El estruendo del timbre rompe la quietud y una ola de pasos ansiosos inunda el pasillo. Con velocidad, los salones quedan vacíos y los pizarrones olvidados, porque a los chiquilines la vida los espera afuera, en los escalones de la entrada que ahora baña el sol. Carolina y Micaela son las primeras en inaugurar el ritual. Eligen un lugar, acomodan las mochilas y se recuestan mientras esperan la llegada del resto de sus amigos, que irán cayendo al lado de ellas como las fichas de un dominó. Volvieron a las escaleras de la puerta del Liceo Zorrilla hace poco. 

Antes, entre marzo y junio, sólo compartieron clases a través de pantallas negras, cada una desde su habitación. Si les preguntan, no titubean al decir que fueron meses duros. Carolina cuenta sin miedo, un poco en chiste, otro poco en serio: “A mí me dio depresión”. Micaela la mira y se ríen juntas, porque intuyen que eso es cierto pero ya pasó. 

A pocos metros de ellas, se apoya sobre la pared un joven que no saca la mirada de la puerta. Se le nota en la actitud, sabe que saldrá alguien que le importa. Los ojos tiesos, la boca nerviosa y el puño apretado adentro del bolsillo del pantalón lo delatan. Aunque el bullicio comienza a envolverlo, él ni se entera. Recién saldrá de su esfera unos minutos después, cuando una gurisa le estampe con ganas un beso en la boca. Se irán juntos, a paso lento, como se camina cuando no importa perder el tiempo. 

Mientras tanto, una chica se sienta sola en otro rincón, abre su bolso y saca una cuadernola que coloca sobre sus piernas. En ella, apoya dos recipientes cilíndricos de plástico: uno pequeño y otro más grande, originalmente contenedor de una crema para el pelo. Concentrada, despliega con sus manos una coreografía que domina. Del cilindro mayor, saca una flor de cannabis que traslada al cilindro menor, el desmorrugador. Sin prisas, gira su tapa varias veces, hasta que vuelve a abrirlo y chequea el resultado. Luego de repetir el movimiento durante algunos segundos, vierte el contenido sobre una hojilla. Con delicadeza, añade el filtro y enrola. Al cabo de un par de minutos, el porro está listo. 

“Nosotros tenemos mala fama”, asegura Ana Lucía, secretaria del equipo de Dirección. “La gente pasa y ve a los gurises afuera y siempre me dicen: “la escalera del Zorrilla es brava, ¿no?”. Ella, tranquila y segura de los frutos de su labor, los invita a pasar. “Que entren y vean cómo estamos trabajando”. 

Rita se mueve inquieta por una sala amplia y antigua. Esquiva escritorios con destreza, saluda a quienes pasan por fuera, bromea con sus compañeras adentro. Va y viene, come un postre, se lava los dientes. Todo a la vez que ríe y saca charla. Aunque su confianza logre que parezcan más, es directora del Zorrilla hace apenas cuatro años. Desde entonces, trabajar en equipo para sostener a los estudiantes ha sido el punto de partida esencial. Para ella, eso es lo más importante porque “si no estás en un lugar en el que te quieran, difícilmente vas a aprender bien”. Ana Lucía cuenta con orgullo que Rita recibe y ayuda constantemente a los alumnos, que acuden a ella cuando la necesitan o simplemente para conversar. Fernanda, referente de Educación Sexual, la oye y se detiene. Deja de llenar planillas, levanta la cabeza y comenta: “por más que esté enojada o mal, los escucha, y los gurises lo saben”. 

Las tres hablan alto, con soltura y comodidad, y la complicidad se percibe sin esfuerzo. Tras tantas horas de trabajo juntas, ya compartieron incluso más de lo que les gustaría: “cosas graves, que duelen un montón, y decisiones muy complejas”. Algunas veces denunciaron las situaciones de vulnerabilidad en las que se encuentran los alumnos. Otras, los acompañaron a denunciar. Para eso necesitan “estar fuertes”, y construir “un espacio en donde sentirse contenidas” se convierte en un pilar fundamental. 

