Gustavo Espinosa es, en todos los sentidos, un periférico entre periféricos. ¿Qué hace un viejo bluesman de izquierdas como él viviendo en Treinta y Tres, uno de los departamentos baluartes del Partido Nacional? Sobre su literatura se puede decir muchas cosas, entre ellas que sus tres últimas novelas parecen haberse tomado a pecho esa frase tan repetida de León Tolstói: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Trillada o no, esta cita quizás apócrifa del novelista ruso describe con exactitud la habilidad del escritor olimareño para dotar de universalidad los dilemas particulares de sus protagonistas. No por nada se lo ha reconocido en Uruguay y en otras partes del mundo por ser de lo mejor que ha dado la literatura nacional en los últimos años. La magnitud de tales elogios podría despertar el escepticismo de quienes aún no lo leyeron, pero encontrará su justificación en, por ejemplo, el brillante diálogo tensionado entre Quique y el narrador encubierto de la ya clásica novela Las arañas de Marte (Hum, 2011).

También se le puede destacar el variado y amplio sistema de lecturas sobre el cual constela su obra narrativa: autores del peso de Luis de Góngora, Dante Alighieri y Adolfo Bioy Casares pueblan las estanterías de su biblioteca. Quizás la admiración y el estudio de estos autores explique en parte la importancia que tiene en sus novelas el deslumbramiento de la función poética. Libros como Carlota Podrida (Hum, 2009) y Todo termina aquí (Hum, 2016) toman impulso a partir del choque entre la elaboradísima orfebrería verbal que compone su prosa y los elementos periféricos, marginales, en los que el autor sitúa a sus personajes, seres tan excéntricos como él, que desde la lucidez del fracaso rememoran una juventud cargada de vicisitudes durante la dictadura cívico-militar que comenzó en Uruguay en 1973.

Así fue que mientras se cebaba unos mates, el autor contestó una por una las preguntas de Sala de Redacción. Lo hizo poniendo en práctica una de las cualidades más notables de su obra: la capacidad de ser serio, pero sin caer en solemnidades obtusas. Ávido fumador —una búsqueda rápida de su nombre en el explorador de imágenes de Google arrojará como resultado varias fotografías en las cuales su perfil aparece contemplativo, ventilando sobre el lente de una cámara el aire ceniciento de un cigarrillo—, antes de iniciar la entrevista confiesa que está intentando dejar el hábito, pero que siempre que se le da por conversar le entran ganas de irse a buscar un cenicero.

¿Con los años escribir se te volvió un proceso más sencillo o te genera más angustia tener que sentarte a hacerlo?

Me genera menos angustia. Incluso hasta me provoca cierto placer. Ha cambiado mi relación con el hecho de sentarme a escribir. Creo que tiene que ver con que, a partir de Carlota Podrida, cuento casi con la certeza de que lo que estoy escribiendo se va a publicar. Pero el momento en el que tenía que hacerlo a mí me producía mucha ansiedad. No lo disfrutaba en absoluto. Después, cuando ya entrás a recibir cierta devolución, se te hace menos trabajoso y hasta por momentos disfrutable; es más, a veces hasta tengo ganas de que llegue el momento de escribir. También ocurre, como decía [Gabriel] García Márquez, que uno se inventa pretextos continuamente para no hacerlo. Una de las cosas más difíciles es ponerte a leer lo que escribís. Vos tenés una idea del texto en tu cabeza y manejás cierta información, pero nunca sabés bien qué volumen de esa información -que te la imaginaste, o en el caso de un periodista la documentaste- estás transfiriendo a tu escritura; hasta donde no estás completando eso que querés transmitirle al lector con algo que no pusiste ahí. Lo más complicado del proceso de escritura es el proceso de autolectura, es decir, objetivarte de tal modo en que puedas leerte como lo haría cualquier lector. Me imagino que lograrlo es de última imposible, uno siempre abandona o concluye la tarea por saturación. Otra cosa que también ocurre es la valoración estética o literaria de lo que vos hacés, que es otra cosa y también es difícil. El canon está lleno de ejemplos de gente que ha calibrado con precisión lo que hacía y de gente que no. Entre aquellos que han medido con absoluta precisión su propio genio está Dante. Vos leés La divina comedia y el Dante personaje es sumamente antipático. Lo es por su arrogancia, porque en varios pasajes de la comedia hace referencia a que está escribiendo una obra gloriosa, a que él está ahí con Aristóteles, Virgilio y Horacio. ¡Tenía razón! Él sabía perfectamente lo que estaba haciendo. En cambio, hay otros casos que fueron lo contrario. Voltaire, por ejemplo. Él pensaba que sus tragedias y epopeyas le iban a dar gloria e inmortalidad y la verdad es que son ilegibles. Sin embargo, esas obras a las que él no le daba un valor estético, las que hizo como escritos de ocasión -cuando hacía militancia político-filosófica que en aquella época estaba muy trenzada- son aquellas por las que se lo recuerda.

