Celebrar a nuestros muertos desde la alegría y el recuerdo: nada más alejado de las tradiciones europeas que heredó Uruguay. La muerte, acá, es sinónimo de tristeza, melancolía y un ocultismo que en ocasiones puede tender al olvido. Con frecuencia, a los muertos se les llora, se les excluye un tiempo de las conversaciones y, cuando vuelven, lo hacen con cierto halo de incomodidad.

Pero para otras culturas esto no es así. La tradición mexicana indica que la muerte es solo una etapa más, no el fin; de hecho, desde que nacemos estamos muriendo, es un proceso gradual. Según la leyenda de los pueblos prehispánicos, las almas descansan eternamente en el Mictlán, el lugar del reposo. Para llegar a él, cruzan un río acompañadas de un perro pardo que los guía a otra dimensión. 

El 1 y el 2 de noviembre se celebra en México el Día de Muertos: el 1 está dedicado a los “muertos chiquitos”, a los niños, y el 2 a los muertos adultos. En ese país estas fechas son una verdadera fiesta de simbolismos y la creencia marca que, al menos por estas noches, los difuntos regresan al mundo terrenal.

El halo de incomodidad que mencioné acompaña mi acercamiento al tema de la muerte. Es raro. Miro con curiosidad y encanto la forma que tienen los mexicanos de rendir homenaje a sus muertos y pienso “que bien que lo hagan así, pero no creo que yo pueda”.

¿Cómo viven este día los mexicanos? ¿Cómo surgió esta forma de celebración?

—Los indígenas en nuestro territorio tenían un culto particular, una manera muy particular de ver la cuestión de la muerte, siendo que no era un fin, sino un camino más. Y esto se combinó precisamente con las tradiciones que trajeron los europeos de ese entonces, es el resultado de un gran sincretismo —explicó Jorge Saab, agregado cultural de la Embajada de México en Uruguay.

Con la conquista española, la variedad de formas de celebración en torno a la muerte que se realizaba en el México prehispánico, se adaptaron a los días del calendario cristiano. El 1 de noviembre corresponde a la antigua ceremonia celebrada en el noveno mes del calendario azteca, llamada Tlaxochimaco, es decir, fiesta de los muertos pequeños, y el 2 de noviembre a Xócotl Uetzi,  la fiesta grande de los muertos, que se festejaba en el décimo mes.

El altar

Un elemento fundamental de esta celebración es el altar de muertos; probablemente sea con lo que estemos más familiarizados quienes hemos visto Coco, la película de Pixar. El altar es lo más visible y simbólico, se utiliza para invitar a los espíritus a regresar, por lo que está cargado de objetos que son colocados para lograr ese objetivo. Puede armarse en las casas o en los cementerios, en donde se adornan las tumbas de los muertos. 

La fotografía, las comidas y las bebidas favoritas de los familiares o amigos difuntos no pueden faltar para recibirlos; la idea es ofrecerles lo que más disfrutaron en vida. Las velas, usadas para guiar y dar paz, el agua, para calmar la sed, y el jabón, para purificar, son otros elementos básicos de cada altar, junto con el papel picado de colores, que representa el aire y es útil para cargar de color la ofrenda, con una dosis de creatividad y manualidad. Algunos adornos son comestibles y se dejan para compartir con las almas, como las calaveritas de azúcar o chocolate y el pan de muerto que, cual pan dulce del 25 de diciembre, los mexicanos esperan con expectativa. Básicamente, el pan de muerto es un panificado al que se le da forma de cráneo adornándolo bolitas de masa; es “azucarado, con cierto sabor a naranja” aclaró Saab, tratando de imaginar algún símil en la gastronomía uruguaya.

“Otro de los elementos es un camino que se les hace a los muertos con la flor de  cempasúchil, que es una flor mexicana de color anaranjado muy particular, muy vistosa y con un aroma que envuelve mucho los espacios”, contó Saab. Los aztecas consideraban esta flor un símbolo de vida y muerte, se creía que su olor atraía a las almas, mientras que su color recuerda al sol.

El altar del migrante

Los mexicanos lejos de su país hacen malabares para que sus altares sean lo más fieles a lo que marca la tradición. La esencia siempre está, aunque el papel picado o la flor de cempasúchil no se consigan. Es el caso de Miguel Rodríguez, un mexicano del Distrito Federal que hace 11 años vive en Uruguay. 

—En casa, como ves en la foto, hago algo pequeño. Trato de hacer, aunque sea la foto y la vela… y algo de comida que es lo que hacemos con las ofrendas —expresó.

El altar de Miguel, dedicado a sus abuelas y a su madre. Foto: Miguel Rodríguez.

La mirada de uruguaya

Jorge Galaviz es un artista mexicano que vive desde hace diez años en Uruguay y Patricia Pato Gainza, es uruguaya, socióloga y artista, y vivió varios años en México, principalmente en la ciudad de Veracruz. Ambos integran el colectivo “Pinches Artistas”, y tienen su taller en la Ciudad Vieja, en la intersección de las calles Cerrito e Ituzaingó, en donde ponen en marcha la creación de distintas artes visuales como el grabado y la litografía. A los dos les gusta la curiosidad de los uruguayos por conocer más sobre esta celebración. Gainza, todavía inmersa en la cultura mexicana, según delata su acento, considera que la celebración del Día de Muertos es muy terapéutica. “Sin duda, lo que genera es un proceso espiritual en de las personas”, afirmó, mientras sorbe de su cerveza porque, al fin y al cabo, era viernes. 

El taller de Pinches Artistas. Foto: Lucía Chu.

—¿Cómo ven la recepción de los uruguayos? 

—Ahora ya más cercana, con todo esto de las películas. Lo bueno es que siguen preguntando. Pienso que, de cierta manera, para los uruguayos sigue siendo extraño celebrar y homenajear algo que para ellos es todavía como de duelo —respondió Galviz.

Para él, deberían verse también celebraciones de otras culturas que ven de distinta forma a la muerte. “Es parte de la hibridación”, entiende, porque permite cambiar un poco el mandato que nos dice que la muerte tiene que ser algo solemne y de duelo. Galaviz considera absurdo que se condicione la forma de celebrar y concebir la muerte. 

Los mexicanos con los que conversé me repitieron una pregunta que les hacen los uruguayos: “¿Puedo poner mi altar de muertos?”. Y la respuesta que les dan, contaron todos, siempre es “sí”, con la aclaración de que basta colocar la fotografía de nuestros difuntos, la comida, la bebida y los elementos que hayan disfrutado en vida.

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