Cuando Estela de Carlotto llenó las pantallas de televisión, los portales de internet y los comentarios en las redes sociales por haber encontrado a su nieto, de cierta forma todos nos encontramos con una faceta de nuestras abuelas. Con su pelo corto y sin teñir, gestos de alegría ante la vida y una mirada de persistencia y tenacidad, se sentó en rueda de prensa el día del encuentro y confesó: “Lo que yo quería era no morirme sin abrazarlo”. Eso, algo tan simple y profundo, es lo que quieren todas las abuelas. La referente de Abuelas de la Plaza de Mayo lo consiguió después de treinta y cinco años de lucha.
A sus 83 años todavía le sobra energía para que los nietos secuestrados por la última dictadura militar recuperen su identidad. Incluso, pudo acobijar a su nieto en plena euforia mediática y prometió seguir insistiendo en la búsqueda de nietos ajenos, que, en medio de la causa, los siente como propios. Es por eso que al repasar su historia y la de todas las abuelas víctimas de la represión militar, la pregunta que me surge es: ¿Qué será cuando ellas falten? Sobre todo si considero que todavía no todos sienten como propio el legado que ellas están dejando.
De este lado del río, Luisa Cuestas se presenta como estandarte, ya nonagenaria sigue insistiendo por saber el paradero de su hijo. Pero el tiempo las asedia a ambas y, como una deuda familiar, es necesario preocuparse e incluso hacerse cargo.
A todo lo que queda pendiente se suman los detractores de la memoria. En Argentina, con el macrismo se intenta imponer una conjetura de dejar el pasado atrás, para proponer “soluciones” a los problemas de la gente. Nada diferente al discurso de los candidatos a la presidencia de Uruguay por los partidos tradicionales en estas elecciones: Pedro Bordaberry y Luis Lacalle Pou. El candidato nacionalista afirmó que si llega a la presidencia suspendería de inmediato las excavaciones en busca de restos de detenidos- desaparecidos para poder “cerrar un capítulo” de la historia del país.
También desde el Frente Amplio hay voces que no corresponden con la idea de reproducir en nueves generaciones la responsabilidad de recordar e insistir por conocer la verdad sobre la última dictadura militar. Tal es el caso del propio presidente José Mujica, quien opinó que la historia reciente se iba a concluir una vez que todos sus participantes estén muertos.
Al repasar estos sucesos me pregunto: ¿Qué ha hecho el Estado para que la difusión de la historia reciente no dependa solo de las generaciones que la vivenciaron? Por tanto, también me cuestiono si se intentó institucionalizar la preocupación social sobre el tema. Para mi respuesta encuentro que hubo dos iniciativas específicas: el 10 de diciembre -Día Internacional de los Derechos Humanos- del 2001 se inauguró el Memorial en Recordación de los Detenidos Desaparecidos; y el 10 de diciembre del 2007, el Museo de la Memoria.
Una tranquilidad que no deja descansar. Es domingo, muchas personas deben de estar disfrutando el atardecer del otro lado del Cerro. La Rambla Gurvich invita a pasear, sus caminantes ven a lo lejos la ciudad y parecen ajenos a ella, testigos lejanos de donde se decide parte de sus vidas. Enfrente, un parque silencioso, espeso de verde y empapado de un aire solemne, me hace sentir que también soy ajeno a una ciudad que solo la puedo conocer mediante relatos ajenos.
Cruzo hacia el Memorial, donde unos niños juegan al fútbol. Así, la ausencia y el silencio se conjugan junto a la vida y la risa, y parece que se entienden. Me meto entre los paneles de vidrio, el viento se calma, recorro la lista de nombres escrita en letras sobrias y blancas. Un nombre y un apellido intentan resumir cada vida, una identidad y sus anhelos. Algunos apellidos coinciden, eso significa, aparte de la búsqueda de los Familiares, que incluso debe haber por ahí desaparecidos que buscan a otros desaparecidos.
Los 174 nombres, inscriptos en vidrios de alta resistencia con base de hormigón y acero inoxidable, están rodeados de piedras que los protegen ante el olvido que pueden producir los años. Que en este caso, aunque el Río de la Plata esté cerca, se espera que la marea no vuelva para erosionar lo que materializó la memoria colectiva.
Llega la noche y el silencio se condensa, en medio de una tranquilidad que no llegaron a sentir los homenajeados. La armonía del lugar me deja en vigilia. Me voy y sus nombres se quedan ahí para repetir jornadas en las que nos alertan que es posible terminar igual que ellos.
La convivencia de dos historias. Ya conocía el museo, pero con la aparición del nieto 114, otra vez me despertó la curiosidad. Lo ubicaron en una zona de Montevideo por fuera del circuito museístico: Prado Norte. En una zona en la que durante la belle époque se asentaron las casonas de veraneo de la elite montevideana. Por la avenida de las Instrucciones se preservan dos: la quinta de Mendilaharsu, donde funciona el Museo Antropológico, y la quinta que le perteneció al ex presidente Máximo Santos, donde paradójicamente se eligió para albergar a la memoria.
