El termómetro marca nada más que 7 grados y las nubes negras pronostican un día frío y gris. Sentado en una silla de plástico que parece no aguantar ni un sólo miligramo más y acompañado de “Morita”, su fiel compañera cuadrúpeda, “Maxi” espera en la esquina de Juan D. Jackson y Gonzalo Ramírez a que se vaya el próximo auto para continuar con su rutina laboral. 

Me aproximo con una bolsa de bizcochos calientes y tres cafés negros que poco gusto tienen y aún menos azúcar. Maxi, de 35 años, recibe su vaso de espuma plast con una sonrisa amplia y opta por un pan con grasa.

Instantes después de decir mi nombre y algún detalle insignificante me interrumpe: “pará que le voy a avisar a “El Ruso” que hay café y bizochitos”, e inmediatamente grita algo que no logro entender pero que claramente el “Ruso” sí, porque aparece de entre los autos con una sonrisa aún más grande que la de su compañero. “Hola, ¿cómo andas?”, dice, mientras agarra un vigilante y se lo lleva a la boca asintiendo con la cabeza en señal de agradecimiento. Bastan pocas palabras para que ambos acepten sentarse a conversar. “Sentate en esta silla que es la más cómoda”, dice Maxi.

Maxi es el primero en hablar y cuenta que tiene una casa donde vive con su “viejo” pero prefiere quedarse en la calle. “Uno genera vínculos, ¿viste? Ellos son mis compañeros, yo prefiero estar acá”, explica, y luego se interrumpe a sí mismo para acotar: “¿Me esperás que voy a despertar al gordo? Así viene a comer unos bizcochos”, y espera mi respuesta afirmativa antes de salir corriendo hacia la esquina. 

Estando a solas con “El Ruso” es que noto por primera vez su acento. “Soy de Lituania”, aclara, a sabiendas de que cuesta entenderle por su dificultad con el español. 

-¿Hace cuánto estás acá?

El Ruso -Un año y medio. Vine con una compañera, porque uno de los padres es uruguayo, pero llegamos y yo quedé en la calle

-¿Puedo preguntar por qué?

R – Me quedé solo.

“Las vueltas de la vida”, le interrumpe Maxi. A lo lejos se acerca “El Gordo”, que luego se presenta como Leo, al mismo tiempo que se asoma a la bolsa y elige un bizcocho de queso y también uno dulce. 

“¿Cocinaste?”, le pregunta Leo a El Ruso aún con la boca llena, pero el Lituano niega con la cabeza y señala una olla oxidada sobre un montón de ceniza. “Ahí cocinamos”, aclara. “Nos falta salir volando nomás, porque solo comemos ala de pollo y fideos. Capaz cuando tenemos algún peso compramos muslo pero siempre pollo”, continúa Leo, y se acerca a la olla.

-¿Y cocinan para todos?

Maxi -Sí claro, El Gordo es el chef. Pero siempre que se cocina, lo hace para todos los compañeros y para Morita también, que a veces come más que nosotros. 

Inmediatamente estallan las risas como resultado de la opinión unánime de que Morita es la mimada del grupo y aprovecho para preguntar cómo fue que llegaron a la situación en la que están ahora. 

El Ruso habla poco pero intenta hacerse entender. Mientras se frota su ojo izquierdo, que está sumamente hinchado y morado, cuenta que tiene 28 años y que perdió relación con la familia de su país de origen. “Yo no pienso volver. No tengo nada allá. No me hablo con mi familia”, cuenta, y se levanta con rapidez cuando ve que un auto está por salir del estacionamiento. 

“Yo tengo 30, fijate que estudié hasta primero de liceo. Después mi madre dejó de mandarme porque sabía que yo iba sólo a joder”, empieza contando Leo. 

-¿Y te gustaría seguir?

Leo -Ahora ya está. Me metí en la droga, el alcohol, me fui de mi casa. Yo vivía en Las Piedras, pero me vine para acá. Ahí fue que conocí a El Ruso. 

