Diciembre de 1976. El terror del régimen de Augusto Pinochet se había asentado con fuerza y cubría todas las calles y rincones de Chile. Las violaciones a los Derechos Humanos (DDHH) eran la norma común. En 1990 la cantidad de muertos y desaparecidos superó los 3.000 y las víctimas -directas o indirectas- eran más de 40.000. Sin embargo, ese año la víspera de Navidad parecía otorgar un destello de luz a los chilenos.

Esa tarde, entre los juegos de la plaza O’Higgins de Valparaíso aparecieron dos niños “desgajados del mundo”, “tomados de la mano y a la deriva. Sin primavera, sin canciones, sin padres”, como luego escribió Mario Benedetti en el poema Ni colorín, ni colorado, que les dedicó.

Él tenía cuatro años y medio, decía que se llamaba Anatole. Ella, de un año y medio, tomada de la mano de su hermano, era Victoria. Deambulaban solos por la plaza, esperando que alguien los fuera a buscar. Pero no llegó nadie. Un día antes de Navidad, los pequeños abandonados no llamaron la atención de las organizaciones sociales ni de nadie. Los carabineros que los encontraron los entregaron a un juez de menores y fueron a parar a un hogar de acogida. Por la forma de hablar parecían argentinos, pero no se sabía de dónde venían ni quién los había dejado en esa plaza.

En Buenos Aires, una mujer buscaba desesperadamente a su hijo, Roger Julien, y a su nuera, Victoria Grisonas. Se trataba de un matrimonio de uruguayos que el 26 de setiembre de 1976 desapareció junto a sus dos hijos pequeños. A partir de ese momento no se supo nada más de la familia Julien hasta 1979. María Angélica Julien quería saber dónde estaban sus nietos. Su hijo había sido fusilado y su nuera torturada y asesinada. Movió cielo y tierra por encontrar los pequeños.

Una foto de los niños sentados en un banco en la que se veía a ella llevándose una galleta a la boca y a él, como hermano mayor, protegiéndola con su brazo, ilustraba la portada del diario El Mercurio de Valparaíso del 29 de diciembre de 1976.  El titular decía “Estas criaturas son Anatole, 4 años, y su hermanita, Victoria Claudia, 1 año, que fueron misteriosamente abandonados hace cerca de una semana en la Plaza O’Higgins”.  Nadie reclamaba por ellos. Tras hacerse público, el caso causó conmoción. La situación de los hermanos llegó a través de una asistente social chilena al matrimonio Larrabeiti. Él, dentista, y ella, profesora, decidieron adoptarlos.

En los tres meses transcurridos entre la desaparición y la aparición de los niños en Chile, Anatole y Victoria primero fueron trasladados de Buenos Aires a Montevideo. Allí estuvieron en el Servicio de Información de Defensa (SID), utilizado como centro clandestino de detención. Hoy, una placa en homenaje a todas las víctimas allí secuestradas identifica el lugar.

Tres años después, en 1979, María Angélica recibió una llamada. Habían encontrado a sus nietos tras la intensa búsqueda de la que participaron numerosas organizaciones internacionales. Estaban en Chile. Los hermanos Julien pasaron a la historia como el primer caso resuelto de las Abuelas de la Plaza de Mayo. Su hallazgo significó una esperanza para todo el mundo. En Pudahuel la esperaba una mujer que le mostró a la abuela el recorte de aquella portada de El Mercurio. Esa mujer era Belela Herrera.

La búsqueda de Belela fue determinante en el hallazgo de Anatole y Victoria. Una vez encontrados, acompañó a María Angélica a Valparaíso hacia el encuentro con los padres adoptivos y sus nietos. Siguió de cerca la unión de aquella familia. Incluso, los niños y su abuela se reunieron varias veces en su casa, donde su hijo mayor, César Charlone, filmó el documental sobre el caso de los niños, Y cuando sea grande…, aunque luego no lo firmó como autor. Belela fue testigo directo de esta historia “muy bonita pero muy triste”, como la definió años después en una entrevista para el proyecto Memórias da resistencia e da solidariedade, en 2012.

Pero ésta no fue la primera vez en que Belela vio el reencuentro de una familia y posibilitó su unión. Ella ya contaba con algunos años de experiencia en la asistencia y protección de los menos favorecidos, concretamente de quienes se vieron forzados a abandonar sus hogares y ver la desintegración de sus familias a causa de la acción del terrorismo de Estado que sacudía a todo el Cono Sur.