En la entrada intuyo, por sus portones de hierro, la opulencia de la vida de Santos. Luego paseo por un camino largo rodeado de vegetación exótica y a lo lejos se ve la puerta detrás de una fuente con forma de barco. Mientras escucho el canto de los pájaros y se apaga el sonido del tránsito, recorro los detalles del museo y de la quinta.
Una pajarera majestuosa de fines del siglo XIX pierde mi atención frente a los pozos en la tierra que parecen simulaciones de tumbas saqueadas. Cuando se remodeló el terreno para inaugurar el museo se decidió representar las excavaciones que se produjeron desde el 2005 en el Batallón de Infantería Blindado N° 13. Me acerco con la curiosidad de encontrar algo dentro, un nombre o algo que identifique a los desaparecidos. Pero es aún más desolador, no hay nada. Solo tierra, parece una tumba sin sentido, sin saber quién la debería ocupar ni a quién se le estaría llevando flores. Sin embargo, lo tiene, pues el homenaje no es a una persona específica sino a 174 personas que duermen en algún lugar.
Camino unos pasos más y llego a la casona, la escalera me introduce en una época en la que se apostaba al Estado moderno. Santos veraneaba cerca de la quinta de Lorenzo Latorre, juntos forjaron el proceso conocido como militarismo durante las décadas de 1870 y 1880. Sus estrategias apagaron a la oposición blanca y colorada, por ello se los reconoce como gobernantes autoritarios y, por insistencia de José Batlle y Ordóñez en las publicaciones de su diario “El Día”, a Santos se lo cataloga como dictador.
Hoy en día el lugar retrata una dictadura que llegó un siglo después de su gobierno. Y así confirmo que la historia se tropieza más de una vez con la misma piedra, y las caídas son cada vez peores.
Entro a la primera habitación, es grande y fría, la calidez en ese lugar es difícil de instalar. Dos anfitrionas, empeladas del museo, lo intentan, pero no puedo sentirme cómodo, pues el edificio está infectado de atrocidad. El silencio típico de cualquier museo se rompe con: “Nadie les ha explicado, si ya se fueron o si no, si son pancartas o temblores, sobrevivientes o responsos…”. Es el poema de Benedetti en su voz y en la de Viglietti, junto al punteo de su guitarra. Pero el ruido a cachiporras que golpean las rejas los calla. Me fijo que de unas perchas cuelgan mamelucos con números en el pecho, aquellos que usaron los presos políticos. También están las puertas de las celdas del Penal de Libertad. El ruido se hace insoportable. La sala, que quizás se usaba para cenas distintivas y encuentros políticos en la época de Santos, hoy expone los vestigios de las cárceles de la última dictadura. Pero pienso que para que la armonía de la exposición sirva para acercarnos a vivenciar las experiencias de las víctimas de la represión militar, es necesario proyectar en la reconstrucción que se haga, la mugre, la humedad, el polvo, los excrementos de los reclusos, los gritos de los torturados o un silencio tan profundo como el anuncio de una muerte prominente.
Camino unos pasos hacia otras salas y advierto que están colgados los afiches, esos que cada 20 de mayo en la Marcha del Silencio dirigen el paso cauto de miles de personas por 18 de Julio. Otra vez me encuentro con los nombres, pero ahora veo sus caras. Algunas de las fotografías son muy similares a las instantáneas que me mostraban mis padres de niño para convencerme de que alguna vez fueron más jóvenes: los hombres con el bigote prolijo y pelo corto, y las mujeres con pelo llovido y sonrisa disimulada. Mis pensamientos se estancan y los reaviva nuevamente la voz del poeta: “Cuando empezaron a desaparecer, como el oasis en los espejismos, a desaparecer sin últimas palabras, tenían en sus manos los trocitos de cosas que querían”.
Con su voz paso a otra de las salas para repasar archivos de videos, recortes de prensa de la época y testimonios de los participantes. Los documentos me ayudan a organizar mi percepción sobre la historia, en un lugar que tiene los elementos y la tranquilidad necesaria para analizarlos.
Salgo al parque y vuelvo a escuchar los ómnibus y camiones que pasan; a pesar de que es una zona tranquila mantiene la vorágine de la ciudad. La vida siempre sigue, todos nos concentramos en otros asuntos más cotidianos. Por eso es imprescindible que el Estado impulse y promocione estos lugares de reflexión para construir la memoria colectiva. De esa forma no dependeremos de las generaciones que padecieron la represión para tener presente que las tragedias siempre se pueden repetir.
Sebastian Bustamante