“Las vueltas de la vida”, repite nuevamente Maxi. Empiezo a entender que cumple un rol importante dentro de su grupo. Cuando él habla, los demás escuchan. “Yo hice hasta tercero. Nada, ni siquiera hice el bachillerato”, comenta, y Leo le contesta: “¡Ah! ¡Pero terminaste el Ciclo Básico! ¡Estás re bien!”, al mismo tiempo que a lo lejos se acerca El Ruso contando las ganancias hasta el momento.

“Nosotros somos muy respetuosos, no nos metemos con nadie, los vecinos de la cuadra nos quieren. A veces nos dan comida y agua. Pero hay dos que no son de la cuadra, que no nos quieren. Pasan por acá y si nos ven cocinando llaman a la Policía. Ya los tenemos fichados, sólo quieren romper los huevos”, dice, mientras saca un pan con grasa de la bolsa. 

El frío no pasa desapercibido, y a la vez que El Ruso se frota las manos cubiertas con unos guantes agujereados, Maxi toma un trago de café y Leo mira fijamente.

“No es peligroso, pero uno duerme con un ojo abierto y el otro cerrado, sobre todo los fines de semana que es cuando anda mucha gente”, narra Leo, mientras El Ruso continúa: “Nosotros escondemos las cosas y nos vamos a dormir ahí a la esquina. A veces se las llevan, nos han robado muchas ollas, vienen y se llevan todo”.

Los minutos van pasando y los tres jóvenes se turnan para seguir cumpliendo con su trabajo. Los bizcochos se van terminando y no queda rastro de los vasos de café, que se enfriaron rápidamente pero que fueron recibidos con mucho entusiasmo. 

“Y vos, ¿estudias?”, me pregunta intrigado Maxi, quien escucha atentamente los detalles sobre mi carrera. Cuando termino de explicar a grandes rasgos las características de la carrera de Comunicación, Leo toma la palabra para contar que la iglesia que está situada entre el Aulario y la Facultad los ayuda mucho con comida y ropa. 

“Y los policías a nosotros no nos molestan tampoco. Ellos vienen y nos piden que apaguemos el fuego o que juntemos un poco las cosas que vamos acumulando, pero no nos faltan el respeto”, explica. “Cuando a nosotros nos piden que ordenemos, ordenamos todo. Los vecinos del edificio de la esquina se despiertan 7.30 más o menos y ahí nosotros sacamos el colchón para no molestar”, agrega El Ruso.

-Yo los veo desde bien temprano acá. Doy fe que madrugan.

M -Sí, claro, a las 8 viste que empiezan las clases entonces ya empezamos a trabajar y hasta las 12 o la 1 de la mañana estamos acá, que es cuando salen los últimos. Se trabaja bien, por suerte, pero nosotros estamos todo el día.

Morita gira la cabeza e indica moviendo la cola que se acercan dos personas que ella conoce. “Mirá, aquel es mi hijo”, señala Maxi, y los otros se ríen, seguro es parte de un chiste interno que desconozco. Se acercan los dos muchachos a paso veloz y se inclinan a darme un beso en el cachete. “Ya no quedan bizcochos, llegaron tarde”, se ríe El Gordo. 

Morita se sube a mis piernas una última vez y la acaricio como las dos veces anteriores. “Es pesada”, dice Leo y la saca. “Bueno, ¿vamos a comprar el pollo?”, se para Maxi y gira en dirección a El Ruso, quien asiente y lo sigue. “Nosotros ya volvemos”, me aclara, “pero te saludo por las dudas”, y en cuanto se pierden en la muchedumbre de estudiantes que desfilan por Gonzalo Ramírez camino a facultad, yo también me despido de Leo. “Sin palabras, ¡muchas gracias!”, dice lo suficientemente alto como para que lo escuche cuando estoy dando la vuelta mientras les prometo llevar otra bolsa de bizcochos pronto.

En medio de dos facultades por la que transitan miles de estudiantes, estos jóvenes pasan desapercibidos a la vista de la mayoría y a pesar de su contexto, de la cruda realidad que les tocó y de eventos desafortunados que tuvieron que afrontar, Maxi, Leo y El Ruso brindaron una sonrisa y más respeto del que era necesario desde el primer minuto hasta el final del encuentro.

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