Quizás el inicio de esta travesía pueda situarse en 1973 en Chile, con el advenimiento de la dictadura. Fue en medio del horror, en el encuentro con miradas de tristeza y desolación en cientos de personas, que esta honorable mujer encontró la misión de su vida: ayudar a otros. Nadie puede explicar mejor que ella misma el porqué de tan notable vocación. En un homenaje a su desempeño en la Cancillería de la República entre 2005 y 2010, sostuvo: Muchas veces me preguntan por qué abracé la causa de los DDHH y en particular de los refugiados. Creo que hoy es un buen día para contestar. Abrazo esa causa porque siento en las entrañas las desgracias de prójimo, los sufrimientos del pobre y angustias de los que no tienen donde vivir”.

Resulta difícil acudir a un discurso frío y despersonalizado para referirse a su persona, porque en la base de toda su acción se encuentra una mujer con bondad en enormes cantidades. Una mujer brillante, discreta, de una inteligencia y emotividad afilada. Belela es el claro ejemplo de que un corazón enorme no necesita de grandes proporciones. La amabilidad, solidaridad, humanismo, valentía y amor al prójimo, dan forma a su cuerpo.

Teme que la conviertan en heroína y sostiene que solo hizo su trabajo, no desea darse la importancia que se dan algunas personas sobre sus hazañas. Eso hizo que nunca se haya jactado ni de su actividad como funcionaria del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) o como vicecanciller, ni como mujer comprometida con toda causa social.

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María Bernabela Herrera Sanguinetti nació en Montevideo en 1925, en el seno de una familia patricia. Su padre, Carlos Herrera Mac Lean, fue un exitoso arquitecto, crítico de arte y de música, que además escribió artículos periodísticos y participó del grupo fundacional del Frente Amplio (FA). Su madre, María Elena Sanguinetti, fue una talentosa maestra y pianista. Belela se crió entre seis hermanos. Su niñez se caracterizó por la música, el arte, el gusto por el canto de sus padres y las manifestaciones culturales en general.

Conoció el amor en la adolescencia y, tras cinco años de noviazgo, en 1948 celebró su boda con César Charlone. A la ceremonia de unión entre las dos familias de clase alta acudieron aproximadamente 500 invitados, entre los que se encontraba el entonces Presidente de la República, Luis Batlle Berres. Durante los primeros años de matrimonio, César trabajó como oficinista en el Poder Judicial y Belela, luego de abandonar sus estudios en Derecho, se abocó a dar clases de inglés en Secundaria y en el Anglo. La unión Herrera – Charlone significó el cruce de ideales políticos opuestos, lo que años más adelante tuvo consecuencias para el matrimonio. Tuvieron cinco hijos: César, Belelita, Macarena, Daniel y Carlos. Toda una prole, como la que conformó con sus hermanos.

Las inclinaciones teatrales de César llevaron a Belela a hacer de traductora en algunas de sus obras, mientras quesus producciones televisivas la convirtieron en asistente y conductora. Olimpiada estudiantil y Charlando con nuestros hijos fueron dos programas que llevaron juntos adelante en la década del 60. El segundo significó el salto de Belela al ámbito público uruguayo, más allá de que ya era conocida en el ámbito de los DDHH. El programa tenía un formato innovador en la televisión uruguaya. Era conducido por el matrimonio en una escenografía similar al living de un hogar, donde junto a un grupo de adolescentes discutían temas relacionados a la juventud: el estudio, el noviazgo, el trabajo, aspectos políticos, y algunos que podían resultar controversiales en ese momento como el embarazo, el sexo o las adicciones. Buscaban imitar un encuentro familiar. No había libreto y un único actor infiltrado entre los jóvenes participaba como moderador de la conversación.

El éxito de Charlando con nuestros hijos le dio a Belela la posibilidad de viajar Estados Unidos para visitar cadenas de televisión y tomar ideas para implementar en Uruguay. Volvió con un sabor amargo, ya que no existían los recursos económicos ni tecnológicos en la televisión uruguaya para ese tipo de plataformas.