¿Qué tan meticuloso sos al momento de escribir? ¿Cuánto tiempo en promedio te lleva hacer una novela, por ejemplo?

Creo que soy muy meticuloso. No soy un escritor profesional, entonces trato de robarle tiempo a otras actividades para poder escribir. De hecho, entre mis tres novelas más conocidas (Carlota Podrida -2009-, Las arañas de Marte -2012- y Todo termina aquí -2016-) hay como cuatro años de diferencia en las fechas de publicación. Así que ya sería tiempo de que el año que viene se publicara otra. Algo que sí hago es corregir mucho y trato de ser lo más cuidadoso posible. La forma que tengo de concebir la escritura hace que le dé mucha pelota a lo que los antiguos llamaban la elocutio, es decir, el lenguaje por el lenguaje mismo, que haya un cierto cuidado estético de la prosa. Esos son los escritores que a mí me interesan y que trato de replicar.

¿Qué dificultades encontrás al momento de articular el uso de la función poética con el desarrollo de la trama?

Respondiéndote en términos aristotélicos, o por lo menos de los traductores de Aristóteles, la trama sería la fábula o la inventio y la función poética sería la elocutio. No necesariamente tiene que existir una articulación entre ambas cosas, sino que se le debe prestar un especial cuidado a las dos. Cualquier trama se puede escribir con un lenguaje desnudo, descuidado o no deliberadamente poético, o también usando un lenguaje sobrecargado. Capaz que hay acciones o fábulas que piden más una cosa que la otra, tampoco hay que engolosinarse mucho. Yo pasé por las dos etapas. Siempre tuve el cuidado por el lenguaje, cosa que varios me reprochan; incluso el cuidado a nivel de las frases. Hubo un momento en que todavía era un escritor inédito y lo cuidaba demasiado. Influido quizás por [Jorge Luis] Borges y Bioy [Casares], también tuve una etapa de de pasarme todo el tiempo buscando tramas novedosas e ingeniosas, y eso puede llegar a ser muy paralizante. Con el tiempo fui atemperando ambos elementos. Cuando empiezo a escribir, más o menos tengo una idea de adónde voy. A veces hay cosas que sí van apareciendo. Hay personajes que de repente los pensaste como un poco más circunstanciales y que después crecen. Hay algunos episodios o vericuetos de la trama que al principio pensabas que no se iban a extender demasiado y aparece la oportunidad de desarrollarlos más.

Tus tres últimas novelas están fuertemente atravesadas por una carga rememorativa. ¿Te sentís más cómodo escribiendo desde la memoria que proyectándote hacia el presente?