Durante los últimos meses, lo más difícil fue enfrentar la virtualidad y el encierro. Con preocupación y un cansancio maternal, explican que “el tema de la salud mental explotó”, porque algunos problemas que ya existían se profundizaron. Ideas de autoeliminación, autoagresión, angustia, pérdida, problemas familiares, son sólo algunos de los ítems de una lista que se extiende. En el liceo hay una psicóloga, Claudia. Una sola para 1.500 personas. Trabaja todo el día y siempre está con algún alumno, aunque sólo se encarga de una mínima porción. Los chiquilines llegan a ella por los adscriptos, que organizan, resuelven y derivan; llaman a las familias, conversan con los gurises y ofrecen su apoyo. Cuando entienden que la situación los excede, cuentan con ella. 

A pesar de que fue lo mejor, volver a las aulas costó casi tanto como ausentarse. A algunos estudiantes el sistema de división de grupos diagramado para ajustarse a los protocolos sanitarios los abrumó y les robó la motivación. Para los docentes también fue difícil: las consecuencias de la pérdida de encuentro y las dificultades de aprendizaje se explicitaron al regresar. Gustavo, que ahora está haciendo tiempo en una sala de profesores espaciosa y vacía, es uno de los muchos testigos. “Los seres humanos no estamos para eso”, responde cuando le preguntan sobre la enseñanza virtual. “Soy veterano, mi edad será un factor para que no me guste la virtualidad, pero también es estresante y deprimente”. Tiene 57 años y hace 35 que se dedica a la enseñanza de la Matemática. Trabajó en el Iava, el Miranda, el Dámaso y un colegio privado, pero eligió terminar su carrera en el Zorrilla porque de todos, “es el mejor”. Desde los alumnos, hasta los adscriptos y el equipo de Dirección, este lugar es para él “un oasis de buena gente”. 

En otro salón más pequeño, Zelmar y Virginia también descansan. Toman mate con calma, sentados alrededor de una mesa que asemeja el lugar al de una cocina o un comedor. Detrás de ellos, una televisión encendida completa el ambiente e invita a escaparse, al menos por un rato, de tanto pizarrón. Ambos son auxiliares de servicio y aunque su trabajo es diferente, comparten la opinión general. El clima laboral es muy bueno y eso hace a la tarea algo “más llevadera”. Sin embargo, su actividad es dentro de Secundaria, una de las más perjudicadas por la pandemia. 

—Es complicado, cambió todo —comenta Virginia sobre el aumento salarial que tuvieron el año pasado que no es significativo para la baja del salario real—. Sin simpatías políticas, ni nada, la realidad es que nuestro salario bajó.

En total, son seis trabajadores -dos por turno-, que al finalizar cada jornada tienen 20 minutos para limpiar 20 salones. “Vamos corriendo”, dicen entre risas. 

El edificio es grande, antiguo y, por dentro, rectangular. En el centro, un patio oxigena el espacio desde hace más de 90 años y a su alrededor, la adolescencia se escurre por cada rincón. Una serie de poemas de Mario Benedetti adorna alguna de las ventanas. Un afiche que reza “Sin nosotras no hay Carnaval” se mantiene firme en otra. Las palabras bucean entre los vidrios y se extienden hasta las puertas, en donde se anclarán más allá del tiempo, generación tras generación. “Abolicionismo o barbarie”, “Googleá especismo”, “No se brilla sin oscuridad (o sí)”. “El mejor homenaje es seguir luchando”, “Sus reclamos son nuestros derechos hoy”, “¿Qué harías si se llevaran a unx de tus compañerxs?”, “¿Y si fueras vos?”. 

Más que hablar, las paredes vomitan. Tragan al caminante, lo sumergen en un mar de preguntas y lo expulsan de cabeza, diferente a como entró. 

Los gurises lo saben y disfrutan de eso. Se dejan empapar por la experiencia.

—No me canso de decir que el Zorri fue lo mejor que me pasó —dice Angelina —. Llegar acá fue aire fresco.

FacebookTwitter