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El puesto de Charlone padre en el gobierno, primero como canciller de Luis Batlle Berres y luego como mano derecha de Jorge Pacheco Areco, posibilitó el ingreso de César en la diplomacia. Trabajaba en el Ministerio de Vivienda cuando las influencias de sus padres permitieron su designación como encargado de negocios en la embajada uruguaya en Chile a partir de 1970. Toda la familia Charlone – Herrera se trasladó a Santiago. Para Belela, la participación de César en el gobierno significó sumergirse en un ambiente en el que se sentía ajena y por momentos le generaba un profundo rechazo. Leal a su padre, César se manifestaba en apoyo del gobierno autoritario de Pacheco Areco. Por su lado, Belela se sentía cada vez más lejos y más unida a los ideales políticos de su padre, cercanos a la izquierda. Esa distancia política llevó a la separación del matrimonio, pero también tuvo como resultado el afianzamiento de los ideales de Belela y la determinación de su personalidad. Siempre distinta a las mujeres del ambiente diplomático, auguraba que la situación en Chile fuera diferente, pero se encontró en un barrio residencial rodeada de hombres y mujeres contrarios al gobierno de Salvador Allende que reclamaban abiertamente por un golpe de Estado.

En Santiago, Belela se vio deslumbrada por esa sociedad en ebullición y se hundió en un clima electoral histórico. Ansiaba vivir la “Revolución de empanadas y vino tinto”, como la llamó Allende, y la experiencia política de la Unidad Popular. El ambiente con el que se encontró sacudió su estructura. Se aproximó a la situación del país a través de vínculos ajenos al Barrio Alto, donde se ubicaban las embajadas y residían las familias adineradas. Dejó atrás sus días de docencia y los programas de televisión por acompañar a su marido, pero jamás se conformó con ser la “esposa del Embajador”. Comenzaba a sentirse cómoda en este nuevo ambiente cultural, fue construyendo su propio círculo y ahondando en aquello que le interesaba. Los olores, los sabores, los colores y los sonidos terminaron por asentar su amor por Chile.

En Chile había una gran esperanza de cambio, situación que no se vivía en Uruguay. Sus convicciones y certezas tomaron otro rumbo y se dejó maravillar por la libertad que se respiraba. Ese mundo nuevo la condujo a iniciar la carrera de sociología en la Universidad Católica.

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El 11 de setiembre de 1973, el bombardeo de 15 minutos sobre el Palacio presidencial de La Moneda terminó de enterrar al Chile democrático que Belela había conocido y que tanto la deslumbró. Ese día Belela salió de su casa a las 8 de la mañana. Condujo con una de sus hijas hacia Plaza Italia. La muchacha se dirigía a la Facultad de Arquitectura. Mientras conducía, notó un flujo de autos que volvía al Barrio Alto. Alcanzó a escuchar el último discurso de Allende desde La Moneda. Lloró desconsoladamente.

A la residencia de la Embajada uruguaya llegaban continuamente uruguayos, chilenos y ciudadanos de diversas nacionalidades. Conocidos y desconocidos. Desgarrados, descolocados ante lo sucedido y con la incertidumbre sobre sus hombros. Algunos pedían refugio, otros amparo momentáneo o asilo. Buscaban a alguien que les salvara la vida y se encontraron con Belela. En medio de la desgracia, su compañía auguraba esperanza. A ella le importaba qué sucedería con ellos.

Los teléfonos estaban bloqueados, se enteraban de lo que sucedía por los testimonios de quienes iban llegando. Esa noche alojó en la casona de cuatro pisos en la que vivía a una veintena de personas que no podían siquiera volver a su casa, perseguidos por los militares.

Desde Montevideo, el entonces presidente de la República, Juan María Bordaberry, dio la orden: no se podía brindar asilo a ningún extranjero, solo a uruguayos que quisieran volver al país. Belela transmitió la noticia a quienes acogía en ese momento con desazón y tristeza, pero no los dejó desamparados. Les ofrecía más que una solución. Con la calidez que la caracteriza, escuchó las historias de cada uno, sus angustias y necesidades, también sus solicitudes. Y aunque lo tuviera prohibido, en casos extremos accedía a esconder a algunas personas en su residencia durante algunas horas, mientras buscaba alguna solución. Su determinación, valentía y amabilidad la llevaron a ser solicitada por muchísimas personas. Brindó socorro a todo quien golpeara su puerta.

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No vaciló ante la situación política del país ni perdió un minuto en utilizar sus recursos: pasaporte diplomático y su Fiat 600 rojo, también con placa diplomática, para ayudar a las personas sumidas en el desconcierto, el temor y la tristeza. Trasladó perseguidos y ayudó a encontrar refugio a quien lo necesitara. Cambió la vida de cientos de personas y a otras tantas las salvó de un terrible desenlace. El temor se disipaba ante los ojos tristes y pedidos de ayuda de los perjudicados. Defendió y defiende a la gente con toda la energía y la entrega que es capaz de dar. Ni los años ni el cansancio han desgastado su entusiasmo en la lucha por una sociedad justa.

