen todavía conserva alguno de los dibujos. “Los guardé tapaditos, salían adentro de un almohadón, sobrevivieron. Cuando pienso cómo sobrevivieron, no sé cómo, son unos poquitos los que quedaron”, recuerda. La mayoría de los dibujos se los mandó enmarcados a los ya adultos, que en ese entonces eran solo niños.

Sin embargo, a pesar de todo el cariño que le tenía a los niños, la clara favorita era su hija, María Eugenia, quien tenía siete meses cuando Helen fue detenida. A lo largo de los seis años en que su madre estuvo presa fue creciendo viéndola de a ratos y siempre con la misma ropa, cada vez más rota.

María Eugenia vivió con la hermana de Helen mientras ella estuvo presa. “Sigue diciendo hasta el día de hoy que la mamá de ella es mi hermana, lo que muchas veces, a pesar de que nos llevamos bien, a mí me deja un dolorcito grande”, señala.

Según explica Helen, las piezas de rompecabezas que se ilustraron en la tapa de su libro representan el puzzle de la vida donde “faltan piezas, y algunas siguen sin ser colocadas”. Expresa que con su hija aún tienen piezas perdidas. 

Volver a empezar

Al cumplir la condena de cinco años que le dieron en la cárcel de Paso de los Toros, en vez de ser liberada la trasladaron al cuartel de San José por medidas prontas de seguridad. “Fue un volver a empezar. Estaban perfeccionados, porque ahí ya no te ataban con alambre, te ponían esposas con unos cueritos, aunque las capuchas odiosas permanecían”, recuerda.

Estuvo seis meses sola en San José y después llevaron a una compañera de Paso de los Toros con la que ya habían estado juntas. Las llevaron a las dos a Paso de los Toros de nuevo, pero se encontraron con una cárcel vacía; a las demás las habían llevado a Punta de Rieles. La cárcel antes tenía pintadas las paredes de gris oscuro, pero cuando llegaron las habían blanqueado.

Cuando entraron por el pasillo, que tenía una ventanita al fondo, Helen le preguntó a su compañera:

-¿Nos matarán?
-Pero mirá si nos van a matar y ensuciar las paredes que recién pintaron – contestó su compañera muy seria.

Finalmente, el 22 de mayo de 1978, la llamó el comandante de Paso de los Toros y le dijo que tenía la libertad firmada.

-Sí, ya lo sé, la tengo desde hace un año- contesta Helen.
-Sí, pero se va hoy si su familia paga la cuenta. La podemos llevar a un avión e irse a Europa- le dice el comandante.
-¿Con mi hija?
-Puede ser, eso lo tiene que arreglar con su familia, pero tiene que pagar.
-Pero yo no tengo plata, no tenemos nada.
-Pero su familia puede vender una casa.
-Mi familia no tiene casa y si la tuviera jamás les pediría que la vendieran. No puedo, me quedo adentro.
-Si yo tuviera una hermana en su situación, haría lo que sea para que saliera en libertad y no se muriera acá.
-Yo no me pienso morir, soy muy joven. Si me muero, no es por causas naturales, no sé, eso es lo que pienso.

Volvió a la celda donde habían llegado más compañeras y le preguntaron si se iba, ella respondió que no. El sábado siguiente llegó su madre a visitarla con María Eugenia. Su hija entró a la celda, se abrazaron, jugaron. María Eugenia le dice:

-Dice la abuela que te vas con nosotros.
-Mirá, María Eugenia, no les podés creer. Tengo todo esto para llevarme [en referencia a los dibujos en la pared], están sin sacar, yo todo esto me lo voy a llevar, mamá no se va a ir con vos. 
-Sí, el sargento gordo le dijo a la abuela y la abuela se puso contenta.

A la hora de la visita con su madre, le confirmó que el lunes la soltaban. “Mi emoción fue tremenda: me iba en libertad a un nuevo mundo por conocer, dejando a las compañeras. Loco sentir del humano: alegría de irte, miedo por irte y dolor por irte. Pero esa vez me fui de verdad, junto a mi madre y a mi hija, que habían ido a una visita y al llegar se enteraron que me daban la libertad. Juntas -esas tres generaciones- volvimos a nuestro pueblo en un largo viaje. Las visitas al penal de Paso de los Toros se terminaron para mi hija y mi familia”, concluye Helen en su libro.

El futuro se construye

Hoy Helen vive en Montevideo con su pareja, Carlos Spuntone, también ex preso político. Sobre la posibilidad de construir la memoria a base de los horrores que dejó a su paso la dictadura, Helen responde que la memoria se hace “contando, hablando, haciendo las anécdotas de a poco”.

Recuerda que en 2011, cuando hubo un conflicto en magisterio, aparecieron los restos de Julio Castro, maestro y periodista desaparecido en dictadura. “Es como que después de que apareció él se disolvió [el conflicto] y se suavizó. Entonces, yo digo, pucha, llegan con llamados”, dice.

También hace referencia a las madres que continúan, sin descanso, en la búsqueda de sus hijos y nietos desaparecidos en dictadura. “Se van a morir más madres sin saber dónde están sus hijos, porque no nos van a decir nada, pero lo importante es que siga vivo su esfuerzo. El miedo nos detiene, pero el miedo es necesario porque nos defiende”, expresó.

Para ella, la única manera de aprender y recordar es a través del relato, que debe permanecer para que “nada sea en vano por nuestra justicia”, y también para “que no vuelva a suceder”.

“Ahora estamos en memoria y volver a reconstruir. Mi libro tiene un puzzle; no se llega a completarlo, faltan los desaparecidos, faltan los hijos, falta el encuentro”.

Debido a la pandemia, Helen no pudo hacer la presentación oficial de su libro, pero espera hacerla antes de fin de año.

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