Una suave llovizna mojaba Montevideo cuando empezaron a encontrarse las mujeres con paraguas y pilós este lunes 4 de noviembre a las 18 horas en la plaza Cagancha. Ni bien llegué y empecé a ver los carteles con las proclamas, el llanto irrumpió en mi rostro sin avisar. Otras también lloraban y se daban abrazos apretados a modo de abrigo, de apoyo y complicidad. Algunas eran amigas de Milagros Chamorro* y otras no la conocimos, pero justamente eso tienen este tipo de manifestaciones: saber que es por Milagros, es por otras, es por todas las que fueron y vendrán.
Mientras todos permanecían en silencio, se escuchaban los ruidos citadinos de 18 de julio en hora pico: autos, ómnibus, motos y la lluvia. No todas llevaban paraguas, pero se buscaba la manera de taparse entre todas con los que había. Algunas portaban velas encendidas entre sus manos, cubriéndolas con cuidado del viento y el agua. A pesar de que el clima no ayudaba, se mantenían encendidas.
Unos minutos después cuando ya había decenas de personas presentes las integrantes del colectivo Ikové, que co-organizaron esta concentración junto con otros colectivos feministas, propusieron leer una proclama en conjunto. Cerré los ojos y como ritual el coro de voces comenzó a expresar las palabras de rechazo a todas las formas atroces de violencia de las que Milagros fue víctima. “Justicia es que no pase, pero si pasa que el Estado no nos abandone”, se leyó.
Se exigió que existan mecanismos eficaces para el tratamiento de delitos sexuales, con enfoque en la salud integral de las víctimas y con respeto al tiempo. Uno de los carteles colgados en la plaza Cagancha señalaba un dato: “El 60% de las víctimas no revelan los abusos hasta la adultez”, lo cual da cuenta de que en este tipo de delitos, la imprescriptibilidad es clave para que se pueda lograr justicia en una mayor cantidad de casos. Otro de los carteles expresaba: “no tendrán la comodidad de nuestro silencio nunca más”.
La lluvia lentamente empezó a caer con mayor intensidad y saqué de mi mochila un cartel hecho con una hoja de impresora y un marcador flúor. Enseguida llegó Paula y luego de darnos un abrazo le dije:
— Acá tengo mi cartel, que se me va a romper todo con la lluvia.
— Todo se rompe, en algún momento — respondió.
Ojalá lo que dijo sea cierto y se rompa también algún día el manto de impunidad que cubre a los agresores sexuales. Ojalá se rompa la calma con la que la sociedad toda y las instituciones aceptan que estos delitos sean parte del pan de cada día. Mi cartel, efectivamente, se fue deshaciendo con el agua pero igual lo sostuve con ambas manos.
Al finalizar la lectura de la proclama las voceras del colectivo propusieron hacer una caminata alrededor de la plaza como si fuera una pequeña marcha. Se intercalaban segundos de silencio con gritos que llamaban “tocan a una” y enseguida se respondían con “tocan a todas”. Algunos pasos más adelante se repetían ese y otros cánticos. Al finalizar la caminata volvimos al centro de la Plaza y con un altavoz una de las organizadoras convocó a formar una gran ronda y abrazarnos entre todas: “hagamos un gran abrazo caracol”, dijeron.
Con Paula nos preguntamos qué es un abrazo caracol, pero sin importar la exactitud de la definición nos abrazamos entre nosotras y con otras mujeres que no conocíamos. Fue tan sencillo y al mismo tiempo tan poderoso. Un montón de mujeres y algunos varones formando una enorme cadena, un lazo, una unidad. Se hizo un acuerdo tácito de silencio de unos minutos hasta que alguna gritaba bien fuerte: “¡Justicia!” y las demás respondían exclamando “¡Milagros presente!”. Esos deben ser los únicos momentos en los que soltar un grito a toda garganta en pleno centro de Montevideo es acorde y pertinente. Al menos para nosotras lo era.
Unos minutos después se hizo un aplauso colectivo que duró varios minutos. No cesábamos de golpear las palmas, como si esa permanencia simbolizara la firmeza con la que sostenemos esta lucha, sin dejar a nadie afuera, sin dejarse arrebatar por el cansancio. Luego de eso la concentración se fue desarticulando y llegó a su fin. Cada quien luego se fue a su casa a continuar la semana que recién empezaba, pero en ese momento la rutina quedó afuera cuando a pesar del día muy poco acogedor quedaron por fuera los deberes rutinarios y nos encontramos en colectivo para expresar un objetivo en común: exigir justicia por Milagros.
Dice el dicho popular que “siempre que llovió paró” y así fue esa tarde. Cuando nos fuimos ya estaba parando de llover. Sin embargo hay tormentas que no tienen alivio y no muestran descanso. La tempestad de la injusticia a veces arrasa con todo y los sobrevivientes se mantienen como pueden, agarrados a algún tronco firme de solidaridad o alguna estructura firme de empatía que hacen que no todo se destruya. Hay tormentas que no cesan por mero azar climático y que dependen de las raíces que echamos y de las estructuras que construimos para que, pasado el temporal, puedan volver a ver el sol.
*la joven de 30 años que fue víctima de una violación grupal a sus 14 años y buscaba reabrir la causa, se suicidó a finales de octubre.