Pocos días después del golpe en Chile, Charlone fue convocado a Montevideo por el canciller Juan Carlos Blanco. En un inicio se le asignaría un nuevo destino: Hong Kong. Finalmente, fue despedido. Un télex que le llegó a Blanco desde Chile decía: “Cancillería Chilena acusa a Sra. de Charlone estar asilando al hijo de (Carlos) Altamirano. Ella lo niega”. El mensaje sirvió al canciller para deshacerse de Charlone, a quien despreciaba por sus inclinaciones artísticas.

Una vez despedido, retornó a Santiago de Chile a comienzos de octubre de 1973 para rehacer su vida privada. Al momento, Belela ya había devuelto su pasaporte diplomático y se fue de la casona del Barrio Alto junto a sus hijos. Solo contaba con el pasaporte uruguayo, que limitaba en gran medida sus posibilidades de proteger a los necesitados. Se instaló en una casa mucho más modesta sobre la calle Hamlet, paradójicamente, frente a la Escuela Militar. Por el trabajo de su marido, Belela estaba muy vinculada a las embajadas. Las veladas, reuniones sociales y ceremonias le dejaron una cantidad de vínculos a los que recurrió luego para refugiar a quienes pedían amparo.

En ese momento, cuando parecía que poco más podía hacer respecto a la situación de cientos de refugiados, una llamada cambió el rumbo de la vida de Belela.

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El teléfono sonó, como era habitual en donde estuviera. Atendió. Era Enrique Iglesias. Le ofreció trabajo como funcionaria de la Oficina de ACNUR, que hasta entonces no tenía representación en Chile. Todo sucedió muy rápido en los días posteriores al golpe de Estado. Su estatuto como funcionaria de ACNUR le proporcionó un documento para legalizar su estadía en Chile y la posibilidad de continuar su misión desde una posición oficial. Con desempeño extraordinario y comprometido en donde estuvo, empezó una carrera como funcionaria del organismo que la llevó a Chile, Argentina, México, Perú, Brasil y otros países del Caribe..

“A partir de entonces fue realmente un trabajo incesante, porque seguía habiendo personas que necesitaban ayuda u orientación. Mi casa también fue un refugio, venían a dormir una noche o a quedarse un tiempo” hasta asegurarse de poder colocarlos en un lugar seguro, contó Belela en la entrevista para Memorias da resistencia e da solidariedade.

Un día, dos chilenos llegaron a la Embajada de Polonia en busca de asilo. “No salimos de aquí”, dijeron a la embajadora. Desesperada, pensó una solución y tomó el teléfono. Del otro lado, respondió Belela. La embajada uruguaya y la polaca se encontraban a corta distancia, y las mujeres habían entablado una gran amistad.

– Belela, por favor, quiero verte, ¿puedes venir? – dijo la embajadora polaca.

Belela fue enseguida. La Embajada de Polonia estaba en proceso de clausura tras la irrupción de las negociaciones con Chile. Los hombres no se podían quedar allí.

-Bueno, yo me los llevo – contestó.

Hasta el momento, ACNUR tenía cinco refugios en Chile, exclusivos para extranjeros. No se aceptaban chilenos bajo ninguna condición. Darles asilo podría poner en riesgo las negociaciones que el organismo había logrado entablar con la dictadura de Augusto Pinochet. Ante las limitaciones que imponía el organismo al desempeño de Belela y en su intención de proteger su trabajo, no le quedaban muchas opciones para ayudar a aquellos hombres. De hecho, no tenía otra opción que llevarlos a uno de los refugios de ACNUR. Y eso hizo.

Los dejó en el refugio a pesar de que el encargado del establecimiento le había advertido que, si aquellos hombres se quedaban, “en cualquier momento invaden” las fuerzas de inteligencia. “¿A dónde los llevo?”, pensaba Belela, y así se encaminó en la operación. El domingo siguiente por la mañana fue a dar una vuelta en su pequeño Fiat, acompañada de una de sus hijas, Macarena. Fueron a buscar a la dupla chilena y se dirigieron a la embajada italiana. No había vigilancia a los lados del edificio, solo en la entrada. El escenario era perfecto para que ambos hombres saltaran el muro y entraran a la sede diplomática. En ese momento se dio cuenta de que uno de los hombres tenía una renguera. Macarena y Belela ayudaron a los hombres a trepar el muro con dificultad. Finalmente, saltaron y entraron.

