Machu Picchu es, desde que fue “descubierta” por el explorador norteamericano Hiram Bingham en 1911, el sueño de todo viajero en Sudamérica. Ya sea por su indudable carga energética, por su impresionante ubicación geográfica, o por su avanzada arquitectura. Hoy en día, su historia es conocida y, más allá de que sigue siendo un destino muy codiciado, es ampliamente difundido en los medios de comunicación lo que hay al final del Camino del Inca. En la era de la intercomunicación inmediata en la cual vivimos, es casi imposible encontrar un lugar turístico que no haya sido mostrado por los medios, bloggers de viajes e influencers. Será por eso que cuando uno se encuentra con los Uros, queda atónito, con una sensación de descubrimiento pero con una ligera vergüenza por el desconocimiento de esta comunidad, que abre las puertas de su casa a sus visitantes y cuenta con gran orgullo su historia. Esto le sucede año tras año a muchos viajeros que, de camino a Cusco, cruzan la frontera entre Bolivia y Perú, y se encuentran casi por sorpresa con Puno, un pueblo pesquero que en sus costas posee las puertas al lago Titicaca y a sus islas.

La relación de los Uros con los Incas resulta interesante, especialmente porque estos últimos fueron colonizados por las tropas españolas de Francisco Pizarro bajo el mando del último emperador Atahualpa, capturado y ejecutado por los conquistadores en 1533.  Mientras a la sombra del gran imperio Inca y contra todo pronóstico, los Uros, -que eligieron el lago Titicaca para resistir la expansión de dicho imperio-, pudieron hasta el día de hoy resistir al paso de los siglos y a los diferentes y acelerados cambios de la región. En parte lo lograron gracias a su modo de vida; una adaptación única a su entorno, caracterizado por la construcción de islas flotantes, una economía basada en la pesca y la recolección, y una fuerte identidad cultural ligada al lago Titicaca.

Entre juncos y leyendas

Las Islas Flotantes de los Uros no son solo una maravilla arquitectónica: son el corazón palpitante de la cultura Uro. Estas islas, construidas a mano sobre las aguas del lago Titicaca, simbolizan la resistencia y el profundo legado de un pueblo que ha sabido mantener sus tradiciones a lo largo del tiempo.

La leyenda cuenta que el origen de este pueblo data de hace más de 1000 años. El momento clave de su historia fue antes de la llegada de los colonizadores españoles, en el punto álgido de la civilización incaica, cuando estaba próxima a anexar a su imperio además de todo el Perú, gran parte de Bolivia y del norte argentino actuales. En respuesta a estos cambios en la región y el asedio de distintos grupos, los Uros -sin ejército ni recursos para la guerra- decidieron hacer del lago Titicaca, su hogar, refugio y fortaleza.   

Su conocimiento de la planta madre, la totora, una planta acuática, y su habilidad para construir con ella, les ayudaron a adaptarse a la vida dentro del lago. Construyeron pequeñas balsas para adentrarse en él. Comprender la inmensidad del Titicaca es clave para dar cuenta de lo difícil que sería encontrar a alguien allí que no quiera ser encontrado. Ubicado en los Andes centrales, separando a Bolivia y a Perú, posee un área de 8300 km². Para dimensionar su tamaño, Montevideo tiene en total tan solo 525 km², osea que la capital podría entrar casi unas 16 veces en este lago.

Isla Uru y los mil usos del Junco Foto: Sebastián Sasco

Esta especie de junco no solo sirvió para navegar, sino que fue el material fundamental de una de las obras arquitectónicas nativas más fantásticas e ingeniosas del territorio. El navío, una vez encontrado el lugar ideal, es rellenado con las mismas hojas de la planta con la cual fue construido. Entrelazadas y compactadas entre sí, forman un piso de junco en el cual crece la totora, que alcanza a darle una base de un metro de altura a la construcción. Además, las raíces de la totora forman bloques de tierra de un metro de profundidad, que mantienen a flote la isla. En su “Historia Natural y Moral de las Indias”, el jesuita español Joseph Acosta elogió esta ingeniería natural y describió a la totora de manera muy atinada:

“Un género de junco, que llaman los Indios Totora, de la cual se sirven para mil cosas, porque es comida para puercos, y para caballos, y para los mismos hombres; y de ella hacen casa, y fuego, y barco, y cuanto es menester: tanto hallan los Uros en su Totora”.  