No tengo más remedio, muy a pesar mío, que contestarte que sí. Cuando recién salimos de la dictadura había una consigna que se difundió a nivel político: “Nunca más dictadura”. Cuando yo publiqué Las arañas de Marte alguien me preguntó algo más o menos parecido y yo le contesté con esa misma consigna. Sin embargo, igual que la mosca al sorete -como decía Sandino Nuñez-, he seguido volviendo sobre eso. Es más, ahora estoy escribiendo algo y cuando quise acordar estaba escribiendo de nuevo sobre los 70 y sobre la salida de la dictadura. Yo, que me jactaba hace un ratito de tener control sobre lo que escribo, parece que no tanto. Aunque en Todo termina aquí se proyecta un poco más hacia acá. Pero sí, hay mucha de esa cosa retro que la verdad no me gusta. Pienso que me puede sacar posibilidades de comunicación con gente que no maneja esos códigos o que no vivió esas cuestiones.

A veces un esfuerzo de parte del lector no viene mal…

Sí, es cierto. A veces uno está frente a un libro como lector, una novela, por ejemplo, y la novela fluye, se lee con rapidez, genera curiosidad. Alguien puede llegar a decir que eso es un mérito, pero no sé si es suficiente…

A veces, cuando se destaca a una novela se habla en términos positivos del ritmo o de lo directo de su prosa. Es curioso cómo en épocas pasadas esto precisamente sería señalado como una debilidad…

Eso también depende de las condiciones de legibilidad que existan en un tiempo determinado. Las novelas del siglo XIX, cuando escribían Stendhal, [Honoré de] Balzac o Tolstói, hay veces que nos resultan muy lentas. Tienen un montón de descripción. ¿Y eso por qué? Primero, porque los lectores tenían muchísimo más tiempo. Stendhal, que era un crack, hace toda una especie de sociología de sus propias novelas y en un momento dice una cosa que parece contemporánea: “El desarrollo de la novela en Francia se debe básicamente al aburrimiento de las damas burguesas de provincia”. Ese era parte del público al que había que entretener. Es imposible imaginar el tedio que debían padecer esas mujeres que no tenían que laburar, que vivían encerradas, lejos de las grandes ciudades. Por otro lado, la imagen circulaba muchísimo menos. Entonces, si el novelista quería que el lector se representara tal calle de Berlín o un rinoceronte tenía que describirlo muy minuciosamente. Hoy sería un poco ocioso o ya perseguirías otros propósitos que van más por el lado de lo estético y de lo poético. Si te detenés demasiado en la descripción de un rinoceronte no es solamente para que el lector se represente cómo es. Yo creo que no es un mérito ni un demérito, pero sólo que una novela sea fluida no es en sí mismo un logro. Yo he leído novelas que fluyen y, sin embargo, es como que te tomes un litro de [jugo] Tang, no es nada. Más vale que sea un poco más espeso, que sea más difícil desplazarse por esa corriente.

Una íntima tristeza reaccionaria

David Foster Wallace, uno de los escritores bandera de la literatura posmodernista, desconfiaba del hecho de ser ingenioso sólo porque sí. El desapego irónico, el exceso de autoconsciencia y la incapacidad de mirar más allá del propio ombligo se habían hecho característicos en una generación de autores absorbida por un yoismo megalómano que en parte hoy impera en las redes sociales. ¿A partir de cuándo tanto pastiche e irreverencia no saturan y terminan por convalidar aquello que buscan cuestionar?

Frente a esto, Wallace quiso profetizar: “Los próximos rebeldes literarios verdaderos de este país podrían muy bien surgir como una extraña banda de antirrebeldes, mirones natos que, de alguna forma, se atrevan a retirarse de la mirada irónica, que realmente tengan el descaro infantil de promover y ejecutar principios carentes de dobles sentidos (…) Los viejos rebeldes posmodernos se expusieron a los chillidos de asco: al horror, al disgusto, al escándalo, la censura (…) Los nuevos rebeldes pueden ser artistas que se expongan al bostezo, a los ojos en blanco, a la sonrisita de suficiencia, al golpecito en las costillas, a la parodia de los ironistas y al oh qué banal. A las acusaciones de sentimentalismo y melodrama. De exceso de credulidad. De blandura”.