De nuevo en el refugio en el que los chilenos habían estado algunas horas, le informaron que cinco minutos después de que salieron en el Fiat, la Dirección de Inteligencia Nacional invadió el lugar. Alguien había denunciado la situación, pero la suerte había estado del lado de Belela y su hija. Esta historia es una de las tantas en que Belela antepuso el bienestar del otro ante el riesgo de su propia integridad física y su libertad. No pensaba en las consecuencias ante la presencia de la angustia de los perseguidos. Hoy mira hacia atrás y piensa en el sinnúmero de situaciones en las que se expuso al peligro de los gobiernos dictatoriales latinoamericanos, pero no se arrepiente.

En 1976, su estatus de encargada de la oficina de ACNUR le permitía ingresar al centro de detención Tres Álamos con el permiso del Ministerio del Interior, sitio al que muy poca gente podría entrar.

En Chile estuvo ocho años atendiendo la emergencia que suponían los casi 10.000 extranjeros, refugiados y perseguidos.  Luego continuó su trabajo en otros países de América Latina y el Caribe.

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En 1980 comenzó el siguiente episodio de su travesía.  Desprenderse de Chile le costó mucho, había afianzado su amor por el pueblo chileno y su compromiso con los problemas que lo asolaban. “Me sentía ciudadana chilena” y como funcionaria una debe ser “imparcial”, comentó Belela. Con el problema de los refugiados resuelto en Chile, no quedaba más que hacer allí, por lo que se le encomendó otra misión, esta vez en América Central. Llegó a la sede de ACNUR de Costa Rica, que atiende a 11 países de esa región.

Empezó a encargarse de la situación de los refugiados a causa de la Revolución Sandinista de 1979. Se quedó allí hasta 1983. Muchas personas allí vivían una situación terrible y desconocían la existencia de un organismo que podía ayudarlas. Belela llegó para cambiarles la vida a muchos de ellos, como lo había hecho en Chile.

En su etapa final como funcionaria llegó a Argentina. La sede de ACNUR en Buenos Aires se encargaba de toda América del Sur, pero en ese tiempo centró su labor en Paraguay y la cantidad de detenidos desaparecidos de ese país que había en Argentina. También se encargó de los chilenos que querían retornar a su país y se veían imposibilitados de hacerlo. En Argentina contribuyó a la causa de recuperación de hijos de detenidos desaparecidos en el contexto del Plan Cóndor. La llenaba de emoción ver el reencuentro de las familias que habían sido desgajadas por el terror de los estados del Cono Sur.

Luego de las misiones encomendadas por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA) en Sudáfrica, en Haití y en El Salvador, Belela retornó al Uruguay. Formalmente, dedicó a ACNUR 15 años de su vida, pero jamás le soltó la mano. Con orgullo, continúa aportando a los cometidos del organismo desde su lugar.

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Belela Herrera en el homenaje que le realizó la Cancillería uruguaya en 2016 / Foto: Presidencia de la República.

“Queremos compartir con ustedes esta intención de honrar a una gran mujer, que con su tesón y su humanismo ha influenciado directa e indirectamente la agenda de los DDHH y la agenda de género. No solo en nuestro país, sino que también en la región. Me refiero a la querida profesora María Bernabela Herrera Sanguinetti, conocida como Belela, a la que todos reverenciamos y queremos”, manifestó el canciller de la República, Rodolfo Nin Novoa, durante un homenaje en noviembre de 2016. La imagen de hombre rígido del ministro se vio interrumpida ante la presencia de aquella mujer de pequeño tamaño y un manto blanco de cabellos.

En la sala donde se reúne el equipo encargado de las relaciones internacionales uruguayas, una serie de cuadros decoran el espacio delimitado por cuatro paredes. Los retratos de Baltasar Brum, Luis Alberto de Herrera, Carlos Quijano y Alberto Methol atendían a las reuniones de los diplomáticos. Un día, según contó Nin Novoa, se preguntó “¿cómo no está Belela acá?”. Su imagen en aquella sala se hacía necesaria por dos razones: por haber sido la primera vicecanciller de Uruguay y por su acción en materia de DDHH. Como mujer comprometida y referente, su rostro debía iluminar aquella sala.