Del encuentro 

La luz radiante del sol se refleja en las aguas verdes del Titicaca. A las 9 de la mañana el guía espera en el puerto de Puno. La inmensidad del lago, las montañas a su alrededor, recuerdan constantemente los 4000 metros de altura. A cada paso, se escuchan los jadeos de los viajeros que aún no se han aclimatado a la altura. A través de un corredor acuático demarcado por las plantas de totora se abre paso una barca motorizada no más grande que una camioneta 4×4. Después de 15 minutos de navegación se divisa “tierra”. Antes de anclar en los postes de la isla, las mujeres de la comunidad se preparan para dar la bienvenida. Desde las más jóvenes hasta las más mayores, todas visten ropa de alpaca: polleras largas y acampanadas de color azul, junto con chalecos típicos de la zona. Al acercarse la barca, las mujeres saludan con entusiasmo en Aymara, uno de sus idiomas originarios:

—Kamisaraki —entonan al unísono. 

Al tocar tierra firme, que no es realmente firme ni tampoco es tierra, sumada a la altura, el viaje en barco y la pereza matutina, se genera la impresión de haber llegado a otro mundo, como si fuera una tribu en el Amazonas o en África.

—Pueden saltar, el piso resiste —muestra un niño que salta sobre la plataforma de junco. 

Efectivamente resiste. Aunque la gran mayoría de los visitantes no se animan a saltar. Es que el piso de las islas genera una sensación inusual, inestable, como si el suelo estuviera vivo y se moviera ligeramente.

Evidentemente el niño ya había notado esta sensación en viajeros anteriores, lo que hizo que creara este show para entretenerse y tranquilizar al extranjero.

El leve crujido de la totora bajo los pies acompaña la sensación de ligereza y flotación, mientras el paisaje de las islas, rodeadas por las aguas del lago, hace que parezca un lugar separado del resto del mundo, como si flotara entre el cielo y el agua.

Todos en ronda, como si fuera un ritual, una joven Uru junto al guía, explican cómo llegaron hasta allí, cómo construyeron las islas, cómo viven y qué roles cumple cada uno en la comunidad. Los hombres se dedican a la pesca y la caza, mientras que las mujeres cuidan de los niños, cocinan lo recolectado y cada 15 días cortan los juncos de la totora para reemplazar las capas que la humedad que el propio lago corroe. Además, las mujeres Uro de hoy también tejen prendas y realizan artesanías para vender a los turistas que cada día vienen con más frecuencia a conocer las islas flotantes.

Los Uros, o como se autodenominan, “Gente del Agua”, son una comunidad con una presencia histórica en la región del Lago Titicaca que precede a las civilizaciones Inca y Aymara. Según la mujer Uru que guió al grupo, han habitado estas tierras desde tiempos antiguos, “antes que el Sol se escondiera por largo tiempo”. Algunos antropólogos y estudiosos como John Janusek, Terence D’Altroy o César Itier deducen que esta frase podría evocar alguna era glacial. Aunque han explorado la posibilidad de que se refiera a eventos climáticos extremos, no hay evidencia científica que confirme específicamente esta interpretación. Sin embargo, la leyenda refleja la profunda conexión de los Uros con su entorno, su visión del tiempo y el orgullo de ser una civilización tan antigua.

Joseph Acosta describía a los uros de la siguiente manera: “Son estos uros tan brutales, que ellos mismos no se tienen por hombres. Cuéntase de ellos, que preguntados qué gente eran, respondieron, que ellos no eran hombres, sino uros, como si fuera otro género de animales”.

Su estilo de vida los ha hecho sobrevivir hasta el día de hoy, y aunque no podamos confirmar si realmente fueron testigos de  la última era glacial, si podemos decir que viven y perduran desde hace más de 500 años en estas islas. Sin embargo no son hostiles, ni rechazan la tecnología  -se pueden ver entre las pequeñas casas de junco paneles solares que proveen energía eléctrica-. Tampoco hay un rechazo al extranjero, que les proporciona no solo una entrada económica, sino también visibilidad y un permanente intercambio cultural. 

En pleno auge individualista, con la extrema especialización del trabajo, la vida caótica  que acostumbramos llevar en las grandes urbes, los Uros son la viva muestra de que se puede vivir de otra manera. Cazar para comer, comercializar para el bien común, construir para todos. Vivir simplemente para vivir.

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