En nuestro país, el 47% de las presas están condenadas por delitos vinculados al tráfico de drogas, según el informe “Mujeres en conflicto con la ley penal en Uruguay. Diagnóstico social e institucional”, publicado a principios de octubre*. María supo ser parte de ese grupo. Estuvo presa por última vez en 2020. Hoy, a sus 38 años, cuenta a Sala de Redacción que “todo” lo que hizo “fue para tener más de lo que tenía”, y eso trajo consecuencias.

Cuando ingresó a la cárcel, sus cuatro hijos de entre 9 y 14 años, que nunca habían tenido un padre presente, quedaron desprotegidos. Y la familia de ella, por su parte, no podía “ni siquiera proporcionarles un plato de comida. Como madre me destrozaba que, mientras yo estaba en la cárcel comiendo todos los días, mis hijos tenían que robar animales para venderlos o comerlos”, confiesa con tristeza.

Denisse Legrand, coordinadora del programa socioeducativo en cárceles Nada Crece a la Sombra, explica a SdR que las mujeres privadas de libertad enfrentan un abandono mucho mayor que los hombres, dado que suelen perder significativamente sus vínculos de pareja, familiares e incluso, la relación con sus propios hijos. Añade, además, que la ausencia de otras figuras adultas de apoyo genera enormes dificultades. “Las visitas no solo proporcionan contención emocional, sino que también representan un soporte económico vital que muchas no reciben”, continúa.

María dice que la última vez estuvo presa por más de dos años y solo vio a sus hijos en una ocasión. Los guardias sabían que ella no recibía visitas y, a veces, le conseguían artículos de higiene básicos como shampoo y jabón. En lo que respecta a la higiene menstrual dentro de la cárcel, cuenta que al mes les dan ocho toallas higiénicas y, si no tenés visitas, es de lo único que disponés. También cuenta que muchas mujeres recurren al tráfico de estupefacientes para poder sustentar a sus familias. “La droga está presente en todos lados, nunca va a desaparecer. Adentro circula más que afuera”, señala con tono crítico, en referencia a la complicidad de los funcionarios que facilitan el tráfico dentro de la cárcel. 

Por otro lado, recuerda que trabajaba como encargada de la cocina del economato de la cárcel. Con frecuencia llegaban donaciones de alimentos de diferentes organizaciones, pero se las comían los funcionarios o se las llevaba el director. “Yo lo sabía porque había un freezer especial que no se podía tocar, era del director y no se podía decir nada”, denuncia.

Entre la fe y la carencia

María empezó a creer en Dios y a ir a la iglesia dentro de la cárcel, cuando una pastora le habló sobre sus hijos, le describió con detalle el lugar donde se encontraban y le dijo que, aunque no estaban bien, Dios los cuidaba. “Ese día lloré mucho y comencé a tener fe, porque comprendí que Dios escucha y obra”, recuerda, y añade que desde la iglesia se preocupaban por sus hijos, los iban a ver y les llevaban comida. “Eso, que no lo hizo ni mi familia, lo hicieron extraños”, concluye. 

Camila Zignago, periodista y autora de la investigación En sus manos: Las iglesias que asisten a las cárceles del país donde habitan mujeres, explica que las carencias y vacíos existentes en el sistema carcelario propician un escenario de vulnerabilidad, que es visto como una ventana de oportunidad por las diferentes iglesias. En un contexto de falta de actividades y desesperadas por cualquier tipo de apoyo, las mujeres privadas de libertad suelen encontrar en estas instituciones religiosas un espacio abierto para respirar y sentirse escuchadas, y donde, además, obtienen recursos básicos como canastas de alimentación y donaciones.

Cuando no se reciben visitas y el Estado no proporciona apoyo, muchas mujeres recurren a la iglesia porque allí sí encuentran asistencia. Esta búsqueda de ayuda se debe no solo a la necesidad de recursos, sino también a un anhelo de conexión y apoyo emocional. Además, Zignago agrega que se acercan a las organizaciones religiosas porque “hay una búsqueda del perdón por haber roto con el estereotipo de género”. La mayoría de las mujeres, al involucrarse en actividades que van en contra de estos estereotipos, sienten una presión adicional por buscar misericordia y aceptación. En la iglesia encuentran un espacio de reflexión personal y de reconciliación con las normas sociales.

El eterno estigma 

María describe que en sus primeros días de libertad no sabía qué hacer. Aunque tuvo la suerte de encontrarse con personas que la ayudaron a redactar su currículum y a renovar su libreta de conducir, cuenta que “lo más común es salir y encontrarse sola”.

Actualmente trabaja como encargada en una quinta y agradece poder sustentar a su familia. Señala que ser una ex privada de libertad es algo que te marca “eternamente” debido al gran prejuicio que existe en la sociedad. “Sé que si alguien no me conoce y sabe que estuve presa no me va a contratar”, lamenta, pero también sostiene que “lo que yo hice es parte de mi pasado. Yo ya pagué y no reincidí”, concluye sobre su propia trayectoria de vida.

*Elaborado en el marco del proyecto Crisálidas, financiado por la Unión Europea (UE), cofinanciado y ejecutado por la Universidad CLAEH de Uruguay y el Instituto de Cooperación Internacional y Desarrollo Municipal, con participación de la consultora Nómade

Abril Morosi / Antonella Olivieri

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