Mientras Nin Novoa pronunciaba sus palabras en honor a Belela, ella observaba tímidamente, quizás también un poco incómoda, sentada en un elegante sillón de almohadones blancos y posabrazos decorados con esfinges alados tallados en bronce, una especie de trono.

El retrato por el que se preguntaba el canciller demoró, pero en aquel homenaje se descubrió la pintura que volvería permanente la presencia de Belela en aquella “casa” en la que fue muy feliz, según confesó en esa misma ceremonia. En el cuadro se ve la imagen de una Belela con su característica sonrisa tímida, sosteniendo un libro con la mano izquierda y con la mano derecha abierta para tomarle la mano a otro, como siempre lo hizo. Sus cabellos cortos y rubios resaltan con la chalina violeta que descansa sobre sus hombres y se extiende sobre sus brazos.

Belela agradeció, pero firme a sus creencias y costumbres, mantuvo el perfil bajo y rápidamente enfatizó que se opuso “firmemente a cualquier acto de reconocimiento por la tarea que desempeñé en esta casa como vicecanciller de la República”, y optó por hacer de aquel momento una instancia de denuncia y reclamo: “Este momento es propicio para destacar el atraso imperdonable de que ninguna mujer, hasta el momento, haya ocupado un alto cargo en la cancillería del Uruguay, aún habiendo escalado todas las pruebas para aspirar a ello. En un país como este, que se precia de haber mostrado al mundo leyes de avanzada desde los albores del siglo pasado, y aún en años recientes, con la llamada agenda de derechos, el acceso de las mujeres a la diplomacia uruguaya tiene un debe”.

Y continuó: “Durante toda mi vida creí y creo que la mujer tiene un talento natural intrínseco en el trabajo en equipo y en la difícil tarea, para algunos un arte, de la negociación. Muchas veces me tocó ver muy de cerca las injusticias, cuando no la violación sistemática de los DDHH, pero aún en las peores circunstancias me encontré con mujeres que luchaban por hacerse fuertes en el dolor, en el trabajo de equipo y en la negociación como la mejor arma entre las armas”. “Quisiera que este reconocimiento sea algo más que un homenaje personal, que sea un reconocimiento a todas las mujeres de América Latina que luchan por una sociedad de iguales sin más diferencia que los talentos y las virtudes”, agregó.

Una vez en Montevideo, desempeñó diversos cargos en el ámbito público. En 1995 asumió como directora de Cooperación y Relaciones Internacionales de la Intendencia de Montevideo. Y en 2005 fue designada subsecretaria de Relaciones Exteriores por el presidente de la República, Tabaré Vázquez, en el primer gobierno de izquierda en la historia de Uruguay.  Entre otras tareas, como vicecanciller le correspondió la representación de Uruguay en el Consejo de DDHH de la ONU, creado en 2006.

Promovió con fuerza políticas para los refugiados, reasentados y en materia de refugio. Por ejemplo, fue una de las principales impulsoras del voto de los uruguayos desde el exterior. Estuvo involucrada en el programa de acogida de familias sirias que se refugiaban en el Líbano y en la llegada de seis refugiados provenientes de la cárcel de Guantánamo. Su cercanía al caso del sirio Jihad Diyab fue tal que él mismo la reconocía como una “abuela”.

Pero allí no se termina, Belela fue declarada Ciudadana Ilustre de Montevideo en el Día Internacional de la Mujer, en 2012. Luego de recibir la medalla, felicitó a todas las mujeres y se manifestó agradecida por “todo lo que le ha dado la vida”, y en especial por sus hijos y nietos. Además, sostuvo que el homenaje lo merecen las madres de detenidos desaparecidos: “Nadie más que ellas, heroicas, merecen un homenaje”. En 2015, la Fundación Mario Benedetti le otorgó el premio Lucha por los DDHH y la Solidaridad, en reconocimiento a su labor durante las dictaduras latinoamericanas del Cono Sur en los años 70.

La vida de Belela inspira un sinfín de relatos. Sus anécdotas, la historias que protagonizó y sus memorias dan material de sobra para escribir un libro. O varios. Su bajo perfil y humildad se contrapone a la voluntad de quienes se han cruzado en su camino por narrar su vida y dejar por escrito la enseñanza que ha dejado en la memoria de los colectivos sociales de la región y en muchos de sus integrantes.

Lucía Gandioli

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