Sin llegar a los extremos de hacer una literatura “comprometida”, Espinosa abraza en parte estos principios: “Un peligro del que los escritores tenemos que cuidarnos como de mearnos en la cama es el de pasarnos de vivos. Esa es una tentación que siempre está muy cerca”, revela el autor. “Ahora, lo que propone Foster Wallace no es tarea fácil”, admite.

Lo último que el olimareño está escribiendo busca ser una refutación de eso que él llama “la poesía por causa de la poesía misma”. Uno de los protagonistas de esta futura novela reivindica una concepción de la lírica más asociada a lo barroco, lejos de eso que el autor llama despectivamente “escribir sólo para ponerse a leer en algunos boliches de Montevideo”. De hecho, Espinosa cree que en la realidad está ocurriendo algo similar, y pone de ejemplo el resurgir de formas clásicas como la del soneto en la obra de autores como Horacio Cavallo o Leonardo de León. “El otro día me entrevistó un italiano de Bolonia, Luca Marzolla, que está escribiendo su tesis sobre ‘Narrativa escrita en verso rimado en el siglo XXI’; que es casi lo mismo que decir ‘hípica azteca’, vos pensás: ‘Esto no existe’. Pero el loco la ha rastreado por todas partes y sostiene que se está dando un regreso hacia estas cuestiones. Además, plantea una cosa interesante: ‘Una poesía en la cual no exista una noción de fracaso, porque no puede cumplir ese riesgo al no tener que exponerse a ciertos desafíos formales, es como hacer trapecismo con red. No puede fracasar, es una poesía despojada de drama”, cuenta el escritor.

En uno de pasajes finales de Las arañas de Marte, Quique, el narrador, dice: “Ella no andaba esquilmando a los gringos, como lamentablemente hacían otros, para luego hacer turismo de izquierdas en los foros mundiales, o para imprimir folletería cara con frases de Galeano”. ¿Cómo te parás como escritor a partir de las figuras de Eduardo Galeano o Mario Benedetti?

Yo me desvinculo absolutamente de la obra de Galeano y de Benedetti. De hecho, son escritores que hace demasiado tiempo que no leo, desde mi adolescencia. Son íconos con los cuales no me interesa referenciarme. Ni siquiera para ir en contra de su obra. Hubo un momento en la inmediata post dictadura en el que surgió una generación de gente de la cultura que adoptó una actitud iconoclasta respecto a figuras como la de Benedetti. Nosotros en privado -cuando digo nosotros digo Gustavo Verdesio, Amir Hamed y yo- ya manifestábamos nuestro desinterés por la obra de Benedetti y de Galeano, pero nos parecía que en esos momentos en los que nosotros éramos autores incipientes no estaba bueno tirarle piedritas irrelevantes a esos monumentos. Creo que la mejor manera de refutar a los escritores mal o bien canonizados es generando una obra que los supere o que los niegue, pero no poniéndose a elaborar diatribas en los diarios o en las radios. Así que esa es mi relación: desinterés hacia la obra de Galeano y de Benedetti. Porque creo que desde hace mucho tiempo lo que hacen es abonar un sentido común ya consolidado. La literatura tiene que ir por otro lado, proponer un nuevo sentido común o dinamitar el ya existente. Si no, termina siendo una literatura complaciente, que lo que hace es munir al lector de cierto bagaje prestigioso para solidificarse en sus espacios ideológicos o estéticos. Eso a mí no me interesa, por más que pueda estar políticamente cerca de las cosas que en su momento defendieron Galeano y Benedetti.

¿Creés que la literatura y la política pueden funcionar a la par sin que una se coma a la otra, o deben ser entendidas como una disyuntiva: o una o la otra?

Para nada tienen que ser entendidas como una disyuntiva. Hay una tradición de grandes obras literarias que han sido escritas con propósitos políticos. La divina comedia, sin ir más lejos. Las grandes tragedias griegas estuvieron subvencionadas por el Estado ateniense y estaban concebidas como lo que mil años después se va a conocer como “aparato de reproducción ideológica del Estado”. Las obras de Voltaire, Cándido es la más conocida, fueron literatura militante. No existe ninguna literatura que no esté determinada por las encrucijadas políticas de su tiempo. Por otro lado, la literatura puede nutrirse de cualquier cosa: del erotismo, de la aeronáutica, de la astrofísica, de la microbiología, y por supuesto de la política. La cuestión es que siempre se trate a esos temas como literatura, y en lo posible como Gran Literatura. Ahora, con esto no estoy queriendo decir que tenga que ser como alguna vez ingenuamente alguien la pensó y hasta la predicó: una especie de excipiente con sabor agradable a ideología. Eso sería un mero panfleto. Pero sí creo que la presencia de la política no desactiva ni asegura la calidad de lo literario. Es una cuestión más de la que te podés ocupar o no.

¿Qué autores nacionales e internacionales contemporáneos leés con más atención?

Desde que mis novelas empezaron a publicarse por Hum estoy bastante al día con lo que escriben mis colegas. Me da la impresión de que se está escribiendo mejor que hace cuarenta años y, en ese sentido, el panorama de la narrativa uruguaya actual me parece auspicioso. Además, hay variedad, polifonía. Me interesan algunos escritores que comparten conmigo el origen pajuerano, aunque no necesariamente sus temáticas tengan que ser de una literatura del interior: Martín Bentancor, Damián González Bertolino; Daniel Mella también me parece interesante, sobre todo la novela Derretimiento; Manuel Soriano, que es argentino pero trabaja desde Uruguay; Luis Do Santos y El zambullidor, una nouvelle de iniciación de un escritor que no es joven pero que es casi primerizo y ha tenido un éxito muy merecido; Mercedes Estramil. Me van a quedar algunos afuera, pero me parece interesante, bastante estimulante lo que se está escribiendo y publicando. En setiembre estuve en Buenos Aires, en una feria de editoriales independientes. La cantidad de editoriales que había, el público que convocaban y la calidad gráfica de los libros era una cosa impresionante. Soy medio crítico con el género poético. Para mis herramientas de lector, quizás no lo suficientemente líquidas en estos tiempos, la lírica está camino hacia un indeterminismo similar al de las artes plásticas. Existe una dificultad enorme para establecer criterios de calidad poética. Y eso ocurre cuando desaparecen los criterios formales y el poeta deja de ser un intelectual para pasar a ser un sujeto que segrega algo que no es narrativa ni dramaturgia, y que por lo tanto es poesía.

Pero eso también se puede ver en el resto de las áreas artísticas…

Es la teoría institucionalista del arte, esa que dice que el único criterio para señalar qué cosa es arte y qué no lo es es que algo se instituya como tal; que se defina como arte, que haya una especie de atmósfera teórica que lo avale. Y esto lo vengo percibiendo más en la poesía que en el resto de los géneros.

¿Qué pasa cuando se dice que no existen criterios absolutamente objetivos para decir qué es bueno y qué es malo en el arte?

Hay momentos en los que es necesario actuar como si fuese posible establecer esos criterios de calidad artística, aunque no nos los creamos del todo, aunque sepamos que es imposible. Creo que en algunos momentos esa actitud un poco conservadora es necesaria. Jorge Alemán, un psicólogo y escritor argentino, dijo alguna vez en un reportaje: “Ser de izquierda en estos momentos es ser conservador, el problema es que tenemos que saber qué cosas son las que tenemos que conservar”. Lo que estoy diciendo de la poesía, que puede sonar un poco elitista o reaccionario, funciona en el mismo sentido. Es necesario este golpe de timón, según el cual debemos actuar como si nos creyéramos que es posible establecer esos criterios externos y objetivos para juzgar el arte, y la poesía en particular.

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